Un carozo, esculpido por el tiempo, eres un enigma envuelto en un retazo de madera. Tus líneas ásperas, trazos de una vida intensa, guardaban el secreto de un alma dulce y sincera. Y, como un cofre antiguo que encierra un tesoro, albergabas un manantial de miel que brotaba de tu interior, regalando a quienes se acercaban a ti pedazos de tu corazón.
Tu risa, —cómo olvidar tu risa nocturna—, capaz de desvanecer las penas más oscuras. Como el sol derrite la nieve, tu risa transforma una noche en el día más iluminado, dejando tras de sí un rastro de calidez y regocijo.
Bajo aquella dura corteza florecía un jardín secreto, un edén de dulces y delicadas sensaciones que solo permitiste que yo viera, cual si fuera un sueño, un milagro de la naturaleza que, con cada encuentro se esencia se impregnaba en mi alma, dejando una huella cada vez más imborrable.
—Es temporada de duraznos.
Carozo de durazno, eres un verso escrito en el corazón de la vida, un poema que se recita a sí mismo en cada suspiro que me arrebatas. Como un carozo que se transforma en árbol, creciste en mí, regalándome los frutos más dulces de tu ser.
Eres un durazno que endulza incluso los recuerdos más amargos, dejando tras de sí el eco de una dulzura inolvidable, como un perfume que nunca se olvida.
Eres un-carozo, eres un-durazno.
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