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camila

ramiro#32

Aug 18, 2024

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camila
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Ella se recostó sobre la hierba seca del jardín. Con los niños al cuidado de la criada, por fin pudo respirar tras días de encierro en la casa, atrapada con ese hombre. Sus manos jugueteaban con los restos de una naturaleza que, bajo su descuido, agonizaba lentamente—igual que ella. A pocos pasos, se alzaba la enorme casa de varios pisos, construida con madera robada de los árboles y con la sangre de los obreros, tantas vidas sacrificadas para una familia que nunca la disfrutaría. Las risas de los niños flotaban en el aire hasta llegar a sus oídos, obligándola a cubrirlos.

Él le había robado tantos años de su vida, obligándola a crear más vida. La mujer lo odiaba con una furia muda, deseando su desaparición. Fantaseaba con que el destino, en un raro acto de justicia, lo apartara de su camino. Que en su trayecto al trabajo fuera devorado por la nada, o que uno de sus compañeros, igual de miserable que él, decidiera acabar con su existencia de un tajo. Quizás, si la suerte o Dios, en una rara conjunción, se dignaban a ser benevolentes, él moriría en el sueño, sin darse cuenta, sin sufrimiento. Pero no, eso era demasiado fácil, demasiado limpio. Ella quería más. Anhelaba verlo despertar cada día en medio del mismo infierno que la consumía a ella. Quería que sus mañanas fueran tan miserables como las suyas, plagadas de esos cánticos incesantes. Voces que no cesaban, que reclamaban, exigían, clamaban por su presencia. Esos murmullos insaciables, voraces, la devoraban lentamente.

¿Cómo era posible que ella, una joven apenas de veintidós años, recostada bajo el sol de la siesta, con su tibieza acariciándola, se viera atrapada en estas fantasías de muerte? ¿Cómo podía ser madre de esas criaturas insaciables, esas pequeñas bocas que nunca parecían tener suficiente? Ellos la agotaban, la consumían, la drenaban. Siempre querían más y más, mientras ella se marchitaba, como una flor arrancada de raíz.

Camila tenía quince años cuando fue vendida. Su madre, desesperada por el hambre de sus hijos más pequeños, la entregó al primer hombre que tocó la puerta. Aquel hombre, con sus cuarenta y siete años, deseaba una familia numerosa. Pero no amaba a los hijos, sino la idea de los hijos: la ilusión de compañía, la certeza de la posesión. Camila, apenas una niña aterrada y sin opciones, trajo al mundo a su primer hijo a los dieciséis. Seis hijos más la desgarraron por dentro, y un séptimo ya amenazaba con arrancarle lo poco que le quedaba de cordura.

Cada embarazo la empujaba un paso más hacia el abismo. Después de cada parto, sentía cómo su alma se encogía, volviéndose diminuta, como una rata o una cucaracha. Estaba podrida. La tristeza y la ira se enredaban en su pecho como esas enredaderas que colgaban de esa fantasía de casa en la que habitaba. A medida que su cordura se desvanecía, crecía en ella el odio hacia el hombre que la había comprado. Pero más que odio, sentía una pena desgarradora por sus hijos. No los amaba. Sabía que no había castigo más cruel que crecer sin el amor de una madre.

El llanto de sus hijos era un tormento constante, un algo que la enloquecía. En esas noches de gritos agudos, el deseo de cortarse las orejas para acallar sus lamentos la consumía. Eran cánticos orquestados por demonios disfrazados de ángeles, insaciables en su demanda de una atención que Camila ya no podía darles. Los miércoles por la tarde, cuando la iglesia yacía desierta, se arrodillaba frente al Cristo de madera, imponente y con un rostro tan triste como el suyo, rezando en un silencio que apenas contenía su desesperación. Sus súplicas eran siempre las mismas: que ella muriera, que él muriera, que sus hijos murieran, que todos murieran. Cualquier cosa, con tal de escapar de esa trampa que había devorado su vida.

La falsa viuda, la llamaban en aquel pueblo de sinvergüenzas y ladrones, porque siempre caminaba con su vestido verde, cara triste y ese velo oscuro que ocultaba su rostro, como si estuviera de luto por algo que solo ella comprendía. Los murmullos la seguían como un cortejo de fantasmas, susurros de condena que la reducían a un vientre, a una incubadora. Camila los escuchaba, y la ira dentro de ella crecía, deseando arrasar con todo, incluso consigo misma.

Con el séptimo hijo a punto de nacer, los pensamientos oscuros y esa tristeza volvían, dejando un sabor metálico en su boca. Sabía que el parto era inminente. Aquella tarde, recorrió el pueblo con su atuendo de misa, y una vez más, se arrodilló en la iglesia, rezando con una intensidad que dejó marcas en sus palmas. Al regresar a casa, le pidió a la criada que se marchara. Luego, preparó la comida para sus hijos, los bañó, y los ayudó a rezar. Finalmente, les pidió ayuda.

—Por favor, hijos. Ayuden a su madre a subir al altillo.

Subió las escaleras con ellos, sintiendo cómo el líquido espeso y tibio, se escurría por sus piernas, empapando los escalones. El altillo, ese santuario donde el sol, filtrado por los vidrios de colores de esos vitrales que tanto amaba, pintaba las paredes blancas con sombras de arcoíris. Camila amaba la frialdad del suelo; esa frialdad que era su ancla a la realidad cuando se perdía en esos sueños vividos de escape.

Se recostó en el piso, rodeada por sus seis hijos, esos pequeños cuerpos que formaban un círculo perfecto a su alrededor. Las contracciones la asaltaban con una fuerza brutal que la dejaban sin aire, olas que la arrastraban al borde de la inconsciencia. Pero en su mente algo se iluminó, un destello oscuro que le daba algo de esperanza: lo que tanto había pedido estaba por cumplirse. Ellos serían liberados. Él iba a sufrir. Y ella, finalmente, encontraría el descanso que tanto deseaba.

Con las fuerzas que apenas le quedaban, Camila encendió un fósforo y lo dejó caer en el líquido que emanaba de sus piernas. La llama se encendió al instante, con un hambre voraz, y su sangre, cargada de rabia y tristeza, ardió como si fuera combustible.

Las llamas se extendieron con rapidez, revelando la verdadera naturaleza de la casa: el infierno mismo. El calor del fuego se mezclaba con el dolor del parto, y sus gritos, desgarradores, se fusionaron con el crepitar de la madera que cedía. En medio del humo y las llamas, Camila parió. El séptimo hijo llegó al mundo en medio del caos, y mientras la casa se derrumbaba a su alrededor, sintió una paz que nunca había conocido.

Los abrazó a todos, sus seis hijos y al recién nacido, mientras el fuego los consumía. Y en ese último instante, antes de que todo se convirtiera en cenizas, supo que la muerte, esa vieja terca que se negaba a visitarla, finalmente les había ofrecido el descanso que el mundo les había negado.

ramiro

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