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    Calibre Mandingo

    Jun 6, 2024

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    Calibre Mandingo
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    Un estallido imperceptible irrumpe arrancando los sueños de una ciudad prohibida. La oscuridad cubre el indeseable rasgo genuino de una civilización en la demencia.

    Esta larga noche no parece terminar para las personas que eligieron cierto estilo de vida. Tres pares de huellas habitan un camino de barro rodeado de monte, el crujir de las ramas delata la sinfonía de prisa y desorden, los árboles son testigos del miedo, su milenario orden los calma.

    Los adentrados a la jungla suburbana descansan ahora recuperando el aire, secándose las lágrimas, limpiándose la sangre, dándose palabras de aliento entre ellos.

    Y sentados en un círculo, encienden una precaria fogata. La ténue luz revela sus rostros despavoridos, sudorosos, con la llama, el más serio enciende un cigarro, otro queda abstraído mirando el fuego y el último le observa la cicatriz de la cara.

    Los escalofríos recorren los cuerpos, saben que sus vidas se acaban, pero ahora es inútil preocuparse.

    Todavía tenían que deshacerse del arma pero algún primitivo deseo de poder les impedía de librarse de la causa del conflicto, veían en esa herramienta de muerte su redención y su propio camino individual al éxito.

    El cause natural de estos pensamientos inevitablemente llevaron a la disputa, mientras discutían y vociferaban entre las siluetas de sus sombras. De culpables, causas y castigos se señalaban riñiendo y distanciándose. Habían transitado todo tipo de periplos juntos, todos eran hijos de la calle, los unía la trágica hermandad del hambre y habían pertenecido al mismo grupo de los harapientos.

    La mínima importancia que les brindaba la sociedad ellos la respondían con la más sombría indiferencia.

    Por eso  robar y matar no les pesaba en la consciencia siendo el método y herramienta para lograr sus acometidos.

    Quizá esta sea la verdadera causa de su infortunio pero todavía ninguno se dio cuenta. Mientras se ocupaban en menospreciar al que tuvo la mala fortuna de apretar el gatillo, una compañía de bomberos voluntarios con un camión, luchaban contra la combustión que consumía un automóvil de la policía. Bajo el perpetuo titileo de las luces azules, los exaltados ojos de un bombero capitán reconocen los cuerpos carbonizados de los ocupantes. Al tiempo que trabaja la cuadrilla llegan dos camiones militares apenas sorteando el estrecho y sinuoso camino embarrado.

    De ellos bajan hombres armados que se mueven con la gracia y experiencia de estar perpetuamente entrenados.

    Entre el cuerpo social de un pelotón de fusileros destaca la figura de un Coronel endurecido por el combate, ya mayor, registro de su tiempo, quien se acerca al bombero para darle la noticia; aquellos cuerpos de la patrullera incendiada pertenecían «o corresponden» al Tte. 1ero Francisco Morales y al Comisario principal Vázquez.

    Ambas figuras reconocidas de la lucha contra el crimen. Alguna ley militarizante legislada por un entusiasmado nacionalista del congreso autoriza al Coronel Ordoñez a adentrarse en el bosque y dar caza a  Los Mandingos.

    Disipado y extinguido el fuego, despachados fuera del área los bomberos, se forman y se adentran los soldados. Un helicóptero divisa una hoguera improvisada cerca de la cima del cerro y la radio comunica el descubrimiento.Enseguida desfilan agazapados los fusiles inexpertos en combate real en manos de soldados confiados que generalmente profesan la potencia de fuego.

    Sólo el Coronel permanece escéptico porque conoce un detalle secreto que pronto va a hacerse notar, cambiando la ecuación de este mórbido juego.

    Un cabo y dos ayudantes fueron las primeras víctimas, cuando de sorpresa y desde arriba llovieron cuchillos sigilosos, insertándose en sus gargantas, desapareciendo los autores en la noche.Imbéciles, no debieron adelantarse, reclama un sargento amenazante, avanzando también a la trampa.

    El sol dejaba ver sus puros rayos a través del alba, naciendo estaba el nuevo día, cuando los disparos de fusiles resonaban todavía. Ningún soldado pudo verlos, los pocos que quedaban huyeron, porque la imagen que todos vivieron les quebró el alma, la moral y fué su infierno.

    Polvo rojo, agujereado, aquello no parecía ningún calibre conocido.

    Sin embargo oyeron su repiqueteo al estallar la tierra varías veces y como de un cañonazo caían las ramas, los árboles y los cuerpos.

    El coronel yacía esparcido en varios espacios del suelo, acostado sobre una marisma de sangre, su edecán ayudante, decapitado, y cerca de ellos un desafortunado soldado perforado en el pecho.

    Más allá, donde ni siquiera llegaron, duerme el sueño eterno un maleante cicatrizado, en el otro extremo de la colina, el severo rostro de un transeúnte que aborda impacientemente un colectivo fumando.  Bajo las alturas de la loma, manso arroyo fluyendo, en las dunas de los arenales, totalmente empapado, tiritando de frío y satisfecho con la vida, empuña por ultima vez el revolver gigante, dejando sentir su peso como el remordimiento, y despidiéndose de toda posibilidad de honra deja caer el arma en el hoyo que espera olvidar para siempre.

    Soldado Desnudo

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