Cuando se corta, no conocen el grito de la carne,
solo avanzan, perforan, fríos, implacables,
el filo penetrando con sed de lo inmaculado,
su deseo de desgarrar la inocencia hasta el hueso,
hambre ciega por la suavidad, la juventud.
Por un instante, la carne lucha,
un reflejo de vida contra la muerte imponente,
pero al borde del abismo, se rinde,
su voluntad cede, se despoja del dolor,
y en ese silencio blanco, sin pensamiento,
se queda callada, inmóvil,
testigo mudo de su propia aniquilación.
A veces la carne cruda palpita con una voluntad propia,
como si la voz de una memoria sombría y muscular
se resistiera a la paz de la muerte.
Las terminaciones nerviosas, desterradas, aún laten,
un aliento oscuro en un cuerpo mutilado,
cortado, troceado, expuesto en vitrinas de acero,
una oferta abierta para quien desee devorar
su historia silenciada—cruda,
o bien cocida.
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