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El viejo sin mar.
Ha habido tiempos y civilizaciones, al menos clanes, en los que los viejos eran venerados por ser viejos; eso ha sido así porque la vejez conlleva un bagaje de vida, experiencia, conocimientos, sabiduría; y porque sin los viejos -jóvenes fueron-, no habría otros que lleguen a serlo.
Hoy la vejez es cosa solo de viejos. Al resto no le importan los mayores; son, acaso, un estorbo para la familia, una molestia en el transporte, un gasto para el Estado, un trabajo para la Sanidad. Los viejos, aparte de eso, son seres invisibles. No interesan, no aportan, no cuentan.
Decirlo desde la antesala de esa realidad es duro para mí mismo. Yo, viejoven aún o ya, no cuento para las damas bellas, no cuento para el deporte, para el baile; no cuento para ningún escenario.
Los niños me ven lejano. Los jóvenes me ven obsoleto. Los no tan jóvenes, un proceso. Los iguales, que se engañan, aún me consideran válido para algún rato y algún trato. Yo me aparto de todo eso.
Asumo, incluso antes de tiempo. Y lo hago en defensa propia, pues ya no me apetece seguir no siendo viejo. Es muy cansado el juvenil trasiego. Y me duelen cosas.
Y me duelen cosas.
Ser viejo es un desastre, por mucho que se intente dorar con pan de oro, con viajes del IMSERSO, con homenajes o soplar una tarta llena de velas. La vejez es la enfermedad del tiempo.
No le veo la gracia a esto.
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