Querido Maestro:
Que la inmortalidad, fecundada en su féretro, le siente de lleno, igual de intensa que en sus tiempos mozos de buen escritor, Howard Philips.
Mi amo, sabrá usted los motivos que me atan a su nombre; pues me oyó, seguramente, lápida por lápida, en el secuencial paso hacia el emblemático Swan Point. Lo encontré, mi señor, y besé su tumba, allá cuando el viento arrecido se asomaba en un pútrido atardecer. Pues su presencia no la tengo. Pero me obsesiona.
Con antelación escribo esta carta a sus huesos que descansan, con alta estima y prosa implorante, puesto que uno de ellos le falta. No le importará, señor, que en mi primera estancia —por un tenaz impulso— me llevé una parte de usted, afiliada a su esqueleto, por intercesión de mi pala.
Verá, por su buen nombre me he convertido en un ser complaciente a su estela y mito. ¿Cómo no, Lovecraft? Amarlo incluso si es ahora un saco mortuorio de telarañas y huesos.
Pero no... usted está vivo. Lo siento en los libros. Su impronta está más vívida que cada humano al que manipulé para arrebatarle, con demasía, información privada suya en esta ciudad. Y no me refiero enteramente a su biografía... no. Me refiero a usted, señor, y a su psicosis. Sí, lo sé... sé que de su padre la heredó. Y no puedo evitar embarcarme en este delirio que reconozco como mutuo —pues los dos estamos jovialmente atados a una locura conjunta— y pronto descansaré a su lado... siempre y cuando logre entenderlo en su totalidad.
Como percibirá su espíritu que me acompaña, he dejado un mapa al lado de su aposento. Hay constelaciones, mares míticos, y... la localización de ese libro. Sí, el que usted una vez leyó. Sabrá que puedo ser muy persuasivo cuando se trata de mi obsesión por su mente.
Pues bien, cuando llegué aquí, a Providence, la gente era burda, con estrechas facciones cuando les hablaba de su buen escribir. Tal como lo anticipaban mis sueños. Me adentré, por investigación, en la tienda que usted bien conoce, aquella que esconde los libros que realmente buscaba, pero donde, inicialmente, solo optaba por comprar un periódico —antes de volcarse al encierro—. Hay un sujeto que predica cuanto sabe de su leyenda. Sus cuentos no solo son sus cuentos, por lo visto. Su padre, Winfield Scott también lo ha visto... ha tenido aquel encuentro con Dagón.
¿Existe, señor? Yo sé que sí... y por cierto, sabrá su alma que me acompaña, que viajé en largos tramos, tanto en barco como en tren; y el calor fétido del ambiente se me hizo una eternidad. Más tortuoso para mí fue dejar el amoníaco... pues verá, también sufro lo que el Dr. Muñoz. Tengo muchas similitudes con sus personajes. Déjeme redactarlo:
¿Se acuerda de "El más allá"? Reconozco que fascinado había quedado mi cerebro al comulgar con tales narraciones. Había decidido, por aquel entonces, ser Crawford Tillinghast, puesto que intuía que gozaban sus manos por escribir a mentes penetrantes que realizaban experimentos inauditos e inconcebibles para la psique común.
Lo hice por usted. Llené mi habitación de amoníaco y mi armario de cuerpos. Los estudié. Clavé mi vista en ellos. No eran humanos para mí. Eran víctimas. Victimarios.
Realmente, al hacer los experimentos con estudiantes —a veces de mi edad, otros más grandes—, ni siquiera me importaba devolverles la vida, ni que acaso volvieran a mirarme mientras los cortaba. Yo no quería ser un científico, sino el maníaco protagonista de sus cuentos. Pero no aguanté el encierro, junto al olor que se avispaba de todas partes. Así que me encontré de noche, tirando bolsas lejos del campus. Y, como no... me expulsaron.
El amoníaco era muy fuerte para pulmones ajenos tan débiles y rectores tan firmes por los pasillos. Me percaté de que nunca es suficiente si se trata de complacerlo a usted. Entonces, hice lo que me dijo en sueños: fui, como quien huye del mundo, a Providence.
Mi última obsesión fue ese libro que tocaron por última vez sus manos. Lo sostenía firmemente el hombre de la tienda que bien conoce. Decía que sus historias no eran sino una viril mentira. Que su impronta no era otra que un libro ocultista de la Europa antigua. Me superó completamente aquel hombre, Howard... Me abalancé sobre su cuerpo, mordiéndolo hasta sentir su sangre, pero no me fusioné con su muerte.
Un símil empujón me doblegó al piso, y fue tan rápida su defensa que, debajo del mostrador, sacó un arma y gatilló como si mi vida no valiera ni el precio de una carta. Y así fue. Hui como pude cerca de su hogar, maestro. Pero el ardor es tal que ni aún respirando encuentro la paz que me da su impronta, y su fantasioso amoníaco. Le escribo con devoción, en hojas sueltas junto a direcciones, sin contener esta sangre que las mancha.
Me voy, Philips. Ojalá el aire que un día dio mortalidad a sus pulmones le devuelva esta carta a su remanso. No se olvide que en la calle Barnes descansará prontamente su siervo, que espera unirse a las fuerzas oscuras de su universo, y sucumbir eterno en el racimo de su locura.
Con una obsesión que anhela ser enterrada junto a su cuerpo,
Theo.

Milagros Gomez
Desarrollo un sub-género llamado Terror Poético, que combina la poesía gótica y el terror psicológico, con el existencialismo y la metafísica.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.

Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión