Cansancio.

Hace tanto que no duermo que el cansancio que mi cuerpo alberga ha adquirido espacio propio en él. No recuerdo cuándo comenzó esto, pero sí cuando ha llegado al límite. 

Mi espalda duele con severidad, acompañada de un cosquilleo desagradable que vaticina la venida de un malestar mayor. Es como una especie de señal que siempre acierta en su llamado. Quizás sufre mi corazón en exceso y no permite al cuerpo descansar, forzando a este a ser destruido con una desagradable tranquilidad. Y si mi esqueleto cae como lo hace un edificio tras ser bombardeado, pues que así sea. No me resignaré, pues ser consciente de la debilidad de los cimientos sirve para reforzarlos -o para dejarlos caer-, y cuando lo hagan –que debe ocurrir–, utilizaré los restos para construir algo diferente, algo capaz de adaptar su piel a la cruel desgracia, que pueda abrazar sin demasiado esfuerzo al miedo y que no viva a la espera de la muerte -pues esta siempre llega. Lo hará-.

Hoy es un día distinto a cuándo escribí este primer fragmento, hoy mi cuerpo encuentra serenidad dentro del cansancio y, aunque mi estómago quiera vomitar el irrisorio malestar que se propaga inconmensurablemente por mi pecho, encuentra mi corazón cierta melosidad en este estado de desgana. Y me aterra. Me aterra que tome mi cuerpo esto como ley y decida no tomar descanso, pues llevo sin dormir con exactitud hará ya eones -¡Qué exagerado eres! ¿O no?- y esto me consume pacientemente.

Y así finaliza, pues da igual cuánto sufra mi cuerpo o cuán dañado se encuentre mi alma, deber se debe seguir sin importar las circunstancias.