Una noche, antes de dormir, imaginó lo maravilloso que sería poder cambiar a voluntad y correr, bajo un cielo repleto de testigos, sin preocupaciones; la llanura completamente verde de una ya entrada primavera, las hojas cayendo en un otoño naciente, el frio hijo del invierno. Quizá, incluso, estaría tirado panza arriba sobre el césped luego de beber en algún gélido lago de un lugar recóndito.
Sonrió ante estas ideas, él solo quería la libertad de volverse ese ser que a sus ojos parecía tan magnífico; si pudiera lograrlo, pensaba, jamás volvería a su forma natural y viviría hasta volverse un mito que perdurara tanto como los de los antiguos griegos.
Pensó también en lo enamorado que estaba de la luna y en lo dispuesto a perseguirla, noche tras noche; la contemplaría hasta lograr descifrarla con su racionalidad animal. La alabaría desde el pie de la montaña o sobre ella, le contaría quien era y sobre su cambio. A ella seguro le gustaría, significaba que sus protectores seguían allí.
La idea lo emocionaba de sobremanera, el cuerpo se le erizaba y la cama era testigo de las lagrimas que contenían la añoranza propia de un niño. De esa forma, sin abandonar su pensamiento, cerró los ojos y durmió.
Soñó aquella noche con su pelo negro y sus ojos color miel, con sus garras y colmillos, con su pecho erguido hacia el cielo y el viento acariciándole las sienes, con sus músculos tensos y sus patas, listo para correr. La sensación era tan real que por un momento intentó despertar, pero la calma, esa calma que no había sentido en años, reconfortó su corazón y las preocupaciones se disiparon.
Al llegar la mañana despertó una vez más en su forma de hombre. La jornada transcurrió, contaba los minutos, horas y segundos. Tanto se empeñó en vivir el día que se sorprendió cuando se encontró corriendo nuevamente sobre sus patas.
Vio allí un árbol tan grande que casi no podía creerlo, entonces, una canción lo atrajo; de pronto, estaba rodeado, eran de colores varios, al igual que sus estaturas y edades, no sabía cómo, pero podía sentirlos, como si sus palabras vibraran invisibles entre ellos, sentía el llamado. Había más como él.
Aprendió esa noche de alfas y betas, de sus antepasados, del origen de su especie; también del poder de la sangre, de los cazadores que los perseguían, como sobrevivir. Sin embargo, no le importaban los peligros, él se había prometido a si mismo que si el cambio era real, no volvería atrás.
Las fases lunares pasaban, noche tras noche, una parte de esa vida le era revelada, debía comprender la verdad de esa conexión: no era un juego ni un simple sueño como él pensaba, realmente había cambiado y debía decidir, hombre y animal, cuál sería el camino.
El plenilunio coincidió en ambos mundos, todo estaba listo; el cuerpo ya empezaba a dolerle al niño cuando cerró los ojos pidiendo por favor volver a soñar. Del otro lado, la manada se reunía bajo un árbol dador de vida, el cenit lunar estaba completo y la decisión había sido tomada. Uno a uno dijeron palabras inaudibles para el hombre, ciñeron una huella en barro sobre su frente y el alfa, más alto que cualquier otro, mordió sobre su hombro para sellar la unión entre un espíritu que toda su vida sintió la soledad y un cuerpo que sería el nuevo amante de la luna. De esta forma, en algún lugar de la tierra un niño traspasó el umbral de los vivos, mientras tanto, con unos ojos destellantes, un lobo se levantó sobre sus patas y le cantó a la luna como ningún otro había cantado.
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