Camino
Luego de un breve descanso retornó al camino polvoriento. El final de la jornada, agobiante y extensa, era anunciado por los vespertinos colores que anticipaban las primeras sombras nocturnas. Caminó unas leguas más hasta que el camino desapareció en la oscuridad. Se orilló y se dispuso a pernoctar bajo la gastada copa de un árbol de tronco acodado y ramas torcidas. Sentado de espaldas al tronco, comió la última porción de tortilla rescoldada, bebió el último trago de agua de su pequeño odre de cuero y se encomendó al cielo para que lo guardase de limosneros y salteadores de caminos. Luego, cobijado por la densa negrura se dispuso a dormir. Su sueño fue entrecortado, brusco, asaltado por destempladas imágenes inconexas de espinosos y retoñados maderos que obstaculizaban un áspero y polvoriento sendero. Despertó con el cansado canto de los últimos grillos y se aprestó a volver al camino. Al rato, retomó su marcha hacia el pueblo. Las primeras casas surgieron con el sol tallando a la mitad del firmamento. Al entrar al poblado percibió el silencio sepulcral y la total ausencia de gente. En ese momento asumió su torpe situación de forastero. Con pasos inciertos se internó en el desamparado caserío, hasta que un lejano vocinglerío lo guio hacia la hormigueante multitud. A fuerza de empellones se ubicó en primera fila, donde observó cómo, con pasos vacilantes, una extraña figura se acercaba por el sendero. Quiso observarlo con detenimiento, pero el brusco tirón de cuatro brazos lo depositaron en el medio del camino.
- ¡Ayuda al terrorista! -, le ordenó el soldado, señalando hacia donde se encontraba el arrumbado madero.
Aturdido, levantó el tronco, y comenzó a andar con dirección a la colina cercana. Desde su posición solo podía ver los torturados y sangrosos pies que sobresalían de la roída toga, y pensó qué acto terrible habría cometido aquel desconocido para recibir semejante brutal castigo. Ahora el madero le pesaba. Intentó recuperar el aliento y el aire calcinante lo ahogó por dentro. Casi llegando a la colina, derrumbado, arrojó el madero al suelo. Cuando se irguió pudo apreciar la extravagante y morbosa liturgia: gritos, risas escarnecidas, los preventivos mamporros que repartían los soldados aquí y allá. Entonces observó al dueño del madero: observó su arrasada humanidad, observó su rostro de animal agonizante, observó su cuerpo cribado de cuneiformes heridas rojas, su toga cubierta de sangre y las puntiagudas espinas retoñadas en su cabeza. En ese momento el desconocido lo miró con resignada mansedumbre, y una sensación de profunda y dolorosa misericordia lo inundó. Al mirarse en la beatífica profundidad de los ojos de aquel extraño, supo, sin comprender, que era el privilegiado testigo del nacimiento de una revolucionaria semilla que germinaría en el delirante y amargo follaje de los tiempos por venir.

Roberto Dario Salica
Roberto Darío Salica Escritor de Córdoba, Argentina. A la fecha, ha publicado cinco libros, uno de cuentos para niños, poemas, relatos de la infancia y de relatos fantásticos.
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