No suelo hablar de tu muerte debido a lo pronto que te fuiste; era una nena, pero fuiste el amor más grande que pude sentir. Las tardes en que me cantabas canciones y merendábamos juntas, los viajes en que me llevabas a pasear de la mano, tus abrazos, tu manera de cumplir mis caprichos... Lo recuerdo, recuerdo todo.
El día que me contaron que ya no estabas aquí y veía a todos llorando, comencé a llorar también, por miedo, angustia, pero realmente no entendía lo que pasaba. Ya no te veía en casa; cuando te buscaba para cantar juntas, ya no estabas; ya no me llamabas y ya te extrañaba.
Los años pasaron, crecí. A los doce años fue la segunda vez que visité tu tumba; allí caí, ahí vi a mi mejor amiga, mi refugio, mi tata. Desde ese día no dejé de extrañarte; se siente un vacío en el pecho, en mi mesa y en mi casa.
Deseo todos los días volver a verte o soñarte, poder abrazarte y hablar de lo mucho que me gustaría que estuvieras acá conmigo. A veces pienso en qué estaríamos haciendo juntas si estuvieras; te llevaría a merendar, a pasear y cantaría con vos, como alguna vez lo hiciste conmigo.
Saldríamos con mamá, tu hija; reiríamos juntas y te cuidaría; te cuidaría más que nunca. Nunca antes había entendido lo importante que eras aquí y lo que valías para mí; lamentablemente, lo comprendí tarde, demasiado tarde, y no hay día en que no me reprenda por ello.
Mi alma sigue esperando verte; te extraño hoy y siempre, tata.
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