Capitán.
Un fulgor recorre subitamente mi espina dorsal cuando tú, con la torpeza de un infante, miras tímidamente los míos ojos. Este rehuye de las oquedades oscuras que presenta mi cuerpo y nada velozmente hasta la superficie rojiza del palpitante corazón. Una vez escapa de dichoso fluído, agarra este el órgano y lo abraza con brutalidad (no sinónimo de violencia) y comparte así la calidez de su presencia. El corazón, envuelto en amorío, ordena al cerebro derretirse; no obstante, quién controla dicho cuerpo y ahora ha recibido órdenes de un inconsciente, intenta aferrarse con pies de plomo pues pretende ser firme y controlar dichos impulsos.
¡Oh, necio pensante! ¿No crees que sería más fácil dejar al corazón como capitán del navío y tú, que arruinas el romanticismo y nublas los sentidos, te quedas en tierra contemplado a la lejanía como parte dicha embaración?
No, no sabes llevar el timón. No mientas, tunante. Mientras tú pretendes dejar todo de manos de una brisa lejana que considera el amar como un desperdicio y la agonía como norma general, el rojo palpitante trae consigo una vibra sútil, pero constante, que crea melodías para mantener un ritmo apresurado hacia esta mía vida.
Una vez resuelto el conflicto de intereses (el corazón rigiendo la razón y el cerebro enjaulado como un rabioso animal) miro sus ojos ya encandilado y lo entiendo, lo comprendo: La amo. Yo la amo.
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