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Cambia, (no) todo cambia

Oct 19, 2025

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Cambia, (no) todo cambia
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Dedicado a Beatriz “la tía Betty” Fuentes

y a todas aquellas luchadoras, y aquellos luchadores de la vida.

Fuerza a todos ustedes.

 

I

 

           El sobre, finalmente, había sido abierto. Cuarenta y cinco días tardaron en salir los resultados, más la semana y media de espera al turno con el especialista. En todo ese tiempo, Emilia no tuvo el valor ni para chusmear los análisis. Pero ahora, el sobre ya estaba abierto; fue el doctor quien se atrevió a hacerlo. Ella, anonadada, se palpó el bulto debajo de su seno izquierdo y la embargó una sensación de ahogo. El resultado fue positivo. Lloró, arrugando el sobre contra su rostro. Nadie notó su desconsuelo dentro del vagón.

           Extrajo de su cartera un pañuelo de tela con un bordado de flores blancas que le daban un toque delicado, y secó sus lágrimas. Le preguntó la hora a un pasajero, un hombre entrado en años. No la escuchó por el ruido, así que debió repetirle la pregunta acompañada de un ademán con la muñeca alzada. El señor consultó su reloj y le indicó que eran las diez menos diez. Emilia se quedó más tranquila. Aún faltaba un rato para que las nenas salieran del colegio. Ella se había casado con Néstor haría unos catorce años y de ese matrimonio nacieron sus dos hijas: Claudia, de doce años, y Ana, de unos ocho añitos.

           El tren iba a alta velocidad en paralelo a la Avenida Rivadavia. Vio por la ventanilla una pintura hecha a mano sobre la pared de un enorme depósito. Era el Diego corriendo a través del césped mexicano, con una pelota pegada al pie y su cuerpo extendido en el aire, como si estuviera danzando en esa corrida mágica contra los ingleses. Tres años habían pasado desde aquel mundial y Emilia recordó con júbilo cómo festejaron la victoria contra Alemania en la casa de sus suegros. Recordó a los vecinos festejando por las calles del barrio y cómo los chicos iban con prisa al baldío de enfrente para jugar un picadito. Claudia y Ana desbordaban de alegría y nunca olvidó el beso que Néstor le dio tras el silbatazo final. Él siempre fue un hombre serio, pero aquella vez no tuvo reparo en demostrar sus sentimientos.

            Se quebró al pensar en ellos; en cómo se las apañaría Néstor solo, criando a dos nenas. Y las chicas. ¿Qué harían sin su madre siendo tan chiquitas todavía? Sintió un dolor espantoso en el pecho y se contuvo para no dejarse desplomar. Aún faltaban dos estaciones para llegar a casa. 

 

II

 

            Emilita, apodo que se ganó por su nombre dado en honor a su abuela, no pudo contener la ansiedad de esperar al turno con la doctora. Apenas le entregaron los resultados en un sobre sellado, se fue al baño para chequearlo. Poco entendía del tema, pero se valió de una de esas conocidas inteligencias artificiales para hacerle algunas consultas específicas y así orientarse. El resultado era positivo.

            Tardó su tiempo en salir del estupor. Lloró hasta el desahogo, sola en ese baño pequeño e incómodo de la clínica. Tras salir, se preguntaba cómo se lo diría a Claudia, su madre. Ella le había advertido sobre ese asunto. Que se trataba de algo frecuente en la familia, pero que supo evitarlo al concientizarse y andar precavida al respecto. Emilita, en su jovial insolencia, se sintió invulnerable. Creyó que eso no le podría pasar nunca, y que solamente se trataba de una serie de malas coincidencias. Tener los resultados en sus manos la hizo sentirse terriblemente terrenal.

            Se tomó el colectivo sobre la Avenida San Martín. El viaje no tardaría más que unos veinte minutos hasta la esquina donde alquilaba su monoambiente. Durante el trayecto también pensó en cómo decírselo a su padre, y sobre todo cómo le daría la noticia a Sebastián, su pareja. El vehículo pasó por la Plaza Belgrano y vio, a lo lejos, un mural de Leo Messi besando la copa del mundo en Qatar. Siempre lo tenía presente puesto que era muy mala para guiarse con las calles y este le servía para saber cuándo bajarse. El colectivo hizo dos cuadras y tras tocar el timbre, descendió. En su caminata recordó la final agónica contra Francia. Había sucedido hace tres años y por aquel entonces hacía poco se estaban conociendo con Sebas. Como aún no tenían una relación formal, por cábala cada uno miraba los partidos desde su casa y se acompañaban por videollamada. Nunca olvidó su encuentro con él en la Plaza Belgrano, toda adornada de colores celeste y blanco, donde afirmaron su amor con un beso apasionado rodeados de un público vitoreando a su alrededor. Ese evento tan emotivo les había dado un recuerdo cálido que sería, a partir de allí, la fecha de su aniversario.

            Recordar cosas lindas en situaciones adversas resultaba devastador. Sacó un paquete de carilinas de su bolsillo trasero y se secó sus lágrimas. Pensó en regresar a su departamento, pero no estaba de ánimos. Desvió su ruta y vagó por el barrio para despejarse un rato.

 

III

 

            Emilia se bajó de la formación y caminó hacia la Avenida Rivadavia. De allí, hizo dos cuadras y dobló en una esquina donde se encontraban unos obreros levantando medianeras, alrededor de una estructura de hormigón armado. Las lenguas chusmas del vecindario le habían acercado información, según ellas de muy buena fuente, que se trataba de un futuro mercado. La sola idea le sonaba irrisoria. Un mercado de esas dimensiones en una localidad tan humilde no le deparaba otra cosa que la quiebra, ya que tendría la competencia de los fiables almaceneros que todos los vecinos conocían y que en más de una ocasión daban fiado cuando la situación económica estaba comprometida.

            — Allá, ellos. Es su plata. Ya sabrán si esto será negocio a futuro —pensó con pesimismo.

            Se topó en la esquina con una cantina, propiedad de Don Pedro, que ahora era manejada por su hijo mayor, Carlitos. Se le antojó un rico desayuno y recordó que por los nervios no había probado bocado desde que se levantó. Examinó el cartel puesto al pie de la puerta del local, cual indicaba “un cortado y dos medialunas a 150 australes” escrito a mano con tiza.

            — ¿Ciento cincuenta australes? —se cuestionó con asombro—. Qué caro que está todo, che. Pero es un gusto. Me lo merezco y aún me queda tiempo hasta que salgan las chicas —se dijo convencida, entrando y ubicándose en una mesa cerca de la ventana. Le agradaba tomarse sus minutos de reflexión mientras veía a la gente caminando por las calles.

            Carlitos mismo fue quien la atendió. Emilia se pidió el cortado con las dos medialunas y tomó el diario para leerlo. No podía concentrarse en la lectura ni menos salirse de ese laberinto revuelto que eran sus pensamientos. Buscó algo en qué enfocarse y dio con un televisor de catorce pulgadas, con imagen a blanco y negro. Sonaba una canción. Era “En la ciudad de la furia”, de Soda Stereo, tema nuevo que sonaba por todos lados. Logró conectar con su melodía y se ilusionó con conseguir el último LP de la banda.

Acabó su cortado y notó a un señor de traje observándola con curiosidad desde otra mesa, mientras simulaba leer su diario. Se sintió enfadada. Ella sabía a la perfección que no era común ver a una ama de casa en una cantina a esas horas de la mañana en vez de estar ocupándose de su hogar o de los niños. Emilia era alguien de pocas pulgas. Ni su marido la juzgaba, pues no lo haría un desconocido. Se limitó a pedir la cuenta, dejar la propina y lanzarle una mirada tan intimidante que al hombre le ocasionó incomodidad. Este no atinó a decir nada, más que solo ponerse colorado y esconderse detrás de las anchas hojas del diario.

— Mejor así —se pronunció Emilia. Aquel no era el mejor día para buscarla con ese genio que traía.

 

IV

 

            Emilita caminó alrededor de unos quince minutos. El horario no la aquejaba dado que se había pedido el día en el trabajo. Podría tomarse toda la jornada de descanso si así lo deseaba, aunque había prestado disposición en caso de alguna urgencia. Esté donde esté no sería un problema ya que la modalidad home office, tras la pandemia del año 2020, había dejado algunas soluciones más prácticas para resolver un asunto a distancia. Además, todavía quedaban unas horas hasta el almuerzo que pactó con su madre.

            Llegó hasta una esquina de la Avenida Rivadavia, cerca de las vías del tren. Conocía bien la zona puesto que fue el barrio de toda su vida. Algo así como un barrio familiar, en ambos sentidos de la palabra. Vio el supermercado enorme. Según su madre, cuando ella era chica no ocuparía más que dos terrenos, pero luego se extendió hasta alcanzar un piso superior y el ancho de una manzana completa para locales y un estacionamiento, luego de ser vendido a una marca de renombre.

            — Este sí que la vio —se dijo Emilita, pensando en el dueño y cómo él, si es que seguiría vivo, o sus descendientes estarían disfrutando del buen negocio que se armaron. Obviamente ella conocía el lugar al haber pasado allí mucho tiempo de su adolescencia, sea juntándose a vaguear con sus amigas como acompañando obligadamente a su mamá para hacer las compras. Es que tampoco existía otro lado a donde ir, porque fue arrasando con los almacenes de barrio sea por sus precios o por los distintos entretenimientos que ofrecieron al público.

            Sin embargo, su interés era una cafetería ubicada al frente. Se trataba de una de esas cadenas de nombre internacional que ofrecían lattes con croissant y un vasito de soda para quitar el amargor del café. Supo escuchar que alguna vez aquello fue un bar o algo así, y que fue vendido tras la muerte del dueño, quien a su vez lo había heredado de su padre.

            — Parece que a todos les va bien, acá —dijo Emilita con tono irónico. Entró al local, hizo la fila y realizó su pedido. El precio no era nada amigable. Unos seis mil doscientos pesos.

            — Qué caro que está todo…—pensó la joven— pero los gustos hay que dárselos en vida.

            Se sentó cerca de la ventana y antes de abrir los sobrecitos de azúcar se colocó sus airpods para escuchar algo de música con su celular. Tal vez eso la ayudase a despejarse un poco. Abrió una carpeta editada con una app, bajo el título “clásicos de los ‘80” y le dio play en modo aleatorio. Comenzó a sonar “En la ciudad de la furia”, y se dispuso a tomar su latte.

 

V

 

            — ¿Vos no comés, má? —le preguntó Claudia a su madre— Te quedaron ricas las milanesas.

            — Gracias, mi amor. Pero no, no quiero. Estoy llena. Hoy desayuné tarde, yo. —respondió Emilia frotándose la panza para asegurar la mentira blanca que le ofreció como respuesta.

Quizás se tratase de la fatiga que traía desde hace unos meses atrás, cuando apareció ese quiste en su pecho, o quizás solo fuesen los nervios de la mañana, pero su apetito estaba acotado. Aquel desayuno humilde le sirvió de pantalla para enmascarar su verdad. Desde que salió de la cantina, la ansiedad la llevó a pensar en una decena de desenlaces; todo ellos, culminando en un final trágico. De nuevo cayó en sus encrucijadas sin advertirlo.

— ¡Má!... te estoy hablando, má —replicó Ana.

— Mmh, perdón, ¿qué me decías Anita?

— Que te quedaron muy ricas las milanesas. —dijo la nena mirando a su hermana con ceño competitivo.

— ¡Aw, gracias mi amor!... pero se come el puré también, no la milanesa sola.

— ¿Sabés qué me gusta cuando cocinás vos, má? —dijo Ana, obviando la última frase de su madre— me gusta mucho tus fideos con tuco. —. Emilia advirtió la intención de su hija, pero lejos de retarla decidió seguirle el juego.

— Ah, ¿sí? Capaz haga esta noche si te portás bien. Mirá que veo mucho puré ahí, eh. Dale, comé un poquito más.

— Pero si estoy comiendo —dijo la nena mientras se metía un bocado de puré a la boca.

— Sí, má, ¿hoy podemos comer eso a la noche?, porfa…—acotó Claudia con voz de lamento para lograr su cometido. A Emilia siempre le causaban ternura sus ruegos piadosos.

— Bueno, a la noche se los preparo —dijo consintiéndolas. En la mesa explotó la alegría con ambas niñas alzando sus brazos, como si hubiesen logrado una proeza.

Emilia se puso seria, aunque con una sonrisa cómplice camuflada. A ellas no les hacía falta convencerla. Las amaba de una forma incondicional que sería capaz de darle el mundo si se lo pidieran.

— Bueno, pero me hace falta tomate y una cabeza de ajo. A la tarde compro y les hago. Porque siempre, pero siempre, a ver si alguna se acuerda, ¿cómo se hace?, ¿cuál es el ingrediente secreto de la familia? —les consultó a modo de juego.

Ana se quedó pensando y Claudia atinó a responder de inmediato apenas ubicó la respuesta— ¡Siempre con tomate natural y el ajo se le pone al final para que quede más rico! —.

— ¡Exacto, bien Clau! —respondió Emilia. Realmente no existía tal “ingrediente secreto”. Nada más se trataba de un elemento que se le ocurrió en el camino, un poco a modo de chiste, y otro poco a modo por el solo decir, que iba repitiendo a sus hijas cada vez que recibía un elogio por sus tallarines con salsa. En la mesa hubo otra explosión de jolgorio al dar con la respuesta correcta. Emilia continuó— Bueno, voy a hacer las compras a la tarde así que voy a estar un rato afuera. Si viene papá antes que yo, le avisan que salí —.

— ¿Puedo ir yo? —preguntó la más pequeña.

— Qué raro que vos quieras acompañarme, ¿no tendrás deberes que hacer? —dijo.

Anita no respondió más que con una risita pícara.

— ¡Ajá!, yo las conozco a ustedes como si las hubiese parido —dijo riéndose— No, ustedes se quedan, y se portan bien, eh. Yo voy y vengo. —y acto seguido su mente le hizo preguntarse cuántas ocasiones más como estas tendría con sus hijas. Sintió angustia.

— Má, ¿estás bien? —preguntó Claudia al notar su gesto.

— Sí. Mamá está bien. —dijo acariciándole la mejilla. No era cierto. Emilia estaba destruida por dentro, pero se contuvo para no alarmarlas. Es lo que hace una madre, pensó.

Se hicieron las cuatro de la tarde. Claudia estaba en su pieza haciendo la tarea mientras Ana se había quedado dormida en el piso del living después de ver la televisión un rato. Tenía esa manía de mirar la vieja tele de tubo, que les regaló su abuela paterna, puesta de cabeza sobre el suelo y quedarse dormida así la mayoría de las veces. Emilia ya la había retado en varias ocasiones por ello, pero no había caso. Optó por acostumbrarla a que se acueste sobre una manta y tenga una almohada debajo de su cabeza, evitando que se acueste sobre el piso frío y se lastime el cuello. Ahí andaba la pequeña todos los días con su manta bajo el brazo y su almohada yendo a ver tele mientras su madre le repetía— No te vayas a dormir, Ana. Si te da sueño, andate a tu cama, ¿escuchaste? —. Hecho que la niña afirmaba realizar un rato antes de quedarse dormida.

Con la casa ya ordenada, decidió ir a comprar lo faltante para la cena. Avisó a Claudia que saldría, vio a Anita dormida y tomó su bolsa para los mandados, de loneta plástica multicolor, y salió de la casa. Mientras quitaba el candado de la puerta de la calle, su vecina, Doña Irma, la llamó por la espalda. Desde el otro lado del alambrado, le dijo— Emilia, ¿cómo estás?, llamó por teléfono tu marido a eso del mediodía y me dijo que quería hablar con vos. Te golpeé las manos, pero no salías. Me dijo que cuando puedas, que lo llames —.

            — Mil disculpas Irma, capaz no la escuché por las nenas. Muchas gracias igual por avisarme.

            — Si querés, vení y lo llamás ahora.

            — No se preocupe. Se lo agradezco de todas formas. Y perdón por molestarla. Ya veremos si el próximo mes ponemos teléfono en casa.

            — No pasa nada, querida. Pensé que era algo importante. Acá viste que llaman todos, pero tu marido es raro que lo haga —dijo la dueña del único teléfono de línea en la cuadra.

            — Yo ahora voy a comprar y lo llamo de un público si puedo. ¿Quiere que le traiga algo que voy hasta el almacén?

            — No hace falta, querida. Acá tengo lo que necesito. Vos, ¿tus cosas en orden?

            Emilia tuvo el impulso de soltarlo todo. De escupirlo de una vez y dejarse caer en los brazos de otra madre que entendiera su dolor, pero se contuvo. Solo le dio una respuesta corta afirmando que sí a su pregunta y le agradeció la hospitalidad, enganchando el candado desde afuera para dejar la entrada bien cerrada.

            De camino al almacén le asaltó una idea imprevista. Tuvo una especie de motivación, de ir a tomar algo de sol sentada frente al arroyo. No tendría que desviarse más que algunas cuadras y era un lugar agradable con bancas sobre el verde pasto y un puente que permitía cruzar a pie hacia el otro lado del barrio. Aún era temprano y no le tomaría más que unos minutos estar allí. Necesitaba de aire fresco y poder aclarar sus ideas.

            Al llegar, se sentó en una banca desocupada, hecha de madera y adornada con firuletes de hierro que le daban un toque elegante a sus apoyabrazos. El lugar estaba vacío. El agua limpia golpeaba contra las rocas del fondo. Oía al viento rozar entre las ramas y una ventisca tocó su cara mientras alzaba la cabeza hacia los cálidos rayos del sol con los ojos cerrados. Sintió una auténtica paz. Al abrirlos, vio su vida pasar delante de sí. Treinta y cuatro años condensados en una sucesión continua de imágenes. Vio a Inés, su madre, trayendo entre sus brazos a un bebé envuelto en mantas ante ella para otorgarle el gusto, como hermana mayor, de darle un nombre. Fue bautizado como Enrique, aquel bebé unos cinco años menor a Emilia. Oyó a su prima, Juana, confesándole estar enamorada de su compañero de clases, en una de esas charlas confidentes, cuando ambas eran dos jóvenes adolescentes. Y ahí estaba Teresa, su tía madrina, emocionada dándole su bendición cuando le contó que se casaría con Néstor. Tres mujeres importantes de su vida. Las tres, muertas. Las tres, por cáncer de mama. Esa perversa enfermedad que acosaba a las mujeres de la familia como si se tratase de una maldición, llevándoselas, como ahora pretendía hacerlo con ella también.

            Pero, así mismo vio la vida abriéndose paso entre la desgracia. La voz de un hombre dándole las felicitaciones por la nena sana que había traído al mundo. Claudia, ruborizada y envuelta en un llanto potente, que luego se convertiría en esa damita obediente y buena alumna que entraría sin chistar a su primer día de clases. Cuatro años más tarde, Ana vino al mundo, toda rechoncha sin poner queja alguna, para luego transformarse en esa niña alocada y extravagante que era. Siempre creyó que a ambas las cambiaron al nacer porque ninguna de las dos parecía ser la misma beba que sostuvo cuando nacieron. Y en todos esos recuerdos, estaba él, Néstor. Lo conoció una tarde en la casa de su tía cuando Juana se lo presentó. Vino a su mente la primera cita, aquel otro día en el que él, con cierto temor, le pidió ser novios; la noche donde se arrodilló para pedirle matrimonio y la ocasión en la que, todo elegante de saco y corbata, fue a solicitarle el permiso a sus padres para tomar su mano mientras ella esperaba con ansias la respuesta de ambos. Y lo vio delante suyo en el altar, y se vio a ella misma llevando un delicado vestido blanco.

            Sintió una enorme dicha. Se sintió más fuerte con el recuerdo de sus seres amados. Pensó cuán lindo sería volver a ese lugar a tomar unos mates con su esposo y llevar a las nenas a jugar a la orilla del arroyo. Siempre habrían motivos para seguir adelante. Se levantó del asiento y continuó su camino. Nunca se le antojó tanto una cena familiar, todos juntos en la mesa, como en ese instante.

 

VI

 

            — Disculpame, se te cayó —escuchó Emilita, detrás de sí por una voz desconocida. Se volteó y vio a una joven de su edad, de unos veintidós años, estirándole una tarjeta SUBE.

            — Ah, sí, es mía, gracias —respondió amablemente—. Se habrá caído cuando saqué mi celular.

            — ¿Estás bien? —le consultó la chica. Por eso es que odiaba llorar. Su nariz enrojecida y los ojos hinchados seguramente la delataron.

— Sí. —respondió en seco, espirando un jadeo ahogado. Se regresó y continuó camino. Aún no tenía ganas de volver a su hogar, porque le aterraba encontrarse a solas con sus pensamientos.

            — Aunque esto es básicamente lo mismo —analizó en su monólogo interno—. La única diferencia es el silencio. Por alguna razón, el silencio hace que la soledad duela más. Pese a que lo trate de disimular, la verdad es que estoy sola. Pero reconozco que así al menos se hace más aguantable —. Desbloqueó su celular y vio la notificación de dos mensajes nuevos, pero no tenía ganas de contestar a ninguno.

            — ¿Cómo te fue, amiga? Cuando puedas, hablame —decía uno de ellos. Era Josefina, la única amiga a la que le confió los síntomas que venía padeciendo.

            — Amor, ¿está todo bien?, ¿te puedo llamar?, porfa no me asustes —expresaba el otro mensaje. Se trataba de Sebas, su novio, la otra persona que sabía en detalle lo que Emilita venía manifestando con su salud.

            Le dolía la cabeza de solo imaginarse contar todo lo ocurrido, desde su sueño interrumpido durante la noche hasta el momento en que le dieron los resultados, y toda la ansiedad que giró en torno a ello. Eran las once de la mañana, pero sentía como si hubiesen pasado días enteros desde que dio la medianoche y se despidió de ellos entre mensajes de ánimo por parte de ambos. Emilita caminó y caminó entre divagues, sin rumbo, siguiendo calles que le sonaban familiares. Pudo ser la nostalgia o bien la costumbre de la imagen barrial la que le daba una sensación de seguridad en la cual se sentía contenida; un espacio perfecto donde podía alejarse de todo por un momento y también poder refugiarse en él. Cuando cayó en cuenta, oyó el desliz del agua contra las piedras. Era el arroyo. No tenía previsto llegar hasta ahí, pero sus pasos la habían guiado sin que lo notara. Su celular vibró.

            — ¿Quién es ahora?... —dijo con molestia. Prestó atención al nuevo mensaje recibido, y el contacto agendado era “mamá”. Se sintió aliviada. Buscó un sitio dónde sentarse y ubicó una vieja banca, de maderas hundidas y apoyabrazos en forma de firuletes repintados una infinidad de veces, en una capa encima de otra para tapar el óxido acumulado de años, y comenzó a intercambiar textos con ella.

            — Hola, Emi, ¿cómo estás? —citaba el mensaje de su madre, en compañía de un emoticón de corazones girando uno alrededor del otro.

            — Hola, má. Acá ando. ¿A qué hora andás por casa?

            — ¿Qué pasa?, ¿por qué tan secota? Saludá bien a tu madre —expresó Claudia, junto a una serie de risas escritas.

            — Sí, ya sé. Es que ando ocupada. —mencionó Emilita.

            — ¿Estás bien?, ¿es por el trabajo?, si querés organizamos el almuerzo para otro día, no quiero que andes a las apuradas.

            — No, no. Tranqui. No pasa nada. Solo decía. No me contestaste. ¿A qué hora venís?, así te espero.

            — Y a la una y media. Paso a buscar unas cosas a lo de tu tía y vamos para allá.

            — ¿Al final viene la Tía Anita? —consultó Emilita— porque siempre le decimos y nunca viene. Decile que me voy a enojar si hoy no aparece.

            — Yo creo que sí. Bah, no sé, viste cómo es Anita. Pero hablale. Capaz que se olvidó la boluda. A ver si no voy a buscar las cosas hasta allá y me hace ir al pedo porque no está.

            — Okis, ahí le escribo y le digo que pasás.

            — Gracias. Nos vemos en un rato. Te amo —escribió Claudia, enviando un corazón en demostración de afecto. Emilita tuvo el impulso de soltar todo lo que venía aguantando y mientras le estaba por preguntar si la podía llamar, notó que su madre estaba escribiendo algo más. Mantuvo la calma y esperó— ¿Hace falta que lleve algo? —dijo Claudia, finalmente. Esto hizo refrenar a Emilita y entender que aquel no era el momento ni la forma de contárselo.

            — No. No falta nada. Ayer compré lo que me hacía falta, así que tengo las pastas y todo lo demás para hacer la salsa. Eso sí, no conseguí tomates así que le mandamos puré, nomás. Total, es lo mismo. —comentó la joven con el único propósito de molestar a su madre con una broma.

            Su madre le clavó el visto, pasaron unos segundos y acto seguido recibió un audio.

            — ¡¿Vos estás en pedo, Emilia?!... —esto hizo escapar una risotada a la joven.

            — Es mentira, ma. Te estoy jodiendo. —escribió entre una sonrisa y emoticones riéndose.

            — Sí, dale, hacete la viva. —dijo su madre.

            Emilita cerró el chat y se dirigió rápidamente a escribirle a su Tía Ana.

            — ¿A usted que le pasa, otra vez va a dejar a gamba a su sobrina favorita? —le escribió. Pasó medio minuto hasta recibir una respuesta. Se trata de un sticker de piolín deseándole los buenos días— ¿Y eso qué es? —comentó Emilita a carcajadas.

            — Qué clase de tía sería si no le mando un piolín con los buenos días a mi sobrina. –comentó Ana, y prosiguió— ¿por qué me dijiste eso?, ¿ahora qué hice? —expresó citando su mensaje de reclamo.

            Emilita reaccionó al sticker con una risa y a su mensaje con un corazón, para contestarle— Que hoy nos juntamos. Le pregunté a mi vieja si ibas a venir y me dijo que sí, pero luego que no sabía.

            — Yo no hice nada. Es una boluda tu mamá, no le hagás caso. Siempre fue así, demasiado recta. Yo prefiero ser más libre. Soy libre y la más bella, por supuesto.

            — Claro que sí, la tía más bonita de todas.

            — Tal cual, mi amor. Obvio que voy a ir. Decile que cuando venga le doy dos cachetazos -dijo en forma de chascarrillo— A todo esto, vamos a lo importante, ¿qué vamos a comer? —.

            — Tu plato favorito. Pastas con salsa casera.

            — Uy, pero cómo no voy a ir. Tu mamá no sabe nada. Contá conmigo. La espero y vamos a tu casa, como quedamos. Si volvés a hablar con ella decile que venga rápido, que ya me dio hambre. —este mensaje le causó gracia a Emilita.

            — La jodí con la salsa. Le dije que compré puré de tomate en vez de los naturales. Se puso como loca.

            — No, nena. Con eso no se jode. Siempre, pero siempre, ¿con qué? A ver si te acordás.

            — Siempre con tomate natural y el ajo al final para que quede más rico.

            — Exacto. Por eso sos mi sobrina favorita. El ingrediente secreto, como lo dijo la abuela. Bueno, mi amor. En un rato nos vemos -se despidió la Tía Ana.

            — Nos vemos, tía —respondió ella. Y se quedó pensando— “como dijo la abuela”, la abuela… —repitió y se vio frente al mismo arroyo al que ella amaba ir con la familia durante su juventud.

            Comenzó a sentirse incómoda. No había vuelto a ese sitio desde que era una niña. La última vez fue justamente con la abuela Emilia. Por aquel momento tendría unos nueve años; era una tarde de fin de semana y además de ellas dos, a la reunión también acudió el abuelo Néstor, la Tía Anita con su hija Flor, tres años mayor que ella, y sus padres. Recordó que tuvieron que rogarle a sus madres, junto con Flor, para que las dejasen ir a jugar al puente. Con el pasar de los años, se había deteriorado y se había instalado el rumor de que una vez hubo un niño revoltoso que se cayó al arroyo tras apoyarse en una de sus barandas, cuando estas cedieron. Las variantes incluían desde un golpe que lo dejó malherido hasta la situación extrema de una crecida tan intensa que se lo llevó y nunca más lo encontraron. No existían pruebas que lo comprobaran, aunque tampoco existían pruebas que lo desmintieran, así que los adultos consideraban que era mejor andar prevenidos. Fue la abuela Emilia quien logró convencerlas a Ana y a Claudia. Sabía cómo transmitir sus palabras trayendo cierta calma consigo. Era una habilidad muy propia de ella.

            Allí estaban, Emilita y Flor jugando a lanzar piedras desde la altura cuando escucharon una serie de gritos y pedidos de auxilio que provenían de la Tía Ana. La abuela Emilia se había desmayado, golpeando su cabeza contra el polvoroso suelo. Rápidamente le retiraron su sombrero de crochet que traía puesto, dejando ver su fino cabello corto, y abrieron espacio para darle aire. Emilia estaba inconsciente. Tenía un aspecto pálido y unas ojeras suaves que contorneaban sus ojos cerrados.

            Ambas salieron corriendo hacia ella y Flor se deshizo en lágrimas cuando la vio desplomada sobre el pasto. A su abuelito le costó trabajo calmarla. La imagen era impactante para Emilita, quien no sabía cómo reaccionar ante una situación así. No dudaron un segundo en llevarla a la clínica más cercana. Semanas posteriores, su mamá Claudia, le confesaría que la abuela estaba pasando por una recaída. El cáncer había reaparecido, y todo lo que vino después de ese fin de semana solamente le traían recuerdos dolorosos. Su relación con su abuela era especial; tan típica y en simultáneo tan extraordinaria como ese vínculo entre una abuela y su nieta.

            La joven volvió en sí, tras perderse en ese pasado. Frente a ella se encontraba el mismo arroyo, ahora con su puente clausurado por un peligro real de derrumbe, y un basural asentado entre la orilla y los sedimentos del caudal. Había cambiado mucho; parecía no quedar nada del espacio verde que su abuela siempre describía como un lugar que le transmitía paz. Ahora era un sector abandonado, de aspecto melancólico que yacía derruido cuando alguna vez fue un prado próspero para el disfrute en compañía.

            Un escalofrío recorrió el cuerpo de Emilita. No quería estar más en ese lugar. Se puso de pie y marchó a su departamento. Faltaba poco para la una y media de la tarde, y el almuerzo fue una gran excusa para salir de ahí.

 

VII

 

Emilia tuvo un vahído que casi la hizo perder el equilibrio. Los mareos se estaban volviendo más frecuentes, pero esa vez lo había sentido como una punzada que la obligó a mantener la vista apartada de la luz. Apoyó sus manos sobre la bacha de la cocina y realizó unas bocanadas de aire; una mano firme tomó su hombro. Era Néstor, quien expresaba una cara de preocupación.

            — ¿Te sentís bien? —preguntó, y aunque la respuesta era obvia, la manifestación de interés era consideraba por su esposa. Continuó— dejame que lo haga. Yo puedo preparar la cena. Vos necesitás descansar. —dijo acercándole una silla para que tome asiento.

            — No, está bien. Puedo. Fue cosa de un momento, pero ya estoy mejor.

            — ¿Qué te dijo el médico esta mañana? —preguntó Néstor, buscando su mirada.

            — El sobre está encima de la mesita de luz en la pieza. —respondió Emilia, con un miedo manifiesto en su voz.

            — Lo vi, pero no lo leí. Quiero que me lo digas vos. —inquirió su esposo, pero ella se quedó muda— Fue positivo, ¿verdad? —. Emilia se quebró. No podía siquiera verbalizarlo. Por más que lo intentara, no podía comunicarlo por sí misma. La ahogaba una resistencia incontenible que no podía dominar ni refrenar. Néstor, la tomó entre sus brazos y la condujo a la silla. Le ayudó a acomodarse su pelo largo ondulado— Tranquila. Lo entiendo, y no es necesario que me lo digas ahora si te cuesta.

            — No, no puedo… —atinó a expresar Emilia mientras se tapaba la boca con su pañuelo para contener el llanto. Néstor le acercó un vaso de agua fresca y se puso de cuclillas frente a ella.

            — Tranquila —repitió su esposo—. Estoy acá con vos. Estamos todos con vos.

            — No, querido, vos no lo entendés. Lo vi, ¡yo lo vi con mis propios ojos! —dijo Emilia con desesperación— Esa porquería te consume en vida. Mi mamá, mi tía…

            — Pero a vos no te tiene por qué suceder lo mismo —expuso con templanza.

            — ¿Por qué sería distinto mi caso?, todas comenzaron como yo.

            — Pero vos tuviste un diagnóstico antes. Hiciste las cosas bien, Emi. Podemos probar la terapia. Todo lo que sea necesario. Nada está perdido.

            — ¿Y si no funciona, Néstor?, ¿y si la radioterapia o la quimio no sirven? —interrogó Emilia, pero no a su esposo sino a ella misma tratando de buscar alguna respuesta; alguna alternativa posible a su condición— Tengo miedo. Tengo mucho miedo por lo que pueda pasarme.

            — ¿Te referís solo al tratamiento o a algo más? —consultó Néstor hábilmente para dejar abierta la puerta a que pueda manifestarlo.

            — No solamente a la terapia. A lo nuestro. Pienso en las nenas, también.

            — ¿Por qué lo nuestro? —inquirió su esposo.

            — Porque el cáncer no es una enfermedad cualquiera -dijo Emilia, quien por fin puedo nombrarla—. Porque sufrís vos, porque sufren los que te ven como se te va la vida. Temo que te canses. Le tengo miedo a que me odies si no puedo salir adelante y debas aguantarme así, enferma. Porque si nada funciona, no me queda más que la cirugía como le pasó a mi prima. Tengo miedo de que me dejes de querer, de gustarte como mujer, Néstor. También… porque estoy maldita… ¿qué pasa si condené a mis hijas a pasar por lo mismo cuando las traje a este mundo? —soltó Emilia antes de contener otra vez su llanto.

            — No digas eso, Emi. Mirá, entiendo tus temores. Cuando te conocí lo que me enamoró de vos fue esa forma de ser tuya. Nunca conocí a una chica tan bonita y con esa mirada tan especial como la tuya. La mirada de alguien con un espíritu fuerte, pero sensible. Mis amigos se reían de mí cuando les conté que te invité a salir. Me decían que no iba a estar a la altura de lo que se necesitaba para conquistarte. Cuando te pedí que seamos novios recuerdo haber estado muy nervioso. Y cuando dijiste que sí, ni yo me lo podía creer. Me sentí afortunado y a la vez un farsante. Me preguntaba cuánto tardarías en darte cuenta de lo que era.

            — Estás equivocado, tontito —dijo Emilia con una sonrisa—. Siempre me pareciste un buen hombre y muy dulce desde que te conocí. Nunca necesitaste demostrarme algo, porque siempre lo supe.

            — Vos también estás equivocada —dijo Néstor, descorriendo el cabello de su rostro nuevamente— Yo te amo por quién sos, y nunca dejaste de ser, pese a todo lo que te tocó vivir. Y no hay nada en esta vida que pueda cambiar la mujer que sos. Nada. Vení —se levantó y tomó sus manos para ponerla de pie— ¿Alguna vez te conté por qué tus padres me dejaron casarme con vos? —acotó Néstor mientras entrelazaba sus dedos, contorneando su cintura.

            — ¿Y eso?, ¿de qué me perdí si estábamos todos juntos cuando se lo pediste? —mencionó Emilia con júbilo.

            — Ehm… sí. Pero un día me citaron a solas porque, y sobre todo tu papá, estaban interesado en tener una charla conmigo. La pregunta fue sencilla. La recuerdo. Tu papá me dijo: “¿usted me puede dar su palabra de hombre de que va a querer a mi hija como ella se merece?, ¿se cree capaz de poder darle hasta lo que yo no puedo darle?” —dijo Néstor, imitando la voz de su suegro.

            — ¿Y vos qué le dijiste? —preguntó curiosa.

            — Le dije que sí, obviamente. Igual no supe ahí a qué se referían exactamente.

— Qué chanta que sos —dijo Emilia entre risas.

— Pero hoy comprendo mejor qué fue lo que intentaron decirme. Y revalido mi respuesta. No estás sola. Somos una familia, y vamos a estar para vos.

            Emilia no pudo contener las lágrimas y se refugió entre los brazos de su esposo. Néstor siempre fue un tipo tosco, pero sabía qué decir en el momento necesario— Pero por ahora, mantengámoslo en secreto para las nenas. No quiero preocuparlas.

            — Comparto. No les vamos a decir nada hasta que te sientas lista —comentó Néstor justo segundos antes de que entraran Ana y Claudia por la puerta de la cocina.

            — Qué rico huele, má, ¿ya vamos a comer? —acotó la menor de sus hijas.

            — Falta todavía, pero ya va a estar en un ratito —contestó su madre.

            — ¿Querés ayudar a mamá lavando los tomates? —le preguntó su padre a Ana.

            Ana asintió con muchas ganas, así que Néstor acercó la silla a la mesada y madre e hija se quedaron preparando la cena juntas mientras él le propuso a Claudia que lo ayude a poner la mesa.

Aquella fue una cálida velada entre los cuatro.

 

VIII

 

            Emilita entró a su departamento y dejó el manojo de llaves encima de una frutera de vidrio llena folletos y boletas de luz abrochadas con un clip, pero sin la presencia de una sola fruta. Se ubicaba sobre una mesita, cerca de la entrada, con una foto enmarcada de sus abuelos en la fecha de su boda. La atesoraba con mucho afecto. Se descalzó, se quitó el abrigo para estar más cómoda y al cabo de unos minutos empezó a preparar la salsa de a poco. Una buena salsa requería de su debida atención y paciencia para prepararla como se debe. Su celular quedó en silencio, y solo quedó atenta al llamado del portero eléctrico para cuando llegase su madre con la tía Ana.

            Justo en el instante en que la cebolla y el morrón picado estaban al punto ideal de sofrito y debían colocarle los tomates naturales ya triturados sonó el portero, anunciando la llegada de las visitas. Emilita se sobresaltó, ya que era el momento menos indicado para perder de vista la preparación. Trotó hasta el teléfono del portero y no esperó a ningún saludo; se limitó a indicar que la puerta del hall estaba abierta, y colgó. Regresó a la olla con rapidez; todo estaba en orden. Tomó la bandeja con los tomates y los colocó encima de los vegetales, junto a algunas especias y un poco de sal. Revolvió y cuando sonó el timbre de su puerta, bajó el fuego al mínimo para dejar que la salsa se vaya cocinando sin perder hidratación y se condujo a abrirla. Cerca de ella había un pequeño corredor que atravesó con cierto nivel de ansiedad. Tomó el picaporte, hubo un segundo llamado con golpecitos y tras dar un aviso amable, respiró hondó y abrió la puerta.

            Su visitante era Emilia, su abuela materna. Traía consigo sus tan habituales y coquetos sombreros de crochet y un bolso de mano. Emilita se llevó una grata sorpresa.

            — Abu, hola, ¿qué hacés acá? —le dijo su nieta, fundiéndose en un abrazo con ella.

            — Me contó un pajarito que hoy se juntaban a comer, y no me podía perder.

            — No sabía que venías. Qué linda sorpresa, ¿y dónde está mamá? —pronunció mirando a los costados.

            — Vine sola —dijo la abuela Emilia con gallardía.

            — ¡¿Cómo que sola, Abu?!, vos sabés que no podés andar sola en la calle —la retó Emilita con calidez.

            — Setenta años no son nada, mi amor. Estoy hecha una piba, mírame —y aquello era cierto. Pese al paso de los años, se le notaba aun cierta jovialidad, sobre todo en espíritu.

            — No lo dudo, pero me hubieses avisado. Subiste las escaleras, no, me imagino que usaste el ascensor, ¿no?

            — ¿Si te digo la verdad no te enojás conmigo?, aparte el doctor me dijo que tengo que caminar y es solamente un piso. No pasa nada, nena.

            — Ay, abu. No cambiás más, vos. Mirá si te pasa algo —dijo Emilita y se emocionó de una forma imprevista—. Si a vos te pasa algo, yo me muero —y comenzó a lagrimear.

            — No te pongas así, Emi, no me pasó nada. Tranquila.

            — Perdón, es que ando sensible.

            — A vos te pasa algo. Esa carita la conozco. Contale a la abuela qué anda pasando —su nieta dudó si decírselo ya que no la quería poner mal—. Confiá en mí. Acá estoy con vos.

            Dicha frase era todo lo que necesitaba escuchar; tan concreta y con tanto ímpetu derribó ese muro que le hacía sentir encerrada sobre sí misma. No alcanzó a decir siquiera una palabra que Emilia posó su mano sobre su vientre.

            — Te dio positivo, ¿no? —le dijo mirándola con dulzura.

            — ¿Cómo supiste?... —solo atinó a preguntar su nieta.

            — Te conozco desde que naciste. Y esa mirada la conozco también. La he visto decenas de veces. Incluso yo la tuve dos veces, también. Setenta años no vienen solos, y bueno, también ayudó que tu mamá lo sospechaba por unas cosas que anduvo viendo en vos y me lo contó el otro día —dijo con risas socarrona.

            — Ah dos chantas, madre e hija —mencionó con una sonrisa, secándose las lágrimas.

            — ¿Qué pasa, Emi? —preguntó Emilia con solemnidad.

            — Tengo miedo, abu. Miedo de no poder. No se si estoy preparada. No quiero que mamá se enoje conmigo. Ella me advirtió muchas veces que me cuide de embarazarme porque no era cosa sencilla. Sin ir más lejos, lo que le pasó a la tía Anita que tuvo que lucharla sola con Flor. No quiero decepcionarla. Y eso me hace sentir presionada.

            — ¿Vos lo querés tener? —consultó su abuela.

            — Sí… o sea, siendo sincera, sí.

            — ¿Y el muchacho lo sabe? —preguntó Emilia, refiriéndose a Sebastián.

            — Aun no se lo dije. No se cómo decírselo. Él ya me dijo que pase lo que pase, estaríamos juntos. Pero me da miedo que, al contárselo, se asuste y me deje. Yo se que son tonterías. Sé que hay cosas peores en la vida, Abu. Incluso siento que debería estar contenta, pero tengo miedo, y eso me hace sentir débil.

            — Eso es relativo, Emilita. Y te lo dice alguien que le ha tocado cosas difíciles. Aun así, una cosa no quita la otra. Es normal que estés asustada. No te sientas mal por eso. Incluso, eso significa que te preocupa el futuro del bebé y el tuyo también. Eso habla de tener amor propio y son las bases para ser una buena madre. Mirá, te voy a contar algo. Cuando yo me sentía como vos, por las cosas que me pasaron en la vida, tu abuelo Néstor, que en paz descanse, me hacía apreciar que los tenía a todos ustedes. Siempre me decía que yo encontraba fuerzas, motivaciones decía él, para seguir adelante. Más aun en el proceso de mi enfermedad y las recaídas que tuve. Tenía razón, pero no era solamente algo que venía conmigo. Se trataba de darme cuenta que no estaba sola, y ustedes me lo demostraban. Por eso, así como tu abuelito me lo dijo alguna vez a mí, yo te lo digo a vos: no estás sola, Emi. Somos una familia y siempre vamos a estar para vos.

            Emilita abrazó a su abuela con ternura, y las manos de ella acariciaron su cabeza, como cuando era una niña.

            — El abuelo si que sabía cómo llevar adelante estos momentos —dijo Emilita.

            — Oh, sí. Ahora lo veo ahí —y señaló la foto enmarcada—, era muy buen mozo cuando era joven. Lo extraño mucho a mi viejito. Él estaría muy feliz ahora. Nos convertiste en bisabuelos, nena —dijo Emilia en tono de reproche humorístico.

            — Así parece.

            — Y tu pareja, ¿hay algo que me quieras contar de él?

            — Sebas es una buena persona. Yo me re veo a los dos criando a un bebé. Bah, el otro día me dijo que a él le gustaría una nena, pero yo quisiera un varón —dijo entre risas.

            — Seguro se va a poner muy contento.

            — Me estoy sintiendo tentada a llamarlo para que venga a la tarde, cuando salga del trabajo.

            — Y hacelo, mi amor. Hacelo. Vas a ver que va a salir todo bien. Por cierto, ¿no me vas a hacer pasar?

            — Uy, sí, perdón abue, no me di cuenta. Ponete cómoda -dijo y cerró la puerta del apartamento— ¿querés algo?

            — Un poco de esa salsa quiero. Desde el pasillo se huele. Qué rico.

            — La hice como le enseñaste a mamá, con tomates naturales. En un rato le pongo los ajos para que quede más rico. El ingrediente secreto —dijo Emilita con sonrisa tímida.

            — El ingrediente secreto… —reafirmó su abuela Emilia, guiñándole un ojo.

Seru Stereo

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