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Carpir un mundo

Oct 27, 2025

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Carpir un mundo
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Solo la noche lo vio llegar. “Acá debe ser”, pensó mientras recorría con las palmas de las manos lo que quedaba de unos ídolos de piedra.

No necesitaba desembarcar, ya que el camino carecía de agua. Solo había asfalto y baldosas. Entre el gris del concreto, había salpicaduras verdes. Eran los yuyos que abrían grietas para poder crecer. De la misma manera, él se había abierto camino por un trayecto de miles de kilómetros, desde alguna parte perdida del sur. Ya no importaba el nombre de aquel lugar. Todo había perdido su nombre desde hacía tanto tiempo.

En otro momento, alguien le hubiera dicho que eso parecía una rotonda o plazoleta erigida por un intendente municipal. Pero él eligió creer que se trataba de otra cosa. Esas estatuas y bustos chamuscados debían ser ídolos sagrados de una época remota. Eran, sin dudas, los arcanos que custodiaban las ruinas circulares, aquellas que leyera en un cuento del remoto siglo XX.

Era el punto de llegada que imaginaba, donde cumpliría el cometido que lo llevó hasta allí: soñar. En efecto, había arribado a las ruinas con la intención de dormir, pero no para descansar. Todo lo contrario: durante las noches debía cerrar los ojos y trabajar hasta fatigarse. Era la manera en que podría crear materia con los elementos de sus sueños.

¿Qué iba a crear? ¿Un ser humano? No, eso ya pasó de moda. Su ambición iba más allá de algo tan insípido. Tenía otros planes: estaba dispuesto a recuperar lo único que recordaba de la vida pasada, lo único que podría hacer soportable la nueva realidad. Y comenzaría esa misma noche. Cuando el crepúsculo tiñera el horizonte de amarillo, se tendería entre la maleza que iba abrazando los zócalos de ese templo circular y comenzaría a manipular los materiales oníricos.

Las primeras noches fueron infructuosas. Le llevó tiempo sacarse de encima las pesadillas que todavía lo aquejumbraban. Quedaban los últimos resabios de aquello que había arruinado a la humanidad. Esas esquirlas de la destrucción se colaban en las imágenes nocturnas y estropeaban su concentración. De a poco las fue diluyendo y, luego de meses de batallar, se fue transformando en el demiurgo que desmaleza el caos para carpir un mundo.

Una noche, el mameluco de demiurgo se convirtió en un delantal blanco. Coronaba su cabeza un gorro igual de límpido, con cientos de pliegues verticales.

No estaba solo. Se encontraba en el centro de un salón circular, delante de una mesada de mármol, repleta de ingredientes de diversa índole. Lo rodeaba una veintena de jóvenes, todos envueltos en delantales y cofias níveas. En los ojos de aquellos aprendices se notaba la avidez por meter mano en los ingredientes para convertirse en sucursales del demiurgo.

Durante diez noches, el maestro instruyó a los discípulos sobre las más finas artes culinarias. A lo largo de los sueños, cientos de invenciones fueron creadas por aquellos jóvenes, seguidos de cerca por el demiurgo de limpio delantal. A pesar de las exquisiteces, algo resultaba extraño: la comida ocupaba un minúsculo espacio en el centro de la vajilla, mientras que la mayor parte de la loza permanecía blanca e impoluta. Eran platillos diseñados para llenar los ojos de los comensales y no tanto sus estómagos.

“Esto nunca mataría la gula de los que salen del baile a las cinco de la mañana”, pensó el demiurgo. Así fue que, en la onceava noche, desistió de la escuela de cocina gourmet y deshizo al alumnado y sus platillos llenadores de muelas.

El tiempo había pasado. Sin darse cuenta, ya era presa de un clima caluroso y de noches cada vez más cortas. La jornada laboral se había reducido drásticamente.

El sol ya se había ocultado por completo. Sin embargo, no se sentía diferencia con el día. El ambiente se había oscurecido, pero el sopor y la falta de aire eran similares. Envuelto en transpiración, nuestro demiurgo no tuvo más alternativa que buscar consuelo en el mundo de los sueños.

Mientras los ojos se cerraban, comenzó a materializar una noche invernal. El viento se volvió helado, tan frío que ya estaba por penetrar en sus huesos. Cuando estaba a punto de morir de hipotermia, se vio encerrado entre muros de chapa. A sus espaldas había una fuente de calor que volvía más soportables las bajas temperaturas. Y no estaba encerrado del todo. Tenía contacto con el exterior gracias a una abertura en la chapa, una especie de ventana que daba hacia un paisaje nocturno, quizás un parque.

Debajo de la abertura había una larga mesada hecha con el mismo material que las paredes y el techo. Eso sí, estaba mucho más pulida, por lo que presentaba un color plateado que, con la luz justa, podía reflejar su rostro. Se quedó contemplando sus facciones que, debido a la superficie y a la forma en que era iluminada, se presentaban con cierta deformación. Rápidamente, el reflejo fue tapado por una serie de frascos de vidrio. Estaban llenos de pickles, repollos, cebollas encurtidas, sumado a unos potes plásticos de color amarillo, rojo y anaranjado…

La fuente de calor a sus espaldas comenzó a ser más intensa. Eso significaba una cosa: allí estaba. Solo bastaba con dar media vuelta para reencontrarse con aquello que buscó por tantos meses. Cuando estaba por hacerlo, los pickles de los frascos comenzaron a tambalear. La chapa del techo, las paredes y la mesada vibraban con fuerza, a la vez que emitían un zumbido cada vez más fuerte.

“¿Será un auto que está llegando? ¿Los primeros clientes?”.

Cuando las vibraciones eran tan grandes que los frascos estaban llegando al borde de la mesada, abrió los ojos. Se reencontró con la noche oscura y calurosa. Un mosquito estaba zumbando en su oreja izquierda, mientras que otro estaba picándole una pierna. Ya no pudo conciliar el sueño.

Todas las noches estivales fueron iguales. A veces, las vibraciones comenzaban antes de la aparición de los frascos, a veces, incluso, antes de la aparición de la mesada de chapa. En ese momento abría los ojos y sentía los zumbidos de mosquitos alrededor de sus oídos. Nunca alcanzaba a dar media vuelta y encontrarse con lo anhelado.


Esa noche la temperatura se había aplacado. Se notaba que cada vez oscurecía más temprano y amanecía cada vez más tarde. Además, ya no se divisaban mosquitos en los alrededores. Llegaba la hora de cerrar los ojos y soñar con el carro de chapa. Estaba seguro de que esta vez sí se daría. Sentiría el calor a sus espaldas y, al dar media vuelta, allí estaría.

Pero al cerrar los ojos no se transportó hacia las paredes de zinc. Seguía estando en la misma rotonda por donde transcurría la vida diurna. Allí estaba el asfalto, la vegetación que se abría entre las grietas, los ídolos de piedra chamuscados… En ese momento identificó el cambio. Tres de las efigies no presentaban el aspecto ruinoso de siempre. Al contrario, parecían recién esculpidas y tenían un vibrante color rojo. Bastaron pocos segundos para que cobraran vida y se acercaran hacia él.

—¿Qué hacé, cara ‘e poio? Somos el Dante, el Luisito y el Tachuela, aunque algunos nos tienen junaos como la Santísima Trinidá del Fuego.

Los tres abrían la boca en simultáneo, pero sonaba una sola voz, que parecía emerger desde el origen de los tiempos. Los dioses del fuego dijeron que se olvidara del carro de chapa, del mostrador reluciente, de los frascos llenos, del fuego a sus espaldas… Una verdadera creación majestuosa se hace desde el mismísimo germen. Un verdadero demiurgo debe participar del génesis fundacional. Es la única manera de lograr la meticulosidad. La perfección llegaría si pudiera tener control del más mínimo detalle. Solo así alcanzaría la mayor maravilla jamás saboreada por un paladar humano. Eso sí: sería la primera y única vez.

—Tené que estar bien bobina: va a estar ricazo, como ninguna otra casa en el planeta. Pero no seái gil: va a ser lo único que vai a poder hacer. No vayá a echar moco, ¿ah?

Las tres efigies volvieron a sus lugares y retomaron su aspecto estático y en ruinas, al mismo tiempo que eran cubiertas por una neblina espesa. Cuando el alba clareaba el horizonte, no podía reconocer si seguía durmiendo o había abierto los ojos.

Esa noche soñó con un grano de arena. Estaba posado sobre el suelo de la rotonda. Blanco, redondo, minúsculo. La siguiente noche soñó con dos granos de arena, uno al lado del otro. Luego, soñó con tres, con cuatro, con cinco… Por momentos, temió acabar ahogado entre las dunas de un enorme desierto. El temor se disipó cuando la cosa fue tomando forma. No era arena, sino las migas de media tira de pan francés. Una vez conformada, hubo que esperar la noche en la que se abrió un tajo longitudinal sobre aquel pan, para abrirlo en dos mitades.

Durante el próximo sueño, esas dos mitades estaban bañadas por una lámina blancuzca con resabios amarillentos. Tomó quince noches agregar esa otra salsa encima de la lámina albea. La ambrosía verde, con tropezones rojos y olor avinagrado debía ser perfecta, ya que de ella dependía que ese manjar fuera una comida majestuosa.

Una vez vertida la ambrosía, faltó poco para que aparecieran unas hojas verdes cuidadosamente depositadas. A eso se sumaron cuatro rodajas coloradas, a modo de anillos olímpicos monocromos. En las sucesivas noches se fueron agregando tiras moradas y algún que otro retoño verde y encurtido.

Ya estaba el trono. Ya lo esperaba un baño de ambrosía. Ya estaban dispuestos los almohadones verdes y colorados. Solo faltaba que se sentara el monarca, el que coronaría aquella obra de arte.

Esa noche finalmente apareció. Era un humeante cilindro de carne, envuelto en una tripa, con una leve curvatura en el centro. Ahora, debía imaginar un cuchillo, que tomaría con sus manos para cortar el cilindro longitudinalmente, a través del lado cóncavo. Así, este podría tomar la forma perfecta: la de alas de mariposa.

Acto seguido, apretó los panes y encerró todos los ingredientes, incluido el cilindro-mariposa que todavía humeaba.

Había llegado el momento. Estaba entre sus manos…

En ese instante, los rayos del sol azotaron la frente del demiurgo y las aves matinales hicieron oír su son. Al abrir los ojos, la mente todavía visualizaba con nitidez el último sueño. Sabía que era el momento de disfrutar de su creación. Buscó rápidamente entre sus manos, pero el manjar no aparecía. ¿Todavía restaba una noche para que se materializara?

Intentó levantarse, pero una voz grave lo detuvo:

—Quédese donde está, por favor.

Se trataba de un sexagenario de cabellos blancos y barba entrecana. Portaba unos lentes redondos y gruesos. Estaba sentado en un sillón rojo. Sobre su regazo, se apoyaba una libreta abierta de par en par. La mano derecha sostenía una birome, mientras que la izquierda agarraba una pipa.

—En nuestra última sesión, usted estaba por contar un sueño que lo obsesionaba. Por favor, recuéstese y trate de recordar cada detalle.

Claro que tenía un sueño que lo obsesionaba. ¿Y cómo olvidarlo? Una a una fueron brotando las palabras. Primero, sus níveos discípulos y la obsesión por mezclar ingredientes hasta llegar a breves exquisiteces. Luego, el carro en la oscura noche del parque y los zumbidos pesadillescos que interrumpían sus sueños. Después, la Santísima Trinidad del Fuego y la exigencia de crear materia desde la mínima partícula…

A partir de ese momento, la narración obtuvo más detalles. El soñador comenzó a contar sobre las migas que formaban la más perfecta tira de pan francés, embadurnada por láminas blancuzcas de la mejor mayonesa casera y la ambrosía verde. Cómo describir la perfección de esa avinagrada ambrosía, también conocida como chimichurri o, como le gustaba decir a él, el chimi. Luego, se detuvo en el color llamativo de las rodajas de tomate, la frescura de la lechuga, la crocancia del repollo morado, el toque agrio de los pickles…

Estaba tan inmerso en su propia narración que se había olvidado la presencia de su interlocutor. Cuando se dio vuelta, el barbudo seguía sosteniendo la pipa en su siniestra, pero había cambiado la birome de la diestra por una servilleta que envolvía, cual un tesoro preciado, el manjar creado durante tantos meses de sueño.

—Por hoy concluimos. Lo espero en la sesión del jueves.

Aquel extraño se levantó del sillón y se alejó de las ruinas circulares, mientras daba los primeros mordiscos a su nuevo tesoro.

Nahuel Siandro

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