Cuando dejé de escribir en el pizarrón y le di la espalda, quise escrutar en los ojos de mis alumnos si venían siguiéndome, considerando el nivel de extenuamiento que parecía haber en el ambiente. Como supuse, sólo una mísera parte de ellos supo devolverme el tipo de mirada que buscaba, por lo que decidí frenar ahí y pregunté si alguien tenía alguna duda. Ahí sí, al preguntar eso, la totalidad del ganado pasivo se despabiló y comenzó a guardar, a sabiendas de que aquel comentario era el eslabón previo a que nadie respondiese y, como corolario, la clase estuviese terminada. Cuando se fueron todos, salí también del aula y fue recién ahí cuando caí en la cuenta de lo oscura y encapotada que estaba la tarde. Miré la hora y me sorprendió el hecho de que fueran las seis y media. Había terminado la clase bastante antes de lo habitual sin haberme dado cuenta, pero pese a la sorpresa que me produjo aquello, hubo algo más que me sustrajo por completo de aquella equivocación, porque, al ver las agujas, mis ojos también se toparon con la fecha que corre al lado de las manecillas y, por ende, hice la conexión mental entre el día que era y vos, dado que se cumplían diez meses de la última vez que habíamos hablado.
Sobrevino a mi mente esa tarde, como si el frío corriendo por los pasillos de la facultad fuese la representación exacta de cómo había sido aquel encuentro, con vos pidiéndome que no te insistiera más, que la cosa terminase ahí y que fuéramos capaces de sembrar distancia, porque sería nomás cuestión de tiempo y aunque estuviésemos desacostumbrados aprenderíamos a estar solos. Intenté sacarme de encima ese rejunte de imágenes desvaídas que implacablemente me remitían a vos, pero después de haberme quedado hablando con uno de los bedeles fuera de clase y haber enfilado por los pasillos, al bajar las escaleras vi de refilón la boca del subte y la plaza atiborrada de gente al otro lado de la avenida. Cuando puse un pie en la calle decidí que no me lo tomaría. Mejor nomás, por ser el día que era, iría hasta el tren caminando.
Desde que comencé a hacer este tipo de asuntos —este tipo de asuntos le digo a volver caminando por las calles que vos vivís— me ha resultado mucho más fácil volver a los tiempos en que anduvimos por aquellos lugares tomados de la mano. Lugares que hoy transito de modo subrepticio y casi que de soslayo son el motivo de porqué los llamo “este tipo de asuntos”, ocultando con disimulo lo frágil que me vuelvo al pensar en vos, aún desde la distancia que has sabido demarcarme. Uno aunque se sepa vulnerable intenta no permitirse serlo, o al menos no aparentarlo, para tratar de eludir al abismo con el que se encuentra al comprenderse de ese modo.
Algunas semanas después de que me hayas cortado bajo el expreso pedido de que no te hablara más, comencé a sentir que algunos recuerdos se me estaban empezando a difuminar, sobre todo en aquellos asuntos ligados a tu personalidad. El mayor de mis miedos era que con el paso del tiempo todo se me tornase falso u equivocado, llegando al punto de idealizarte, extendiendo la arquetípica distancia entre quien lo hace y quien lo padece, con la realidad alterada como único separador de ambos polos. Fue así como, una tarde en la que salí de dar clase y el subte desde temprano corría atrasado, decidí volver caminando, habiendo premeditado que entre la facultad y la estación se encontraba el barrio donde vos toda tu vida viviste.
Me sorprendió cómo de cada lugar preservaba un recuerdo puntual, que me daban su pauta de inmortalidad al pasar por al lado y constatar que allí, al igual que en tantos otros lugares más, había sido lo suficientemente inocente para siquiera llegar a pensar que existía la posibilidad de encontrarme a mí mismo, años después, al otro lado de la vereda contemplando la soledad. El café de Corrientes y Figueroa, al que fuimos después de tu primer día de laburo para festejar. La pizzería de Mario Bravo, donde comimos la pizza más fea de la historia, porque me quise hacer el estético pidiendo una pizza de choclo. La esquina de Bulnes y Lavalle, el lugar exacto donde nos vimos por primera vez, con vos recién salida del teatro con tus amigas. “Sos un melancólico del tiempo” me dijiste una vez, criticando con matices la cantidad de veces que acostumbro a volver en él. Vos a diferencia de mí siempre has sido todo lo contrario. Siempre para adelante, bajo la premisa de que nada puede ser cambiado. Imaginate vos, si solías criticármelo cuando estábamos juntos, cómo serán las cosas ahora, a solas, sin terminar de entender los motivos de porqué de un día para el otro decidiste dejarme luego de años, tomando una repentina distancia glacial, de respuestas lacónicas y explicaciones escuetas. Es al día de hoy que no logro entenderlo. Será que soy alguien así, alguien demasiado encapotado en sus pensamientos, en su mundo interno, que ahonda en profundidades que para vos siempre han sido un vaso de agua. “Es que tenés mucho aire” me decías “demasiado”. Y eso, según los astrólogos, conduce a suponer que por ende carezco de los otros tres elementos. “Vivís en el mundo de las ideas y no tenés los pies en la tierra”, como si a fin de cuentas la vida para vos fuera un juego de suma cero donde tenía que pagar con mis deficiencias restantes la excesiva cantidad del componente que Dios o los astros —o vaya a saber uno quién— me habían otorgado.
Jamás llegué a pensar, aquella noche, que te encontraría como lo terminé haciendo en mis sueños. Fue tan inesperado todo, que recién el día después, al amanecer, pude percatarme de todo lo sucedido. Había soñado que volvíamos a estar juntos y me daba cuenta por cómo me mirabas que estábamos nuevamente de novios, por tu modo, por tu sonrisa, por tu indeleble calidez. De todos modos no podía dejar de resultarme desolador lo efímero que había sido aquel sueño, porque esa explosión que nunca me permitió entender dónde estaba, repentinamente hizo que todas sus partes dejasen de ser al salir de aquella maldita jurisdicción, tan cercana e íntima como incomprensible y frustrante.
Entonces esa mañana, cuando me subí al tren, decidí hacer exactamente lo mismo que la noche anterior, bajo la necesidad explícita de tentar al destino y volver a encontrarte mirándome así. Es que todo había sido tan fugaz, tan huidizo, pensaba en el tren, viajando en un vagón mucho más atestado que en los que suelo viajar producto de haber salido casi dos horas antes de mi casa. Tenía la necesidad de volver a verte, pero volver a verte de ese modo, como durante todos los años en que estuvimos de novios en los que tu esencia parecía tener una genuina devoción hacia mi persona. Para ver tus externalidades, tu cuerpo de carne y hueso, sé que puedo ir a tocarte el timbre ahora o en cualquier momento. No tengo ganas, ¿de qué me serviría? Sólo para verte abriéndome y reconociéndome, y por ende cambiando todas las facciones de tu rostro al constatar quién está al otro lado de la puerta, entornando tus cejas y opacando las luces de tu semblante, mientras me preguntás qué quiero, porqué estoy ahí, procurando tomar una postura hostil, sin siquera soltar el picaporte, haciéndome marchar por el precipicio de que exista la posibilidad de que me cierres la puerta en la cara. Entonces esa tarde terminé la clase media hora antes —esta vez adrede— y volví sobre mis pasos. Desanduve caminos y agregué nuevos rumbos, pero siempre por los lugares que habíamos caminado juntos, a sabiendas de que estaba atrasando aún más la vuelta a mi casa, porque después de las nueve el tren, en vez de salir cada diez, empieza a salir cada veinte minutos.
Esa noche no soñé con vos. Más bien desperté en blanco al día siguiente, preso de la inquietud de encontrarte nuevamente en mis sueños. Pero no, aquella noche fue una más del montón, donde fui incapaz de retener recuerdo alguno de lo sucedido entre medio. ¿Y si nunca más volverías a mí? Me preguntaba, ensanchando con preguntas del estilo el océano de mis inquietudes. De todos modos, entre tantas intrigas, algo que sí comprendí fue cómo las esquinas y las calles tienen nombres propios y con qué facilidad logran apropiarse de alguna persona o de algún recuerdo particular. Sobre todo porque no estoy tan seguro de que alguien pueda ir y ponerlos a su medida; más bien creo que la vida es la que va y se los pone a uno. Se los coloca ahí, en el centro de su mente, independientemente de la cantidad de años que puedan llegar a pasar, porque mi vida con vos o sin vos podrá seguir transcurriendo, pero dificilmente vuelva a suceder en esas mismas calles. Es por eso que siempre que se crucen Bulnes y Lavalle ese encuentro llevará tu nombre y, cada vez que me sitúe ahí, me será imposible sustraerme del recuerdo de cómo me mirabas cuando me querías.
Luego de aquella noche fallida, continué bajo la quimérica suposición de que caminar tus calles me terminarían remontando tarde o temprano a vos. Fue por eso que aquella mañana volví a hacer lo mismo, desconociendo mi destino, que con el paso de los días me diría que todo habría sido un fracaso y que de nada serviría el encadenamiento repetitivo de aquellas caminatas. Recién tuvieron que pasar algunas largas jornadas para que me diese cuenta, rendido ante la evidencia de que había recorrido un barrio durante días que ya no tenía nada más que ver con mi vida.
Es por eso que ayer, cuando miré el reloj y me percaté que hacían, exacto, diez meses que nunca más supe de tu vida, pensé que volver a tus calles serían un grato modo de recordarte, con el agregado de que como hacía tanto tiempo que no lo hacía, quizá, ¿quién sabía?, podría llegar a encontrarte. En mis sueños o en persona, algo que por un lado descartaba pero por otro lado no dejaba de intrigarme. Ni bien salí de la facultad doblé a la izquierda por Córdoba y fui bajando hasta la bifurcación donde nace Estado de Israel. Ahí torcí a la izquierda y me adentré en las arboladas calles del barrio de Almagro. Pasé por el café, por la pizzería y hasta tuve un nuevo recuerdo, donde estábamos sentados en el cordón de la calle comiendo un pancho después de haber salido con mis amigos. De todos modos, no tuve la posibilidad de adentrarme en él, porque en la esquina de Gascón torció Mariano y, al verlo, me percaté de que hacía muchísimo tiempo que no lo veía.
Ni bien dobló nos reconocimos y antes de llegar a su encuentro me fui preguntando cuándo nos habíamos visto por por última vez. ¿Más de una década? No supe responderme. Ni bien nos saludamos, entendiendo lo extenso que era el segmento que dividía nuestro precedente, le pregunté qué había sido de su vida (comodidad de la cual minutos después me terminaría arrepintiendo). Era ingeniero, tenía dos hijos y estaba esperando el tercero. Vivía por acá, y al parecer estaba contento con eso porque le quedaba cerca de la casa de los viejos y también de donde montamos nuestra infancia antes de que yo me mudara. Aunque eso de la mudanza es medio verso, porque es al día de hoy que me sigo viendo con amigos de capital. Pasa que como él nunca fue de nuestro grupo, con los años le terminé perdiendo el rastro; y eso que supo ser uno de mis mejores amigos de la infancia.
—¿Y vos?, ¿qué andás haciendo por acá? No te veía por estos pagos… —me dijo, lo que me hizo entender que las balas volverían, justo una tarde en la que caminaba por Almagro flojo de papeles.
—No, es que vengo de Económicas —le dije. —A la tarde estoy dando clase ahí y ahora me estoy yendo a tomar el Urquiza.
—Ahh… mirá… —me dijo, con un dejo de insuficiencia, de insatisfacción. —¿Y siempre venís por acá caminando? Digo… porque tenés el subte, ¿viste?
—Ahh… sí sí —le respondí, entendiendo el motivo de su duda.
—Yo te digo por vos, nomás, ¿eh?… Porque supongo que perderás un tiempazo yendo y viniendo caminando.
—Sí… es que a veces está bueno, igual, ¿viste?… caminar un poco…
—Sí… es cierto —me dijo, levantando sus hombros, no del todo convencido.
Una moto pasó con el escape cortado y detrás de ella un colectivo exigiendo sus revoluciones, imposibilitando seguir la conversación en un volumen normal. Mariano quiso decirme algo más y alzó la voz para que logre escucharlo.
—Che… hace un tiempo lo vi Julián y justo hablamos de vos. Me contó que seguías con Euge, yo no lo podía creer —me dijo, casi que riéndose. —Te juro que me sigo acordando del día que se pusieron de novios. ¿Qué onda eso? ¿Seguiste de novio… te casaste? ¿en qué quedó?
Fue exactamente ahí cuando me arrepentí de haberle hecho esa maldita pregunta capaz de abrir todos los panoramas de la existencia de alguien. “Contame vos, ¿qué es de tu vida?”. Una llave que hablita todo y, como contrapartida, toda devolución de pregunta. Estaba al caer. Como cuando estás en la cancha y percibís que hay algo en el ambiente. Algo. Algo que no sabés llamar. Algo que envuelve a todo el marco, a los jugadores, a la gente, a los huecos en las tribunas, al cielo nublado y a los edificios que están más allá, al otro lado de las gradas. Algo indescriptible, pero que cuando lo captás te das cuenta que no deja de sobrevolar, aunque lo quieras negar, con un profundo augurio de tragedia. Porque quizá no sea este córner ni el que venga, ni tampoco esa jugada en la que el central vaya a cerrar mal cuando te vuelvan a venir de contra, pero vos sabés que en algún momento te están por embocar. Y cuando sí, cuando ello ocurra, cuando los tipos estén todos juntos abrazándose a la altura del córner y mientras tanto los tuyos se busquen con la mirada, cabizbajos, queriendo encontrar las repuestas, vas a sentir que el destino estaba escrito y lo que acontece frente a tus ojos era inevitable.
—No, no —le dije, negándole con la cabeza, como si gesticulando queriese compensar mis insuficiencias locuaces. —No seguimos más.
—Ahh… —me dijo, ahora entendiendo. —Perdoná, la verdad que no sabía.
Después seguimos hablando, pero de bueyes perdidos, entendiendo que el fogón de la amistad que supimos tener no era más que una llamita incandescente, aún sostenida frente al avance del tiempo por los recuerdos que aún caben en nuestra mente, y son el motivo de que quince años después de haber jugado al fútbol en cada recreo, frenemos al vernos en la calle y charlemos un rato, como modo de reivindicar u homenajear a esos benditos momentos de nuestra vida. Porque si sólo me quedase con el hoy, Mariano es para mi un foraneo, un sujeto de antaño que sólo me sirve para medir la distancia que separa al pasado —a nuestro pasado, a ese pasado específico, imborrable y perpetuo— de la actualidad, que a diferencia del otro no tiene la potestad de excluir actores y separar a los hechos entre sí.
Nos despedimos afectuosamente y lo vi seguir su camino, a diferencia de mí que no supe a dónde ir. Caer en ello me impactó sobremanera, con él despidiéndose, caminando en una dirección, y yo mirándolo a la pasada, cavilando si en verdad ya era hora de volver a mi casa. Me sentí un estúpido, más por el vacío que sentí al despedirlo que por estar donde estaba. Porque yo sabía que podía bajar unas cuadras hasta Corrientes, tomarme el subte y terminar con esa historia. Pero el vacío, esa sensación de no saber qué hacer, el estar frente a uno mismo y no encontrar las respuestas, era algo que no podía sacarme de encima. Y el tema con eso de no encontrar respuestas no es, quizá, el hecho de no encontrarlas y estar a la deriva, sino en verdad la ansiedad existencial que te corroe al pensar durante cuánto tiempo será que vas a seguir así. Hasta cuándo será que seguirás sin encontrar las respuestas y cómo, mientras tanto, vas a atravesar todo aquello, si lo que te pasa es que no tenés las putas respuestas.
Despedir a Mariano me transformó en un huraño. Verlo irse así como se iba conmigo ahí, estaqueado, hizo que me diesen ganas de huir de allí y no volver nunca más, porque él sin saberlo me ayudó a concluir que yo no era más de aquel lugar. Bajé entonces en dirección a la avenida y cuando llegue a Humauaca creí verte. La miopía que tengo desde la noche de los tiempos me imposibilitó determinarlo, pero al menos pude apreciar que esa persona tenía el rodete idéntico al que usás y tu pose que siempre fue más allá de las piernas torneadas, delgadez y finura, avanzando por el otoño de Buenos Aires. Crucé la calle y pensé en seguirte, pero al verte alejándote por la mitad de la cuadra, entendí que de nada serviría, dado que todo sería obvio: me mirarías apáticamente, con tus labios gélidos e inalcanzables, y permanecerías así, con el seño fruncido, inquisidor a contener cualquier tipo de emoción.
Tras entenderlo —aún con la duda de si eras vos o no— llegué a la conclusión de que estuve buscando durante todo este tiempo momentos de mi vida que ya no existen más y que, además, se han hecho trizas a la luz de los hechos. Es justamente ahí donde se encuentra la paradoja de todo. Porque si uno busca algo es porque supone que ello existe y, aunque todavía me cueste aceptarlo, tampoco soy tan necio para no entender que lo nuestro no existe más. Posiblemente en eso, en esa búsqueda, en esa insistencia latente, se haya camuflado mi ilusa esperanza de que todo vuelva a ser como antes. Es por eso que no me sirve de nada vernos, no me sirve de nada encontrarnos, porque me demostrarías sin atenuantes que ya nada es como antes. Que soy yo nomás el iluso que anda por la vida buscando momentos que se encuentran socavados en una lápida. Quizá me dé cuenta definitivamente de ello el día que te encuentre por estas calles y, al mirarme, me congeles con tus ojos. Ahí, exactamente ahí, no tengo dudas de que todo estará terminado.
Mayo 2025.
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