Carta de un maestro a su discípulo

Origen: Jerusalén

Destino: Keriot, región de Judea

J. Iscariote:

Espero que cuando leas estas líneas ya estés muy lejos de aquí, lejos del jardín donde nos vimos por última vez, cuando tus labios se posaron en mí, fusionando nuestras almas decretando el destierro de tu cuerpo sobre el mío.

Ojala puedas perdonarme (si existe tal perdón para mi pecado), sé que tan fiel fuiste conmigo y jamás dudaste de nuestros planes desde que nos conocimos, gracias a vos descubrí la mayor de las tentaciones que el tesoro de un tesorero esconde en su corazón: el amor, quizás es eso de lo que hablaba mi padre con lo de amar al prójimo. ¿Qué prójimo no sería capaz de amarte? Por eso jamás me hubiera perdonado huir con los romanos persiguiendo a mis discípulos, ni mucho menos morir sin asegurarme de que estas a salvo, lamento haberte obligado a ser quien me entregue pero siento que era la única forma, perdóname si tal vez me equivoqué. Así que no te culpes por favor, ni a mi padre porque sé que vos más que nadie cree en sus planes, quién mejor entonces para que continúe con su palabra.

Si me permitís, y si todavía no rompiste esta carta en pedazos, me gustaría pedirte que no te olvides de mí, ni dejes que nuestra historia quede sepultada por la sangre derramada por los siglos de los siglos que nos preceden y que vendrán, soy consciente de que peco en gula queriendo que nos recuerden, esperando que nuestro amor quede grabado en la memoria de nuestro pueblo como grabado esta tu nombre en mi corazón.

Anhelo a que estas líneas lleguen a Judea y que mis palabras toquen tus labios que tanto deseo.

Tuyo, en cuerpo y alma.

-Yeshúa