Solían pasear todas las mañanas, quizás como nunca lo habían hecho en su juventud. Él le entregó los mejores años al trabajo: día y noche, a veces, hasta madrugadas. Ella hizo lo mismo, pero de distinta manera: atrapada en la casa, con la ardua tarea de transformarla en un hogar, dejando que los días absorbieran su energía entre pañales y canciones de cuna. Por ello, no fue hasta que los cabellos se les tornaron grises y los rostros se les llenaron de líneas que comenzaron el ritual.
Todas las mañanas, a la misma hora de siempre —esa que solían marcar hace años en el despertador—, se levantaban y arreglaban con una simple misión: «café para dos». Así emprendían la caminata hacia un viejo restaurante local, agarrados del brazo, intentando ir más rápido de lo que sus ancestrales extremidades le permitían, tal vez, hasta estorbando sin intención a quienes iban con prisa. Eventualmente, llegaban y el pedido era siempre el mismo: «café para dos, por favor».
Se sentaban a mirar a la gente pasar en silencio. ¿De qué iban a hablar? ¡Si habían pasado toda la vida juntos! En cambio, se limitaban a observar el va y viene de la calle, el cual les suscitaba recuerdos añorados. Las parejas jóvenes representaban la memoria de la ilusión de los primeros años en pareja; una madre empujando un cochecito, la vida abocada a los hijos; los hombres dirigiéndose al trabajo, el estrés de llegar a fin de mes. Imposible era olvidar todos aquellos momentos plagados de tensión que, alguna vez, habían deseado que cesaran, pero ahora eran reminiscencias de una existencia con propósito.
Sin embargo, aunque la tranquilidad de la vejez hiciera que extrañaran todo lo vivido y que la nostalgia acompañara la mayoría de sus noches; ninguna tristeza era tan profunda, ni jamás habían sentido un miedo tan grande como el recordar que no faltaba mucho para que el cotidiano «café para dos» se convirtiera en «café para uno».
Sol
Soy estudiante avanzada de la carrera de Traductorado Técnico-Científico y Literario. Reflexiono demasiado sobre todo lo que me rodea y me encanta volcarlo en palabras.
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