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Capítulo I – El Despertar

Kharthiam

Jun 30, 2025

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Capítulo I – El Despertar
Nuevo concurso literario en quaderno

El día se abrió con un cielo despejado, pintado de azul intenso, mientras un soplo invernal llegaba desde los vientos, cubriendo un reino entero con su aliento helado.

Desde entonces, ha pasado tiempo desde que el firmamento fue testigo de una gran batalla colosal: un enfrentamiento en el que el brillo de la vida de muchos soldados se apagó, y sus almas partieron hacia el Érebo.

Fue una guerra inesperada, nacida del amor, la traición y la desilusión. Muchos fueron arrastrados; pocos sobrevivieron. Y quienes lo hicieron, fueron condenados al silencio por orden de la Gran Corona Real.

El invierno cubría cada rincón del reino con su capa blanca. Los colores que alguna vez existieron en los bosques vastos se habían desvanecido. Los caminos y senderos estaban fríos y vacíos.

En lo profundo de un castillo, un príncipe descansaba, resguardado, esperando su regreso.

Allí yacía él, sumido en un sueño profundo. Su cuerpo, aún rasgado y golpeado tras la batalla, permanecía inmóvil, con su traje intacto y su espada plateada a su lado.

De tez pálida por el frío, con el cabello negro, medio largo y ondulado, su rostro lucía sereno, como sumido en el estanque del eterno sueño. A su alrededor, esperaban en silencio aquellos que habían decidido quedarse junto a él hasta su despertar, mientras el crudo invierno lo envolvía.

Aquella noche, en lo alto del firmamento, la luna se alzó sobre el reino, iluminando todo a su paso después de tanto tiempo.

De pronto, entre los fríos bosques, una presencia avanzaba rápidamente, como un pez deslizándose entre las aguas.

Cuatro paladines —guerreros santos, diestros en el arte de la espada y bendecidos por un dios— desenvainaron sus armas, formando una muralla viviente en torno al príncipe.

A la distancia, bajo la luz de la luna clara, se distinguía una figura blanca que se acercaba con pisadas firmes, sin apenas hundirse en la nieve escarchada.

En un instante, estuvo frente a todos: imponente, sagrada.

Los paladines bajaron sus espadas y cayeron de rodillas. Faunos, ninfas y centauros hicieron lo mismo, bajando la mirada en reverencia.

Ante ellos se encontraba un ser celestial: un ciervo blanco, mucho más grande que uno normal, resplandeciente como la luna. Su belleza inmensurable escapaba a toda descripción.

Con paso majestuoso, el ciervo caminó hasta llegar junto al príncipe. Con delicadeza, retiró el velo invernal que lo cubría y unió su frente con la de él.

Entonces, ocurrió el milagro tan anhelado: el príncipe abrió sus ojos celestes y claros. La dicha embargó a todos los presentes.

El joven se levantó de su lecho, y las criaturas que lo habían custodiado se acercaron, jubilosas, para contemplarlo.

El ciervo lo miró, invitándolo a seguirlo. El príncipe observó a todos, sonriendo con tristeza por tener que decir adiós, aunque sabía que volvería… para reinar.

Montó sobre el lomo del majestuoso animal, que partió como pluma al viento. Atrás quedó su amado reino, mientras los bosques, senderos y caminos recobraban poco a poco sus colores verdaderos.

Atravesó los límites del reino de su madre, cruzando espesos bosques, hasta ingresar en su castillo sin ser visto.

Y allí, frente a él, estaba la Gran Reina.

Al verla, el príncipe cayó de rodillas. Clavó la mirada en el suelo, alzando su espada plateada al cielo. Entre lágrimas, habló:

—Han pasado ya muchas noches desde que no levanto mi rostro para ver su brillo golpear la niña de mis ojos.

Heme aquí, ante ti, tu príncipe pequeño, que regresa a tus brazos todo lastimado, sin capa ni corona.

De rodillas, aún heridas y sangrantes, te suplico que me acojas. Con lágrimas cristalizadas, te pido perdón por mi desobediencia… aquella que costó la vida de tantos valientes por culpa de mi grave error.

La Gran Reina bajó su espada, alzó su barbilla con dulzura y, con una sonrisa de bienvenida, lo abrazó sin medida, como quien recibe al hijo pródigo que vuelve arrepentido, buscando perdón para hallar la paz.

Dentro del gran castillo blanco se murmuraba sobre el regreso del príncipe, pero aquellas voces estaban prohibidas de llegar al pueblo por decreto.

Horas después, el príncipe se encontraba en el jardín real, sentado en soledad bajo la luz de la luna llena.

El silencio fue quebrado por la llegada de un paladín, que se acercó reverente, con una noticia urgente.

—Su alteza real, cuán feliz estoy de verlo de nuevo entre nosotros, de pie, después de tanto tiempo.

Lamento ser portador de malas noticias. Soy uno de los cinco paladines que sobrevivieron a la Batalla de la Colisión Dorada.

Tras lo sucedido, partí al alba en busca de su corona… pero hasta ahora no sabemos dónde ha quedado esa gran joya.

Los silfos fragmas, esos pequeños niños hada, aún no han despertado para ayudarnos.

El príncipe se puso de pie, y con voz firme ordenó una búsqueda silenciosa.

Así comenzó una nueva travesía. Y con ella, el peligro volvería a alzarse.

Kharthiam

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