Callisto
*
Morir en el olvido
perderme entre la densidad del vacío
sin recuerdo ni memoria sería,
para mí,
la peor de las muertes.
*
Amor
I
El movimiento en calma
la brisa cálida
y esta reconfortante soledad – podrían, como una manada de caballos que erupcionan desde adentro,
derribarme en cualquier momento.
II
Aquella pincelada azul navío devolvió mi mirada al cuadro.
Crucé sin más, entonces, por un prado enorme, verde cielo.
El ocaso en tus pupilas encendió mis dedos
tanto humo, tanta ceguera.
Limitan en mi mente frágiles telarañas
que mantienen mis párpados abrazados a tu recuerdo;
nunca sucedió, nunca existió
aún así, mis dedos tocaron aquel frío, húmedo suelo.
Más allá, en el Valle de lágrimas,
soplan suavemente tus labios congelando mi corazón;
nunca tuve manos, ni corazón, ni sueños – o no hasta que te pertenecieron.
Lo he sentido todo con tan solo una mirada.
Lo he sentido todo con tan solo una palabra.
Aún recuerdo el frío
mis dedos temblaban, se quemaban.
III
Gritaré, juro que lo haré.
Cuando el mañana traiga consigo otra manera de perderte,
de morir,
tu nombre gritaré.
IV
¿Es tranquilo por ahí?
Aquí el silencio abruma; el sol de la tarde recae sobre el verdor y la humedad se presenta arrogante, protagonista. Se rompió el picaporte de la puerta que da al patio y el aire caliente de las cornetas entibia la cocina. La precaria chispa del encendedor ya ni siquiera sirve para prender la hornalla y Mercurio caerá hacia el horizonte en cuestión de minutos y las mariposas se ocultan de la muerte entre las hojas secas del otoño pasado, apiladas tal y como las dejaste debajo del añejo y petrificado roble y hoy…
un gusano entró por la ventana.
¿Dónde dejaste el reloj?
Lo guardaste con las pilas y la caída constante de las agujas son puñales que paralizan el transcurso invisible del tiempo. El atardecer se diluye entre las esteras y la noche, infatigable, se vuelca eterna sobre las cúpulas.
¿Cuándo volveré a verte a los ojos nuevamente?
Luces tan apacible al otro lado del mar y yo aquí,
con el corazón entintado de tristeza.
Resignación
V
A la larga, el miedo carcome al alma, resquebrajando al pecho y sembrando entre las grietas de su membrana parásitos hambrientos de arrepentimiento y que,
inspirados por la añoranza,
anuncian en flor el retorno de la primavera.
VI
Aunque marchita
sigues siendo mi flor predilecta
porque marchita tu aroma se confunde con sed de agonía
de olvido.
VII
Y me mantuve ahí
estático
entre cielos y tormentas en espera de algún destello igual de resonante como tu voz en fatuos recuerdos de agosto.
VIII
Aún así, y si olvidara tu voz, el color de tus labios rondaría un instante más en mi memoria —hasta que se lo lleve conmigo la muerte—
y si pudiera resguardar los gusanos de mi corazón una vez juzgado podría,
como en un déjà vu,
volver a sentir la calidez que eleva la brisa con el devenir de tu recuerdo.
Muerte
IX
Entre el paisaje una voz silba detrás de mis orejas, sacudiendo al follaje con una fuerza capaz de quemarlo.
Más allá, a lo largo del prado palpitan, bajo el manto del atómico sol naciente, lúgubres edificaciones de escarcha tendidas al olvido y allá,
más allá de la corporalidad que me define y condiciona,
mi ser explota entre el oleaje de las aves estacionarias con tan solo un latido.
X
Los cauces de ríos perdidos han encontrado refugio en las raíces del moribundo árbol del que te inspiras para escribir en sus últimas hojas,
débiles y marchitas.
He pasado mis veranos bajo las ramas del sauco esperando aturdido, por tardes somnolientas, el cuerpo de la nagashi–bina y aún así no he encontrado pétalo que no me recuerde a tus mejillas.
El camino es igual de seco que en abril,
blanco como el ágata y áspero como mis pies descalzos
resquebrajados por correr una vez más hacia el río
en el que hundí mi cabeza por última vez.
Me sofoca la algarabía del calor prematuro
y el grito final, estridente de las cigarras anuncia,
sin saberlo,
el final de nuestros días.
XI
Supuro mi propia sangre entre espinas de cornelia
rebis híbrido entre azufre y mercurio.
Busco el tóxico anochecer en los ojos de la ifrita
y encuentro calma en el aleteo del mar.
Los rayos de sol ya no queman
y mis más oscuros pensamientos,
simulando estruendos y estrellas,
se oyen galopar camino al lete.
Y será allí, cuando al filo del fin
mi ánima, mi ánimus
u el sol y la luna
se encuentren en una ataraxia extasial.
*
Olimpo
*Nota preliminar original, recuperada.
Afelio es el nombre de un complejo mazo que mantiene allá, lejos de mi pecho, el jardín central donde la flora se nutre del agua y el agua remoja las condolencias, hasta destilar de ellas el antídoto capaz de devolver la profusa esperanza en los cadáveres de mi pasado. Callisto queda muchísimo más lejos aún, prácticamente inalcanzable por las manos que ya han tocado la tierra y se han manchado con la sangre histórica que yace debajo de los campos, las praderas, los bosques lluviosos, los pantanos, los humedales, la sabana o incluso los desiertos que sofocan las proyecciones y las palabras necesarias para alivianar el peso del verano. Afelio es un estado mental, no físico. No hay forma de tocar la puerta de la desesperanza y esperar porque el auto boicot es un santo que no acepta limosna; un monte capaz de albergar el cuerpo de un gigante deshidratado incapaz de saciar su sed u de obviar su vacío; un narcisista que ha asesinado a su reflejo y a todo aquello que le recuerda a sí. Una flor, un río. La profundidad de un océano que no llega hasta aquí excepto en fotografías de alguna otra época. Sin bombas, sin guerras, sin hambruna, sin crisis climáticas, sin religiones, sin ciencias, sin humanidad. Sin ninguna otra influencia [más] que la tristeza que conlleva el abandono y el hastío. Desde ahí aprecio morir a la figura incapaz de profesar tan siquiera un latido.
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