Cancelame este fandom: sobre la cultura de la cancelación, el fanatismo y los límites del juicio moral
Jul 18, 2025

El caso reciente de la autora Ali Hazelwood, quien canceló su gira en Reino Unido y desactivó su cuenta de Instagram tras una oleada de críticas por decir que era Team Gale y que Peeta era un inútil, podría parecer anecdótico. Un malentendido, una exageración del fandom, una simple controversia pasajera en la guerra eterna de opiniones en redes. Pero no es solo eso. Es también una puerta de entrada para pensar qué estamos haciendo con nuestras formas de enjuiciar a los demás, especialmente cuando esa justicia viene disfrazada de corrección moral y se ejecuta bajo la lógica de la cancelación.
Hazelwood no cometió un delito. No hubo violencia, ni declaraciones discriminatorias, ni agravios personales. Dijo lo que pensaba sobre un personaje ficticio, en un tono distendido, entre colegas. Lo que vino después fue una tormenta: críticas masivas, mensajes hostiles, presión sostenida y un clima lo suficientemente hostil como para empujarla al silencio. Canceló presentaciones, cerró redes, se retiró de la conversación.
¿Cuándo cancelamos, y por qué?
En su origen, la cultura de la cancelación surgió como una herramienta legítima de visibilización: un modo de exigir responsabilidad pública cuando había violencia comprobada, abuso de poder o discursos de odio. Pero con el tiempo —y especialmente con la dinámica acelerada de las redes sociales— ese propósito se fue desdibujando.
Hoy, muchas cancelaciones no responden a hechos graves, sino a desacuerdos ideológicos triviales amplificados por la viralidad. Se cancelan libros por no cumplir expectativas y autorxs por elegir al “personaje equivocado”. La herramienta pasó de ser defensa a convertirse en castigo preventivo.
El abogado Ken White y el autor Greg Lukianoff lo definen como un “instinto sin control”: una reacción visceral, reforzada por algoritmos, donde un comentario trivial puede escalar hasta convertirse en sentencia pública.
Ficción ≠ ideología: cuando opinar también es un problema
El caso Hazelwood toca una fibra particular: la imposibilidad de disentir incluso en el terreno de la ficción. ¿Qué tan frágil es nuestra forma de vincularnos con las historias si una opinión diferente activa mecanismos de exclusión? ¿Desde cuándo elegir un personaje ficticio equivocado puede volverse una falta moral?
No es nuevo que los fandoms tengan zonas de lealtad rígidas. Lo preocupante es cómo esa lealtad se transforma en fanatismo incapaz de procesar diferencias. Porque lo que molesta no es solo lo que se dijo. Molesta quién lo dijo, desde qué visibilidad, y qué capital simbólico tiene para decirlo.
Desde la sociología de Pierre Bourdieu, podríamos leer esta dinámica como un ejemplo claro de cómo opera el poder simbólico: ciertos grupos con capital moral determinan qué discursos son aceptables, y sancionan a quien se sale del guion. El fandom actúa como tribunal moral, con sus propios códigos de corrección, altamente eficaces aunque no institucionales.
De la crítica al castigo: linchamiento blando
La cancelación no funciona como una crítica, sino como una forma de exclusión pública. No busca debate, busca corrección y, muchas veces, eso se traduce en silenciar. En hacer que alguien desaparezca del espacio digital por el simple hecho de no coincidir con la opinión dominante.
No hablamos de figuras impunes evadiendo responsabilidades. Hablamos de autoras, artistas, personas comunes que comentan algo que no va con nuestras creencias. Ante eso, la respuesta es inmediata: sin redes, sin giras, sin voz. Todo en nombre de una justicia que, cada vez más, se parece al miedo a disentir.
Este mecanismo refuerza una lógica peligrosa: solo es justo lo que nos resulta cómodo. Solo se permite lo que todos aprueban. Pero si un comentario sobre un personaje ficticio puede derivar en la pérdida de espacios profesionales y sociales, ya no estamos hablando de debate. Estamos hablando de control.
Como señala Jon Ronson en So You’ve Been Publicly Shamed, la cultura de la cancelación tiende a etiquetar de forma simplista y definitiva: convierte un comentario mal recibido en un juicio moral que cancela matices y destruye reputaciones. Una vez que alguien es “problemático”, queda fuera del juego. Y, como advierten Lukianoff y White, esto alimenta un clima de autocensura y hostilidad que limita el pensamiento crítico.
¿Qué defendemos cuando cancelamos?
No toda crítica es cancelación. No todo desacuerdo es censura. Pero cuando la crítica viene acompañada de hostigamiento, boicots y demandas imposibles, ya no estamos hablando de justicia social. Estamos hablando de vigilancia moral.
Y entonces vale preguntarse:
¿Qué estamos defendiendo cuando pedimos castigo por opiniones personales sobre personajes ficticios?
¿Qué tipo de justicia construimos cuando eliminamos toda posibilidad de diferencia?
¿Queremos diálogo, o queremos tener razón?
Cancelar no siempre es justicia
La cancelación cumple un rol cuando se trata de poner límites a discursos y acciones violentas, pero cuando se convierte en un reflejo automático ante cualquier diferencia, pierde su poder político y se transforma en una forma de exclusión.
Ojo: no es lo mismo decir que las personas asexuales no existen o que las personas trans no tienen derechos (cof cof, J.K. Rowling), que opinar que un personaje ficticio es inútil. Lo primero agrede directamente a sectores vulnerabilizados. Lo segundo es una opinión sobre una figura que no existe y, por ende, no puede ser herida. Confundir ambas cosas solo diluye la fuerza de las verdaderas luchas sociales.
Ali Hazelwood no hizo más que decir que le gustaba Gale, y eso fue suficiente para activar los mismos mecanismos que se reservaban para quienes ejercen violencia real. La desproporción debería alarmarnos. No por ella en particular, sino porque todos merecemos un espacio donde disentir en trivialidades no sea un delito.
Porque si no podemos tolerar que alguien no elija a Peeta, ¿qué haremos con quienes realmente piensan distinto?

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