El arte quizás nazca de la angustia,
de pueblos despojados del trabajo,
eximidos de su propio fruto,
del disfraz de comida de los caldos,
pueblos que se están buscando,
a si mismos en espejos de barro.
Dónde no hay luz, ni carne, ni futuro
ni gas, ni agua, ni cenicero
queda explotar el último recurso
el latifundio arrinconado de tu cuerpo.
Allí nace sin piedad, o muere
lo que no fuimos
por qué no nos dejaron,
un jardín de flores de madera,
la pintura del rostro de tus hermanos,
un poema imprudente en la heladera
la canción para un país que te ha olvidado.
Y de ese espasmo involuntario,
aquel abrazo de la supervivencia,
un alzamiento en armas,
con las manos vacias,
o lo mismo, empuñando armas ajenas.
Alistados en prescindir de todo,
en el arte de escribir sin tener letras,
de llenar las ollas con escombros,
los caídos de góndolas repletas.
Ahí, en ese duro ingenio,
puede idearse con poco una receta.
La nueva teoría del derrame,
con gente desbordando por las calles,
y el fuego primitivo de la leña.
Así, como nacen algunos carnavales,
que terminan con gigantes en la quema.
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