No puedo manejar. No es que no sepa; aprendí a hacerlo muy temprano. Ya a los 13, mi viejo me había enseñado a manejar para que pudiera ir de la manga a la casa de Roselli, el peón que trabajaba en el campo donde mi padre era veterinario. Recuerdo que muchas veces me daba incertidumbre pasar de cambio e iba despacio, solo en primera, esos metros que nos separaban de la casa.
Pero fui creciendo y los coches siempre me trajeron problemas. El único que tuve se lo compré al padre de mi suegra, ya cuando trabajaba en el canal como periodista. Choqué cinco veces el año que lo tuve. En el último accidente, un taxista que venía todo duro de un viernes largo y agitado me chocó tras cruzar en rojo. Yo pegué un trompo con el 206 y me estrellé contra el semáforo que me permitía el paso. El auto humeaba, abollado, conmigo adentro.
Estaba totalmente mareado. Creo que recordaba que tenía que solucionar el asunto de aquel choque mediante algún intercambio de papeles y seguir mi camino a la isla de edición. Tenía que trabajar en un material ese sábado por la mañana junto al editor que me estaba esperando, Dani.
Me saqué el cinturón y bajé. Las personas me miraban. Había una verdulería y algo de fila. Miré y vi que en medio de la intersección estaba el taxi. Tenía el guardabarros caído y recuerdo la figura borrosa del taxista tratando de prender el coche.
Le abrí la puerta y empecé a sentir que mi CPU cerebral empezó a ralentizar sus procesos, y a partir de ahí, mi psiquis borró el caché.
Cuando abrí los ojos, estaba en el hospital Ramos Mejía y un enfermero me estaba maltratando. Estaba en una camilla en el pasillo con un cuello ortopédico, a la espera de alguien que me atendiera. Una persona que trabajaba en el hospital me acercó una tarjeta con un teléfono. Era de una unión vecinal y se trataba de su director, que había presenciado la escena. Este hombre, que estaba en la fila de la verdulería, le comentó al camillero que, luego de abrirle la puerta al taxista, empecé a delirar y, según relataba, yo lo había perseguido algunos metros tomándolo de la ropa mientras el auto empezaba a moverse, al grito de “por favor, no se vaya sin devolverme la plata” o algo semejante. Me dio mucha vergüenza la reconstrucción de los hechos y decidí irme del hospital mientras alguien me pedía que firmara algo que no firmé.
El latigazo cervical que pegué fue bravo. No le di seguimiento médico a las secuelas del choque. Recuerdo que, a la semana, volteé la cabeza para chequear si había cerrado el microondas después de calentarme un plato de fideos con salsa; el cuello me hizo un sencillo CLIC y me caí pálido al piso. El vidrio, la pasta y la salsa de tomate alrededor mío, tendido en el suelo, deben haber sido una imagen particularmente extraña para mi mujer, que se despertó ante mi pedido de ayuda. Después se pasó.
Al taxista lo terminaron agarrando y tuve que ir a declarar. Lo hice, pero sin ningún tipo de saña. Allá él y su puta vida. Vendí el auto y empecé a manejar solo cuando no quedaba otra. Probé con la moto y fue peor que el auto. Arranqué mal. Había comprado una moto que había armado un amigo, una Honda 150 CG. Parecía liviana y podía llegar a mi trabajo en el barrio de Constitución con menos demora. La moto estaba armada, y quien se había encargado de hacerlo había tomado la decisión de no poner un medidor de nafta, por lo que quien la manejara dependía de una intuición que yo no tenía. Me quedé sin nafta pasando la curva que seguía al tercer cono en la prueba de manejo del Automóvil Club para adquirir la licencia. El que me tomó el examen se lo contó a todo el mundo entre risotadas, y no me permitieron ir a buscar nafta en un bidón y volver. Para el día que volví, como a los tres meses, me preguntaron como cuatro veces si esta vez tenía combustible. La concha de dios.
En las calles se cruzan vehículos pequeños y otros gigantes; expertos e inexpertos; los apurados y las tortugas; jubilados en sus últimos años de renovación y aprendices con licencias provisorias. Irrespetuosos y sobreadaptados conviven en un terreno que está vivo las 24 horas. Una señora tranquila que salió al supermercado con el nieto como programa, a comprar dos kilos de peras y un maple de huevos, se puede cruzar con un remisero sin dormir que llega tarde a un viaje en Ezpeleta. Ese hombre no tiene tiempo para esperar las maniobras calmas de otro ser. Todo esto mientras un ninja en un monociclo eléctrico pasa zigzagueando entre los pequeños márgenes que quedan entre los autos y los tachos de reciclaje de residuos. Una historia de terror en cada esquina.
Cuando uno atraviesa la pesadilla de aprender a manejar en la gran ciudad, hay una frase que, quien fueras que tengas al lado para enseñarte, te va a repetir: “que se vaya a la concha de su madre”. Un clásico de las primeras bocinas que se manifiestan ante un auto que está probando volver a ser encendido en medio de la avenida. Porque la única forma de progreso es concentrarse en lo que uno está haciendo.
En el fondo, todo se trata de ir del punto A al B. El viaje no debería volverse una catarata de subderivadas mentales existenciales, éticas y morales ante cada conflicto de intereses de tránsito. No tiene sentido tener la razón; lo importante es seguir al punto al que te dirigías. En todo caso, si uno cometió un error, solo se pide disculpas y se sigue.
Todas estas pautas que tienen valor al volante me quedaron para la vida. Hasta el uso de los espejos: la vista clavada adelante, pero sin desatenderlos. Siempre hay que estar atento a lo que vamos dejando atrás para medir lo que vamos a querer hacer. Mirar para los costados solo para hacer maniobras cautelosas que no perjudiquen a los demás. Preanunciar las maniobras al resto para no propiciar accidentes propios o ajenos.
No importan las bocinas, los juicios de los demás sobre nuestros propios movimientos, el tiempo que nos lleve hacer o lograr determinada cosa. No importa qué tan bien nos salgan las cosas a medida que estás aprendiendo; lo que importa es terminar haciéndolas y no dejar de intentar por el miedo. Y es impresionante el cambio que se genera cuando uno destraba eso. Casi inmediatamente, uno puede pasar del terror absoluto a terminar manejando un bólido de metal de una tonelada a 120 kilómetros por hora. He visto a las mejores personas que conozco pasar de aprendices con el cartel de P verde, que a los tres meses iban por el carril rápido, haciendo luces chupados al auto de adelante para que se corra. De chivito a lobo en casi nada. Este tipo de contrastes en las personalidades me produce la fascinación de cualquier espanto. Eso siempre me distrajo mucho al manejar, y al volante no te podés colgar.
Terminé eligiendo la bicicleta. De hecho, todas estas cosas que escribo ahora salen de audios que me mandé a mí mismo desde la bicisenda, viendo la locura de costado mientras esquivo al 130 que acaba de tirarme encima el colectivo para agarrar la avenida. Allá él.
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