Montañas. Fresas aplastadas. Chaquetas con olor a encierro.
Todo sigue ahí, igual de quieto, igual de sucio.
La manta todavía guarda el calor de lo que fuimos, y las palabras que no dijimos se siguen pudriendo entre los pliegues.
Me hiciste el amor con la mirada tantas veces que terminé creyendo que no necesitábamos más.
Yo, una gran idiota. Me tragué tu diferencia como quien bebe un veneno suave: al principio arde delicioso; después quema por dentro.
Gemí como si algo en mí estuviera partiéndose en dos, y susurré "te quiero" con la boca llena de miedo.
Me fotografié en ese instante donde no dolías, y repetí la escena como quien repite una mentitra hasta creerla.
Te quise. Así, roto, con rabia, con condiciones. Con todo lo que no se dice en las canciones.
Te quise sabiendo que no eras salvación, sabiendo que me ibas a doler.
¿Se muere esto? Probablemente. Pero no voy a dejar que el porvenir se parezca a este presente que arrastro.
No quiero seguir oliendo a ti; no quiero seguir buscándote en la tierra mojada, en el petricor que creí que era tu perfume, en la hierbabuena que a veces sabe a tu lengua.
Quiero creer. Quiero orar —no rezar—, no recitar plegarias de manual.
Quiero gritarle a algo (lo que sea), que me escuche cuando el frío me parta en dos. Pedirle abrigo. Refugio. Una puta tregua.
¿Y si no hay nadie? Entonces seré yo: yo hablándome, yo contestándome, yo acariciando mis ruinas aunque no me dé ternura. Porque alguien tiene que hacerlo.
Y sí, lo sé: los placebos no curan, pero a veces, funcionan, y eso, por ahora, me basta.
Posdata:
No escribo esto para que vuelvas y te quedes.
Escribo esto para ver si, por fin, te vas y no vuelves.
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