Cartas que nunca llegaron
Benicio Plaza
En el desván, entre cajas polvorientas, encontré un manojo de cartas amarillentas. Cada sobre estaba dirigido a nuestra casa, pero nadie las había leído. Al abrir la primera, un olor a tinta vieja me recorrió los recuerdos que nunca viví: historias de risas que no escuché, abrazos que no recibí, palabras de amor que se quedaron atrapadas en el papel.
Leí noche tras noche. Las cartas contaban cumpleaños, secretos, despedidas… momentos que habían pasado antes de que yo naciera y que ahora me dolían como si fueran míos. Cada letra era un suspiro, cada oración una lágrima silenciosa.
Sentí que esas palabras llenaban los espacios vacíos de mi casa y de mi corazón. Aunque la familia que las escribió ya no estaba, sus emociones me alcanzaban, enseñándome que la tristeza también puede ser un vínculo, que el recuerdo, aunque tardío, aún puede abrazarnos.
Al terminar la última carta, dejé que el sobre cayera suavemente sobre la madera del desván. Una paz melancólica me acompañó al bajar las escaleras: comprendí que algunas historias llegan tarde, pero no por eso dejan de tocar el alma.
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