...
Estuve el otro día.
He vivido en Madrid durante años (perdí la cuenta como se pierde el tiempo. Vivir en una gran ciudad es desbaratar lo único que de verdad se tiene. Tiempo). Llevaba en la cartera, como un tesoro, un billete de metro, abono de diez viajes en el que me quedaban cuatro. Me dijo un operario que lo enmarcara como reliquia. Saqué un abono nuevo.
Madrid es el rebaño que se estabula solo, que se encamina sumiso al matadero. No se pasea en Madrid, se va a algún sitio. Hay prisa en todos los pasos, hay suspicacia, resquemor, miedo, en todas las miradas.
En el metro, un tipo hablaba por teléfono:
-"Todos tenemos problemas. Yo no tengo la culpa de que mi jefe esté de vacaciones. Dile que espere dos semanas. Yo ahora no puedo".
Colgaba y llamaba de nuevo. La cantinela se repetía con algún innovador aderezo:
-"Que no te ayude ahora no quiere decir que no te ame, que no te quiero. Dame su teléfono y yo le digo lo que hay. Que espere, que ahora no puedo".
Enterados todos los inquilinos del vagón, al fin se bajó en Estrecho ¿O fue en Tetuán?; el resto del viaje fue más en silencio. El vagón lleno de eso que llena todos los días los vagones de metro: Miradas al suelo, miradas a las pantallitas; a veces al cartel con literaio texto:
"Me pedís palabras que consuelen, palabras que os confirmen vuestras ansias profundas y os libren de angustias permanentes. Pero yo ya no tengo palabras de este género. Aceptáis mi silencio: lo mejor de mí".
Chantal Maillard.
Todos tenemos problemas.
Madrid solo es vivible porque la gente tiene una enorme dosis de conformidad.
Se hace sin pensar. Se sufre sin analizar. Se vive por inercia.
Fui a lo que fui, fuimos, y nos sobraba tiempo. No nos dejaron visitar la Biblioteca Nacional.
-Ha de tener usted el carnet de lector.
-¿Me lo puedo hacer ahora?
-Aquí no, esto solo es el control de accesos; y no creo que el trámite sea inmediato.
-Vivo lejos, vengo a Madrid con los abonos de metro caducados.
-Pregunte en...
-Déjelo. Ya veo que la cultura es también para la élite.
-Yo no hago las normas.
-Pero yo puedo dar mi opinión a quien no hace las normas, supongo, porque si espero a dársela a quien las hace, tendré que callar para siempre.
-Sí. Supongo.
-Que tenga usted una bonita y tranquila jornada.
Quería yo, con Diego, pasear las salas repletas de estanterías, madera noble, llenas de libros. Contemplar ese templo de la cultura. Pasearlo con admiración y respeto. Ver esas zonas de consulta de ejemplares, de lectura pausada, silencio; incluso se me había pasado por la imaginación pedir, como para leerlo, uno de mis publicados libros, quizás 'Tres mentiras', y comprobar que es verdad, que vive allí donde viven las palabras de Cervantes, de Quevedo, de Galdós, de Pío Baroja, de Mendoza, Regás, Lindo, Care Santos, María Dueñas, Sampedro, Millás... Si están, mis tres chiquillos, están como huérfanos.
Diego y yo tuvimos que irnos sin disfrutar de ese espacio. Es nuestro, como es de cualquier español, pero hay unas normas, unos requisitos. Seguridad y control. Como si a un lugar así, fueran a ir los vándalos.
Los ladrones no roban libros.
Hipómenes y Atalanta tiran del carro de la diosa de la agricultura que enmedio de Madrid no debe saber a qué dedicar su poderío. Acaso, por el gentío, aturdida por tanta bandera, todos sus esfuerzos los dedica a la fecundidad. A ningún sitio va el carro. ¿Qué harán con las bufandas?
La estación de partida, llena de gente que huye, al menos de gente que se marcha. Está como sin acabar, como descuidada, como si las personas que han de estar por allí un rato, no importaran nada. Es muy duro el suelo, pero no hay disponible otra banca.
Al fin, el aviso por megafonía. Al menos en el tren, el asiento es más amable. Por fin, llenos los huecos, iniciamos la marcha.
Largarse de Madrid es lo mejor de Madrid.
Fin.
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