Me cuesta abrir la puerta de mi casa. Siempre me quejo y digo que le tengo que poner lubricante, pero rápidamente lo olvido cuando ingreso al pasillo y la luz clara que entra por la ventana me llena de calma. Una calma mezclada con tristeza, ese sentimiento pesado que nos atraviesa a los abandonados cuando arribamos al lugar que guarda los hirientes recuerdos, a la vez que nos ofrece un refugio donde recordar.
Al entrar, veo su rostro en una foto que tengo sobre el recibidor. Al lado reposan las facturas que olvidé pagar junto a sus llaves. Las está empezando a cubrir una fina capa de polvo. Camino, agotado, hasta el final del corredor. Estoy harto de extrañarla. Me pesan los ojos de llorarla, mis noches son un río de lágrimas sobre las cartas de amor que alguna vez me escribió. Y mis mañanas, mis adoradas mañanas de música indie y café recién filtrado, se esfumaron con ella. Eran mi parte favorita del día.
Desde que me abandonó, no he vuelto a probar gota de café alguno. Lo extraño. Quizás me haría bien tomarme una buena jarra. Cuando termina el pasillo, la puerta verde da lugar a la cocina. Pienso en prepararme una taza. Debe haber quedado algo del que ella usaba. Atravieso el umbral y se me cierra el pecho.
Poso una mano sobre él y con la otra me sostengo. Puedo caerme en cualquier momento. Escucho las pulsaciones de mi corazón acelerado zumbando en mis oídos. Siento cómo se desvanece el color de mi piel cuando la veo, sentada en su silla. Tan campante. Tan fresca. Mi cuerpo intenta desmayarse, pero corro a su encuentro. Caigo a sus pies. Dirige su mentón al techo mientras grita una carcajada explosiva. Sonrío. Se me entumecen los músculos faciales de sonreír. Hace tanto que no sonreía. Cómo extrañaba esa risa. Beso sus pies descalzos. Reptando por sus piernas, me levanto.
Cuando logro levantar la cabeza, ya no está. Se fue, de nuevo. Y me dejó solo, con una taza de porcelana blanca decorada con su labial rojo, a medio tomar. Un café frío sobre la mesa de fórmica marrón del que era nuestro hogar.
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