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Desviarse del camino de cemento y perderse en el pasto. Descalzarse y caminar sintiendo el verdor dulce y tibio en los dedos del pie.

Quizá, haya que detenerse un poco en ese recorrido impuesto, ese nacer, crecer, estudiar, trabajar y morir; donde lo único importante son logros superficiales y vacíos: buscarse en los lujos vulgares (autos caros, joyas, mansiones, etcétera), el ocio interminablemente podrido, las mujeres u hombres baratos (y no, no hablo de prostitución, carnicerías móviles, y ese tipo de cosas, más bien refiero a lo barato de la superficialidad, esa gente que se queda y se aferra a lo visual, al intento de lo hegemónico, al falso amor tan frío, interesado, a esas bolsas de personas completamente vacías) y demás.

Detenerse en cualquier punto, mirar y pensar sobre este cemento viejo, replantearse los pasos de estas zapatillas ultra promocionadas, mirar a un costado tímido que nos reclama con amor, mirar el verde pasto, lanzarse a él con pies desnudos, sentir la tierra en el caminar. Y caminar como a uno le plazca, pasos cortos o largos, derecho o en zigzag, correr o caminar, de espaldas, de frente, de costado, y claro, tropezar, la herida la sangre y al final una sonrisa al estrellarse, reírse de uno mismo y de la vida, recostarse por un rato y ver el cielo, recapacitar y buscar entender la caída para después levantarse y seguir (pero nunca acostumbrarse al suelo, y soldarse a él en ese confort, renunciar al confort).

Al compás de este camino sin camino, esta pequeña libertad, ir creando cimientos, construcciones propias, empaparse de vida, hasta llegar al final para sentir la tierra una última vez, poder ya sentarse, cansados de tanto vivir, sentarse y lanzar los ojos hacia lo pasado, vislumbrar los cimientos que solo fueron eso, los pasos ebrios y rectos, los tropiezos y pozos, y por último todo lo construido, por última vez apreciarlo todo, toda la extensión del gran pastizal, el placer de abandonar el cemento cementerio.

Y ya observado todo, recostarse boca arriba, mirar el cielo oscureciéndose, a la par que el sol se sienta en el horizonte sorbiendo el último trago de luz, dándole paso a la luna que extenderá sus níveas manos para acariciarnos la frente y cerrarnos los ojos.

Javier Fernando Coniglio

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