1
Lo embistió el olor a café y a desayuno. La mañana entraba por todas las ventanas.
Se sentó y le trajo la carta una mesera con aspecto de azafata – rubia y blanca, con una sonrisa impecable y unos labios que seguramente eran muy suaves. David Martín no le sonrió de vuelta. David Martín no leyó la carta.
Vio.
La mayoría eran familias. Algunas con niños, que iban y venían de la zona de juegos. Los niños querían inmiscuir a los padres en los juegos, o quizá querían solo acusar al hermano mayor de manolarga, y los padres querían desocuparse de sus hijos por lo menos una hora, así que los ignoraban lo mejor que podían, y entonces los niños volvían a la resbaladilla, a la alberca de pelotas.
Un hombre escribía en una libreta, miraba lo que acababa de escribir, hacía una mala cara, se ponía a pensar y escribía la siguiente frase. Después volvía a poner la mala cara. Un jugo de naranja yacía solitario y expectante junto a la libreta abierta, pero el escritor seguía haciendo el intento.
Una pareja de enamorados se besaba, y después seguían comiéndose sus bísquets y tomándose sus capuchinos. Volvían a mirarse amorosamente. Ella era gótica y él vestía pantalón corto verde, camiseta roja y tenis verdes, también.
Alguien le tocó el hombro. Dirigió la mirada hacia sus labios, sobresaltado.
-¿Ya sabe lo que va a ordenar? -le preguntaba, quizá por segunda vez. Le sonreía, impaciente.
La miró. Se preguntó si sería feliz. Llegó a la conclusión de que probablemente no lo era.
David sacó su libreta y escribió:
-Un café con leche, por favor.
Ella le sonrió, compasiva. Él pensó, no por primera vez, que la compasión era un pecado.
-En seguida se lo traigo -dijo, sin dejar de sonreír-. ¿Puedo tomar la carta?
Asintió.
Entonces entró. Tenía el cabello negro y largo, semi-lacio. Vestía una camisa negra y roja a cuadros, un pantalón oscuro. Delgada. Era morena, no usaba maquillaje y aun así era guapa. Traía una bolsa de mano.
Se sentó y la embistió un mesero joven, otro azafato, le colocó la carta y posiblemente otras intenciones. Ella no le siguió mucho el juego de las sonrisas, solamente agradeció y tomó la carta. Sus labios eran más gordos que otros labios, sus dientes eran amarillos, probablemente porque fumaba mucho.
Cuando se fue, ella tampoco leyó la carta. La volvió a dejar donde la encontró, en la misma mesa donde un tercero la había colocado para sí más que para ella, como sucede con todas las cartas que, según el psicoanálisis más ortodoxo y el análisis más crítico, siempre llegan a su destinatario, cuando específicamente casi todas las cartas tienen como destinatario a quien las escribió, no mentían los escritores cuando decían que escribir era como mandar manuscritos al océano en botellas vacías, y Poe era alcohólico, Bukowski también.
Sacó un manojo de hojas de la bolsa. Las leyó con manos temblorosas. “¿Parkinson?” se dijo David. Había adultos jóvenes que lo tenían. “Los hay niños ciegos, adolescentes tetrapléjicos y niñas abusadas. Sordomudos, etc. Siempre hay un roto para un descosido, y todas esas otras mentiras.”
La azafata le colocó un vaso vacío largo enfrente. Le sirvió el café oscuro como la obsidiana. Él le indicó con una mano que parara. Había servido solo un chorrito. Después, sirvió la leche, y subía la cafetera, y el haz blanco se hacía más largo, y borboteaba contra la negrura, que se aclaraba, que se aclaraba, que se aclaraba, y se generaba la espuma… hasta que se llenó. Ella le sonrió. Él no pudo evitar devolverle el espectáculo, así que le sonrió también, lo que pareció ser el highlight de su semana, pese a la previa y fingida indiferencia.
-¿Algo más? -le dijeron aquellos labios carnosos.
No, le dijo él con la cabeza.
El mesero coqueto regresó con la mujer.
-Un café negro -repuso la mujer sin por favor.
-En seguida. -Esta vez una sonrisa menos convencida que la anterior.
“Hay dos tipos de personas,” pensó David Martín, y dio un sorbo cuidadoso a su café.
La mujer siguió leyendo. Una lágrima.
Cuando le trajeron el café, sí dio las gracias, se limpió la lágrima disimuladamente. No se sirvió azúcar, solo tomó un sorbo, y siguió leyendo. Luego, otro sorbo. Y luego otro.
Él la observó, mientras seguía tomando. Y pensaba que Bukowski era alcohólico.
Entonces se acabó el café, pidió la cuenta. El mesero, un poco avergonzado, prometió que se la traería.
Su café con leche también estaba aniquilado. El jugo de naranja del escritor frustrado seguía suplicándole, impotente, que se lo tomara, pero el escritor seguía escribiendo, por fortuna o por desgracia para todos y para nadie.
La mujer sacó un cuchillo de la bolsa, se lo llevó al cuello, y cortó. La sangre salió a presión. Ella se convulsionó, mirando al cielo, mirando al techo. La gente gritó y los padres les taparon la mirada a los niños. Como con la negrura del café, el proceso fue progresivo, las convulsiones menos rápidas. El escritor saltó en su sitio, traumatizado.
Cuando cesó todo movimiento (el cuchillo ensangrentado hizo ruido cuando cayó, como si se hubiera roto algo, una taza de té, por ejemplo) y además estaban todos en silencio, David Martín caminó hacia su mesa.
No pudo suprimir la media sonrisa; la carta, por supuesto, era de suicidio.
La guardó en la bolsa de mano, en donde no encontró más. No perfumes, no maquillaje, no celular, no labiales, no llaves, no identificaciones. Se colgó el bolso del hombro.
Le guiñó un ojo al escritor frustrado, le hizo un gesto hacia la libreta vacía, con el dedo.
“¡Escribe! ¡Sapere aude!” pensó.
El hombre pareció no entender. Probablemente era de esos, de esos a los que la muerte veía a los ojos y no entendía. David Martín se encogió de hombros. “No puedes salvarlos a todos,” se dijo. Suponerse salvador, por otra parte, era un pecado.
Tomó a la mujer, que era un poco más alta que él. Se la llevó entre brazos. Era muy pesada, pero tenía práctica. Había hecho esto antes. Tuvo especial cuidado con los escalones de la entrada del café. Pensó que salir sin pagar también era un pecado, pero que pagaban justos por pecadores. “Si tan solo alguien te hubiera mirado lo suficiente,” pensó, “no habría escritores traumatizados.”
2
Su furia era un tartamudeo.
No soportaba a los esposos, a los novios o a los amigos de las personas a las que se encontraba (mucho menos a los padres). Se negaba a llamarles víctimas.
Los esposos, los novios o los amigos solían ser incompetentes, vulgares, malas personas, desquiciados, pecadores. En su experiencia, no eran los externos los que jodían la vida. Eran precisamente el esposo, el hijo, la mujer, la madre, el padre, el abuelo, el tío. El abuso sexual frecuentemente ocurría entre las familias. Todas las cenas eran la última.
En la mayoría de los casos pecaban mucho más por omisión que por comisión, así que estaba convencido de que el camino hacia el infierno estaba pavimentado de buenas intenciones.
El camino hacia su casa estaba pavimentado de asfalto, y la casa estaba a una cuadra del café. La gente lo miraba, viendo por primera vez en quién sabía cuánto, dándose cuenta por primera vez en quién sabía cuánto de lo que pasaba frente a sus narices.
Cuando llegó a la puerta azul, (“La puerta azul de la casa de Notting Hill,” se recordó con otra sonrisa triste), tuvo que soltarla un momento. Le cerró los ojos, la peinó un poco, sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta, volvió a levantarla, volvió a cargarla, volvió a pensar en cruces, en cómo todos cargamos con una cruz, en cómo al menos todos tenemos un clavo que nos lastima, la acostó en el sofá.
La gente se arremolinaba en torno a la puerta abierta. Él la cerró, con llave.
3
Alguien había llamado a urgencias. Para nada, por cierto, porque el cadáver era un cadáver y ya no estaba tampoco. También habían llamado a la policía, y la policía había llegado sorprendentemente a tiempo, y les explicaron qué había sucedido, en grupo, parecían un grupo mancomunado, una comunión social, lo que Marx hubiera querido que fueran, la comunión del espíritu santo, etc. Les dijeron dónde lo habían visto dirigirse, en qué lugar se había metido (-La casa de la puerta azul -dijeron.) Cuando fueron a buscar la casa de la puerta azul, no la encontraron. Había una casa y había otra casa, y pese a que todo el mundo era consciente de lo que había ocurrido, no había casa. Se levantó un expediente.
Entrevistaron a algunos.
-¿Cuál es su versión de los hechos?
La mujer rechoncha respondió:
-Era un bonito domingo, estábamos todos desayunando, mi hijo estaba allá -indicó a la zona infantil-, mi marido estaba conmigo, desayunando. No supimos bien cómo estuvo. Solo, de pronto, escuchamos ese sonido…
-Sí -añadió el marido.
-¿Ese sonido?
-Como… como ssssss, como si fuera una serpiente -dijo la mujer rechoncha-, me refiero a que sonaba como cuando riegas, como cuando sale líquido bajo presión.
-Era la sangre -dijo el marido, y la mujer rechoncha lo miró con una mirada que decía, qué cínico.
-¿Y después qué pasó? -dijo el policía, de apellido Barrido.
-Después, el hombre fue hacia ella. Horrible. Horrible el asunto. Horrible.
-¿Y qué hizo? -dijo el policía, impaciente. No sonreía, a diferencia de cierta pseudoazafata.
-Solo la cogió. La tomó y se fue con ella.
-Se la llevó como a una botella de cerveza -dijo el marido, ganándose otra miradita.
Otro policía, Escobillas, interrogaba al escritor.
-Me miró. Al final, cuando la tomó, me miró, me guiñó el ojo. Sonreía levemente.
-¿Sonreía?
-Sí, como tristemente. Como si supiera lo que acababa de pasar. Como si supiera lo que acababa de pasar -buscó las palabras-, y como si ningún otro presente hubiera entendido, a pesar de él, lo que acababa de pasar.
-¿Usted qué hacía?
-Escribía.
-¿Qué escribía?
-¿Importa?
-No. No realmente.
La pareja de enamorados juraron no haberse percatado de la presencia del sordomudo. Sabían los policías que era sordomudo porque hablaron con la pseudoazafata.
-Usted lo trató, ¿cierto?
-Sí.
-Reláteme su versión de los hechos.
-El hombre se metió, yo lo vi meterse. Caminaba sigilosamente y tenía un aura extraña.
Barrido había escuchado esto muchas veces. Cuando alguien había hecho algo – se había robado algo, había asaltado el lugar o habían disparado – las personas siempre juraban que había algo extraño, que algo presentían. Era su manera quizá de decir, “yo en realidad sabía lo que iba a pasar, lo que pasa es que yo,…” como el alcohólico que te explica por qué volvió a tomar ayer, o el estudiante que te justifica por qué reprobó el examen. Escobillas, por su parte, pensaba en lo mismo, en lo mismo pero de otra forma – Escobillas creía en el destino, creía en las auras y creía en los presentimientos, y se sentía aterrado de creer en todo eso, porque había visto suficientes cosas. Habían sido suficientes cosas ya.
-Fui a atenderlo y noté que me miraba mucho los labios. Primero me incomodó.
-¿Está usted acostumbrada a que le miren los labios? -dijo Escobillas.
Barrido sabía el estilo de preguntas que solía hacer Escobillas. Escobillas juraba que le ayudaba a saber detalles que de otra forma no podría haber sabido. Barrido estaba completamente de acuerdo, en el sentido de que eran detalles completamente innecesarios. Sin embargo, le interesaba la pregunta de los labios, la mujer enfrente suyo era realmente hermosa.
-No, no me miran los labios. Es decir… Usted me entiende.
-No, no estoy seguro de entender.
-Sí, sí entiende -dijo Barrido-. Lo que queremos saber es lo que continúa en su relato de los hechos, por favor.
-Sí -dijo, molesta pero decidida a continuar-. Y noté que era sordo. He conocido a más sordos, y ellos sí me miraban los labios.
Escobillas sonrió, sintiéndose más listo que los demás en la misma habitación.
-Y después, su orden me la pidió escribiéndola en una libreta. Ahí noté que también era mudo.
-Ya -dijo Barrido.
-¿Y qué pidió? -preguntó Escobillas.
-Un café con leche -dijo la mujer con aspecto de azafata.
-¿Ya había entrado antes a este local? -preguntó Barrido.
-No. Nunca lo había visto. Y, sin embargo, ya me parecía conocido.
-¿Conocido cómo? -inquirió Escobillas.
-Conocido como… ¿sabe usted quién es Albert Camus?
-No -dijo Barrido.
-Sí -dijo Escobillas-. Para mi desgracia, sé quién es. -Al notar la mirada incómoda de Barrido, dijo-: Es un tipo que te explica por qué no hay que suicidarse. El Mito de Sísifo. ¿No? Gran ensayo filosófico, pero deprimente como la mierda. Demasiado deprimente para ser un ensayo que te convence de no matarte, pero bueno.
-Sí -dijo la azafata-. Hay una película… Camus. Y, en la película, el actor que interpreta a Albert Camus es alto, callado y fumador. Como Camus real, te da la impresión de que cree que los hombres están en su mayor expresión cuando juegan futbol, y que entonces no hay guerra que importe…
-¿Adónde va con esto? -inquirió Barrido, impaciente.
-Mi punto es, que el actor me parece como alguien que ya conozco. Quiero decir, no conozco a nadie tan… típicamente francés. Ni conozco a nadie que fume tanto. Pero… el actor y su interpretación, me parecían terriblemente conocidas. Como si fuera mi tío o mi papá. No sé explicarlo, pero me dieron unas terribles ganas de… No sé. Como si me recordara a todos los hombres y a la vez a ninguno.
Barrido pensó, “vaya pérdida de tiempo”.
Escobillas pensó, “wow, cómo me encantaría besar a esta mujer”.
Después, todo el mundo olvidó todo. No habían encontrado la casa, el expediente se había archivado y nadie recordaba aquel día. (El cuchillo había pasado inadvertido para la policía – el café lo había cogido y lo habían lavado los meseros, después lo habían incluido en la colección.) Hacían ojos sordos, oídos sordos, nadie hablaba del tema. Habían limpiado la sangre todavía, habían sido los meseros. El mesero guapo había vomitado varias veces, no por la sangre en sí misma sino por lo perturbado que se sentía y lo poco preparado que se sentía para vivir en general, y, cuando vomitaba, pensaba en lo mucho que le había confirmado el día de hoy lo poco preparado que se sentía para vivir, pensó en su casa, en su casa llena de botellas vacías y oscuridad, y no volvió una vez entró otra vez en el alcoholismo… Laura, por su parte, lloró y, una vez que todos lo olvidaron, se descubrió llorando como cuando Amy habló con Van Gogh, y Van Gogh le habló de Rory, y Rory había muerto, solo que Amy no lo recordaba, y Van Gogh le dijo a Amy:
-Estás llorando.
Y Van Gogh tenía bipolaridad, estaba cercano al suicidio, todos los vecinos lo odiaban y era solamente él quien podía ver el monstruo, y nadie más, se sentía terriblemente solo y Theo solo lo visitaba ocasionalmente. Amy era la mujer más hermosa que había conocido, y, cuando lo abandonó, los girasoles los había pintado para ella. (-La noche estrellada cree en ti, había dicho, en la oscuridad. Un soplo de humo, en la oscuridad.) Poco tiempo después, el balazo y la bala. Y poco tiempo antes, una oreja.
Y así había llorado Laura, quien jamás se había subido a un avión y siempre había querido hacerlo, de cabello rubio y dientes blancos, se los lavaba tres veces al día desde niña, le gustaba hacerlo, se sentía así más limpia.
Todos lo olvidaron, todo fue limpiado, y nadie se acordó de la casa de la puerta azul que volvía a aparecer, a verse en el orden natural de las casas, solo que ahora volvía a ser pequeña e irrelevante, como aquella casa de la puerta azul en Notting Hill.
4
Le quitó la camisa, botón a botón. Abrió el botón del pantalón oscuro, y se lo quitó lentamente. Sus calzones eran negros, también. También se los quitó. La vio desnuda. Desnuda y muerta. La besó en los labios. Fue un beso suave, largo y cremoso, como besar la espuma de un mocaccino. Se masturbó enfrente suyo. Cuando estuvo por acabar, le abrió los ojos con suavidad. Se masturbó mirándola a los ojos, esos ojos lo obsesionarían. Se vino en su barriga, el semen cayó en su ombligo. Le besó el ombligo, saboreó su propio semen, se lo tragó. Sabía salado.
Se sentó un momento, también desnudo, complacido. Seguía estando erecto. Se quitó las últimas gotas de semen con los dedos.
Se preguntó si, en vida, la mujer habría tenido buen sexo. Si alguien le habría hecho tener un orgasmo. Algo le decía que no.
La taxidermia es el arte de congelar, como si fuera una fotografía.
Fue por el bisturí. Le abrió el vientre, lenta, eróticamente, provocando una delgada línea roja. Le sacó el corazón, los pulmones, el hígado, todos esos sucios intestinos, el estómago. Metió todos los órganos en diversas bolsas de basura.
Abrió la puerta azul, sacó las bolsas. Su vecino Virgilio, regordete, bonachón y calvo, estaba haciendo lo mismo.
-Buenos días -lo saludó éste con una sonrisota. Era farmacéutico, y estaba acostumbrado a tratar con la gente. Había aprendido a través de los años que lo mejor que uno podía hacer en cualquiera de los casos era ser amable.
David Martín le devolvió el saludo con un gesto. Después, volvió a meterse en casa.
5
Fue por el gancho. Se lo metió entre los pechos, por la hendidura que le había hecho con el bisturí. Le abrió la boca y rebuscó con la mano entre la garganta, así como ella había rebuscado en su propio bolso. Encontró el gancho, lo jaló, lo sacó por la boca. Se la llevó, colgada del gancho.
Abrió la puerta (con llave), parecía la puerta de Coraline.
Bajó los escalones. Primero uno, luego otro, luego otro. Lo hizo con cuidado.
El cuarto estaba refrigerado. Había muchas moscas. Olía a carne.
Abrió la puerta corrediza del armario. La colgó entre las demás.
Cerró la puerta con la llave antigua.
6
Fue a su cuarto. Las cortinas estaban corridas.
Se quitó su camisa, botón a botón. Con cuidado. Entonces dejó que cayera al suelo. Se quitó el cinturón y después el pantalón, que también cayó en el suelo. Se quitó los calcetines. Se acostó desnudo, sin taparse.
Miró el techo.
En algún momento se quedó dormido.
7
Pero había otro escritor. Se llamaba Darío, y escribía sobre una mujer que no estaba, como lo hacen todos los escritores.
Recuerdo que tu cabello era café, como el café del café con leche. Recuerdo que usabas una de estas chaquetas que parecen ser de detective, color beige, con el cuello largo y demasiado grande para ti. Recuerdo que fumabas y que me soplabas el humo en la cara porque yo te pedía que lo hicieras. Recuerdo que tenías un nombre, y sin embargo no quiero pronunciarlo en voz alta. Le quitaría toda la magia.
Hay cosas que es mejor no decirlas en voz alta. Si no, dejan de parecer reales.
Recuerdo que te gustaba leer. Que te gustaba ir al cine sola porque te gustaba estar sola, porque te gustaba mirar una película y pretender que tú eras la protagonista o el protagonista. Recuerdo que te gustaba ir a Plaza Stadium porque ahí no había casi nadie. Recuerdo que en tu billetera traías LSD.
Recuerdo que decías que te gustaba la Filosofía y que nunca la habías estudiado más que leído. Recuerdo que me hablabas del hombre existencialista, y que me decías que tú eras una.
(Recuerdo haber pensado tantas veces en lo cliché y pretenciosa que eras, pero nunca haberlo dicho porque eso habría arruinado todas mis posibilidades de coger contigo.)
Recuerdo todas esas veces que fuimos al cine juntos, a pesar tuyo, que querías estar sola. Recuerdo que la sala entera se reía de lo que estaba pasando en la película y que tú solo estabas sentada, mirando la pantalla, que los destellos blancos y negros se reflejaban sobre tu cara y que las formas se proyectaban sobre tu nariz y labios, pero que tú no te reías. Recuerdo que te conté que se había muerto mi abuela, que se había muerto mi tío, y que te encogiste de hombros y no dijiste nada, y que luego me abrazaste.
Recuerdo cuando me empezaste a hablar del suicidio, como si yo no supiera lo que era.
Recuerdo que me contaste lo que era el divorcio entre el hombre y el mundo en el que vivía, que me explicaste que hay cosas en el mundo que no entendemos y que jamás alcanzaremos a comprender, y que era esa constante rebelión, que era esa constante rebelión del hombre que realmente no entiende nada pero que quiere comprenderlo todo, lo que era la vida. Que la vida era absurda, según tú. Recuerdo que te reías cuando aparecía un perro frente a nosotros, y decías que era absurdo. Recuerdo que una vez me contaste que habías visto a un hombre cagar frente a tu casa, en un terreno baldío, y que eso también había sido parte del absurdo.
Nunca leí a quien me recomendaste que leyera. Por lo menos no mientras salíamos. No me interesaba. Me gustaba verte hablar, sí. Me gustaba ver cómo movías los labios y cómo los dientes amarillentos sobresalían de ellos, dientes que eran amarillos pero que a la vez eran blancos porque eran los tuyos. Me gustaba pensar en cómo tu nariz era perfecta. No me importaba lo que me decías que leyera. No me importaba en lo más mínimo.
No me importaba ir al cine si no era contigo, no me importaba vivir si no era para escucharte hablar, porque la mayor parte del tiempo la que hablaba eras tú, y eso no me importaba en lo más mínimo. Me encantaba oírte hablar. Era como caer en hipnosis.
Y, un día, desapareciste. Te busqué en la casa donde vivías sola y con nadie más, que estaba desordenada y llena de paquetes de galletas y garrafones de agua que ya estaban en desuso y vacíos. Te busqué en el Poliforum, cerca del árbol que cambiaba de colores, según tú, aunque era y es un árbol sobre el cual se proyectan luces de colores cuando es de noche, así que no es el árbol el que cambia de colores, sino que son las lu… Pero eso no importa. Te busqué en donde me habías contado que trabajabas, pregunté por ti y me di cuenta de que solo conocía uno de tus nombres y ningún apellido, y que aún no quiero pronunciarlo en voz alta pero que lo pronuncié aquella vez, y que me dijeron que tal persona no existía, como si jamás hubieras nacido. Como si jamás hubieras existido. Como si nadie con tu nombre hubiera existido. Como si tu nombre no hubiera existido.
Te mandé mensajes y te llamé, pero el teléfono me dijo que el número que había marcado no existía y WhatsApp me dijo que el mensaje no se había mandado.
Recuerdo que me metía al cine a solas, y que cada que alguien se metía aunque era una silueta más que una persona yo intentaba descifrar si esa silueta eras tú o si era alguien más y siempre me daba cuenta de que nunca eras tú.
Recuerdo haber llorado, camino a la escuela, en el autobús, y que a la gente no le importó en lo más mínimo.
Recuerdo haber ido a una librería, porque me decías que te gustaba leer, y comprar un libro de Stephen King, porque en toda mi vida no había leído ningún libro más que Siddharta, el cual lo leí porque me lo encargaron en la escuela y ni siquiera disfruté. Recuerdo intentar leer ese libro de Stephen King una y otra vez, pero no pasar de la página 100.
Recuerdo haber regresado de la escuela, encontrar mi casa desierta, saber que mis padres no estaban y hacerme una Maruchan porque no había nada de comer. Recuerdo entonces que me entraron unas ganas de escribir como a quien le dan ganas de hacer el amor, como a quien le dan ganas de cagar cuando tiene diarrea, como a quien le dan ganas de gritar cuando es mujer u homosexual o negro u hombre acusado de ser un violador en potencia.
Recuerdo haber corrido a mi cuarto, por las escaleras, casi haberme resbalado y tal vez haberme matado al tal vez haberme estampado con la cabeza contra el barandal de hierro, pero recuerdo haber llegado a mi cuarto, sano y salvo. Recuerdo haberme sentado en la silla negra y simplona que está frente a mi escritorio, haber abierto un Word, y al final no haber escrito nada porque jamás lo había hecho en mi vida.
Ahora estoy leyendo a quien me dijiste que leyera. Tengo que leer todas sus oraciones dos veces como mínimo para entenderlas y de vez en cuando tengo que hacer como que le entendí para poder continuar leyendo. Pero le entiendo, al parecer.
(Ahora, escribo.)
El tipo este con las oraciones intrincadas llega a una conclusión. Dice que el hombre existencialista (o la mujer, o el niño existencialista; esto no lo dice pero tal vez debería decirlo, no lo sé, tampoco es que importe mucho…) rechaza el suicidio. Dice que rechaza el suicidio. Sí, habla de lo que tú hablabas. Que el hombre existencialista está en constante rebelión con el mundo, y que eso en su conjunto y en su relación es el absurdo. Pero también dice que el suicidio es ponerle fin a esa rebelión. A ese libertinaje que es lo único que nos queda porque, a final de cuentas, Dios no existe y nuestras vidas no tienen sentido porque, a final de cuentas, tal vez podríamos morirnos todos mañana y porque, a final de cuentas, no lo comprendemos nada, ¿no es cierto?, ¿no es lo que decías?, ¿no es lo que decías, a pesar de que te jactabas de ser atea, no es lo que repetías como si fuera el evangelio, no es lo que con gusto habrías ido pregonando de puerta en puerta, “que dios está muerto y que la vida no tiene ningún sentido y que, encima, jamás la lograremos comprender”?
No sé si te suicidaste. No sé si a alguien le importó. No sé si alguien fue a tu funeral. No sé si siquiera exististe.
Pero sé que ya no estás. Y sé que, si te suicidaste, eres una cobarde.
Y sé que todavía pienso en ti como si todavía existieras, como si nunca te hubieras matado, como si nunca te hubieras rendido ante el absurdo.
Porque eso es lo que eras. Eras una mujer absurda, te volviste parte del mundo que decías que rechazabas. Te volviste parte de la película que no me hace ninguna gracia, de las proyecciones que ahora bailan sobre mi cara en donde no hay reacción.
(Y sin embargo, todo lo que escribo lo escribo pensando en ti, y me da miedo pronunciar tu nombre, cual fueras Dios.)
Dejó de escribir.
8
David Martín encontró a la mujer que no estaba. Estaba sentada en un puente. Era el puente más grande que había conocido, de niña, siempre había querido caminar por un puente grande en Navidad, tomada de la mano de su papá, pero su papá estaba acostado todo el tiempo, y hablaba chueco, tomaba mucho, casi siempre estaba acostado, y mamá lloraba, lloraba pero no hacía nada, ahí había aprendido que las mujeres no hacen nada bien y que a los hombres no había que despertarlos cuando dormían. Había tenido muchas parejas sexuales a lo largo de su vida, y jamás había despertado a ninguno después del coito, cuando caían, rendidos, sin poder más. Después se iba, sin avisar, etc.
Hacía frío. David Martín le colocó una mano en el hombro y se sentó junto a ella. Las piernas de ambos colgaban. Veían el río. Le tendió el suéter extra que se había llevado de su casa.
-¿Quién eres? -dijo la mujer, que lloraba, que lloraba y no hacía nada.
Él la miró inexpresivamente.
-Ya no quiero más. Ya no puedo más.
Ella tomó el suéter y lo arrojó, al agua.
Él sacó una libreta, una nueva, había olvidado la anterior.
-¿Por qué? -escribió.
-Porque no siento nada -dijo ella-. Nunca siento nada. No sé en qué momento me… me caí. Uno siempre se cae, ¿no? Siempre es la caída, como en Albert Camus. Un día, es la caída, y después ya no eres feliz. Te avergüenzas de quien eres. No soportas que te vean desnuda. Y tienes sexo, sí, porque es lo único que ayuda. Pero después vuelves a sentir el… el frío. ¿Sabes? Siempre es así. Y siempre termina siendo así. Y estoy cansada de que sea así. Y no puedo más. Y quiero morir. Quiero morir. Por favor, déjame morir.
-Yo no puedo detenerte -escribió.
-¿Pero quién eres?
-Soy la muerte -escribió.
-¿La muerte?
Se rió en mudo.
-No -escribió-. No soy la muerte. Para un materialista, la muerte no existe. No hay concepciones metafísicas para un materialista radical como tú y como yo.
-¿Cómo sabes que soy materialista?
-Todos los que leen a Camus y terminan sí decantándose por el suicido tienen que serlo -escribió.
-Pero estás equivocado -dijo ella-. Para un materialista, la muerte es lo más real que existe. Cuando Jesús murió en la cruz, murió realmente. Murió dios, en minúscula. Y no volvió. Eso de que ascendió a los cielos otra vez es solo una metáfora. Tengo este dolor -añadió, como si fuera un afterthought-. Tengo este dolor de ojos. -Y lo miró a los ojos.
“Son unos ojos hermosos,” pensó él.
-Me duelen. Por atrás. Se llama dolor retroocular. Pensaban que era glaucoma. Pensaban que era cáncer. Bueno, pero primero pensaron que era ojo seco, que era alergia, que era alergia muy fuerte. Las gotas no ayudaron. Las mil y un gotas no ayudaron. Entonces empezaron a pensar que era glaucoma. Pero no era glaucoma. ¿Sabes qué era?
Ella esperó a que él escribiera, pacientemente, y él escribió.
-¿Cáncer? -escribió.
-No, no era cáncer -le dijo-. No era glaucoma. No sé qué era. Hasta el día de hoy no sé qué era. Pero duele tanto…
-¿Desde cuándo? -escribió.
-No recuerdo. Años. Años. Podría ser casi una década. Sí. Seguramente ya es década. No sé. Raro, ¿no? Cómo vives en una casa. Y no te das cuenta. Y de pronto ya pasó una década. Pasaste una década en una casa donde te desnudaste muchas veces, y muchos te vieron, desnuda. Y los hiciste sentir. Oh, cómo los hiciste sentir. Pero después, después estás aquí, en el puente. Y, bueno. Creo que esto es todo. ¿Puedes prometerme algo?
-Claro -escribió.
-Apaga las luces si eres el último en salir. Estoy convencido de que la Muerte es quien apaga las luces al final. Todo el mundo se olvida de las luces, pero no la Muerte. Ella sabe que es de buenos modales apagar las luces antes de salir, sobre todo si eres el último. Es como borrar el pizarrón en el salón de clase después de que les explicas Análisis Vectorial, o pedir perdón cuando te equivocaste. ¿Sabes? Oh, no quiero hacerlo.
-Entonces no lo hagas -escribió-. Tienes unos ojos maravillosos -escribió después.
Ella lo miró.
-Si quieres un beso, tendrás que pagar por una puta.
Entonces se lanzó. Pareció un movimiento cobarde, como si supiera que, si no lo hacía ahora, no lo hacía nunca. ¿Y después qué pasaría? Estaríamos todos vivos, sería un problema, ¿no?
Sonrió, triste.
Caminó en la oscuridad. Estaba desierto. Eran las 3 am. Cerca suyo, por alguna calle, se besaban Pedro e Irene, dos enamorados idiotas. Se besaban enfrente de una librería cerrada pero Irene estaba comprometida y a Pedro le gustaba mucho leer. Caminó.
Cuando llegó a la parte baja, a la costa, vio el puente por debajo. Se dijo que las cosas se veían muy diferente con perspectiva, que la mujer más bella puede verse fea.
Nadó. La buscó. Con la suerte que él tenía, la encontró. Subió con ella hasta la superficie. Fue difícil. Siempre era difícil. Casi se hundió él también.
Se la llevó.
La metió en el coche.
Condujo, en silencio. Nadie lo vio. Estaban ocupados, Pedro e Irene, haciéndose simultáneamente miserables.
9
Un correo decía,
No disfruto nada. No he disfrutado nada en meses. Ya no puedo concentrarme al leer y ya no puedo ver películas o series o especiales de Loriot porque constantemente me pregunto si estoy sentado en la posición más cómoda o la más correcta y porque no puedo evitar preguntarme si tengo que rascarme el cuello o estirarme para que después no me duela. Ya no disfruto comer porque llega un punto en el que la comida se acaba.
Pienso que es escribir. Lo que me mantiene vivo. Pero a veces parece que eso no es cierto. Hay días buenos, y hay días malos, en los que escribes pero más bien parece que estás cayendo en picada y que no hay nada de lo que puedas agarrarte. Y los días buenos me hacen pensar que sí quiero estar vivo y los malos me hacen preguntarme si quiero estar vivo.
A veces es la música. Ciertas canciones me hacen pensar en gente emocionalmente lisiada y rota que alguna vez vi en una película o leí en alguna parte o que conocí o de las que oí hablar alguna vez, y pienso que ellos son los que me mantienen vivo.
A veces son ciertos sentimientos. Siempre han sido los sentimientos, pero a veces parece que no están.
No hay nada que me haga sentir en casa.
Ni los aeropuertos ni los aviones ni el miedo de ambas cosas. Y tampoco es el último día de clase, en el que escucho una canción impopular en el camino a la escuela y me doy cuenta de que estoy enamorado de esa canción desde no sé cuándo pero que acabo de conocer. No son las mañanas lluviosas en las que llueve cuando acabo de despertar. No es la nieve que nunca deja de serlo y no se convierte en hielo sino sigue siendo nieve. No es café con leche ni la leche solamente o galletas de chocolate o un sofá verde y una casa azul y gatos que están junto a una bicicleta.
La mayoría de las veces, es vacío, sin sentido, sin dirección. Tal vez en un camino, tal vez al final de un camino, pero, la mayoría de las veces, no hay casa, no hay un lugar en el que me pueda sentir en casa.
La mayoría de las veces, creo que me siento bien. Me paro y estoy feliz, y hago esto y hago lo otro y me pongo a escribir un rato y me pongo a leer un rato y luego me pongo triste y eso está bien porque de hecho me gusta sentirme triste. Al día siguiente tengo náuseas, y todo parece ser un chiste de mal gusto.
Cuando estoy solo en donde sea y nadie puede oírme empiezo a hablar. Casi sin que pueda evitarlo las palabras salen de mi boca como si fueran vómito. Y en esas ocasiones descubro que estoy explicándome cosas, haciendo que las cosas insignificantes lo sean menos, y sonando como alguien que normalmente se explica las cosas y las explica a otros. Es en estas ocasiones cuando todo parece más un chiste de mal gusto.
A veces estoy asustado. No en un sentido figurado. No como estilo de vida. Estoy literalmente asustado y no puedo dejar de estarlo. Y luego hay cosas que me observan. No tienen ojos, pero me observan. Es el armario o el escritorio o la pluma o la libreta. Las cosas me miran feo.
A veces todo parece ser divertido, demasiado divertido, y parece reírse. Eso me pasa cuando yo me estoy riendo, y me da miedo no poder dejar de reír y luego volverme loco.
Una vez maté una mosca y me gustó por el Creeeack que hizo su espalda cuando la aplasté.
Escucho voces cuando estoy en el baño y la luz está prendida. Es como si por error escuchara una conversación en la que dos personas están hablando y una empieza a gritar hasta que grita tan fuerte que me asusto.
Después de leer un buen rato en mi cabeza se construyen oraciones sin que yo lo decida.
Estoy enfermo. Siempre lo he estado. Todas estas cosas las he tenido desde que tengo 6 años, probablemente. Excepto por eso de no disfrutar ya nada. Eso es nuevo y no se me va a pasar por unos cuantos días.
La mayoría de las veces escribirte un mail es como estar en casa. Siempre puedo concentrarme cuando te escribo, y no parece ser inútil y sin sentido y vacío. Y vaya que es divertido.
Gracias por haberme compartido ese video, y por haberte enojado por el tipo de letra que usé en esa historia que te mandé. A mí tampoco me gustó el tipo de letra; solo se veía rara y parecía decir a gritos que lo que escribí era una caca. No me gusta esa historia. No realmente. Sus frases son monótonas y fue muy difícil sacarlas y transcribirlas al papel, y me la pasaba checando el reloj para ya cumplir mis cuatro horas diarias de escritura e irme a hacer otra cosa.
Nunca vi ni leí Comer, Rezar, Amar. Pero sí conozco a Julia Roberts. Y he visto Notting Hill. Escuché que Comer, Rezar, Amar es aburrida. Pero su escritora parece ser buena persona.
(Espero que esto no haya sido demasiado creepy. Sé que lo fue, pero espero que no lo haya sido.)
Gicela Hernández
para mí:
10
Estaba en el hospital. Se había lanzado de la escalera. Le había costado, se había sentido muy cobarde pero, al final, lo había hecho. Desafortunadamente no había muerto.
Sus papás no le habían dirigido palabra desde entonces. Lo habían llevado al hospital, se habían peleado con los médicos correspondientes. Después lo habían internado en el hospital psiquiátrico, y le daban medicina y tenía un cuarto y veía la tele y de vez en cuando veía por la ventana, el jardín lo ponía más triste, el pasto verde, las plantas. Pero sus papás no le dedicaban palabra, no le escribían. Lo visitaban y, cuando lo visitaban, solo lo veían.
Parecían querer decir:
-¿Cómo eres así de malagradecido?
Pero nadie decía nada.
Gicela Hernández, la maestra de la que estaba enamorado, no sabía que sí había intentado suicidarse después de todo.
En segundo año de secundaria, había tenido una maestra joven. Le llevaba doce años, pero era tremendamente joven, se veía tremendamente joven. Tenía bonitas tetas y buen culo, estaba bien formada, a su parecer. En su cabeza de 15 años, las mujeres estaban bien o mal formadas, y de vez en cuando veía a cierta compañera y pensaba, “plana”. Por supuesto, nunca se lo decía.
Gicela les daba Inglés. Estaba obsesionada con los británicos (Harry Potter, Sherlock, el acento, a veces intentaba imitar el acento y no lo conseguía, decía
-Paaaty
En vez de
-Pari
O simplemente
-Party,
Y nadie se reía, Christian tampoco lo hacía, pero le daba pena ajena, le daba cringe, y a la vez le gustaba, sonreía cuando pensaba en ella).
Había descubierto que a Gicela le gustaba leer y, peor aún, que tenía un blog. Que había publicado un libro.
Entonces había aprendido a escribir. Quería ser escritor desde que tenía seis años, las oraciones se formaban solas en su cabeza, pero lo había pospuesto. Lo asustaba escribir. Se presionaba demasiado y odiaba inmediatamente lo que escribía, y entonces lo tiraba o lo rayaba o se castigaba y se hacía daño. Entonces había dejado de escribir.
Pero, a los 15, cuando descubrió que a ella también le gustaba escribir, decidió escribir para ella, porque además sabía que le gustaba leer, y quería que lo leyera.
Así que, cuando había acabado el ciclo y era verano, le escribió un correo. Así como había encontrado el blog, había encontrado su correo. Y ella le contestó.
Entonces le escribió otro correo. Y ella le volvió a contestar.
Y entonces le escribió otro. Y ella le volvió a contestar.
El siguiente ciclo escolar, ella le volvió a dar clase. En la escuela, no intercambiaban palabra alguna.
Él faltaba mucho.
Siempre sacaba 10 en sus exámenes sin estudiar.
Cuando le entregaba sus tareas, metía entre las hojas de tarea el último cuento que había escrito. Ella lo leía, se lo reseñaba y se lo devolvía. A veces, le decía,
You wrote something amazing
Que venía a significar,
Escribiste algo maravilloso
Y, pese a que no se lo hubiera creído de nadie más (cuando lo intentaban besar otras personas, o cuando le decían te amo sin decírselo, en forma de Te Extraño o No Te Vayas o Vamos Al Cine A Ver Buscando A Dory, o cuando lo tomaban de la mano y le decían que él era guapo, que él era lindo, entonces él decía
-No, no lo soy, no puedes estar hablando en serio
Y entonces se iba, no volvía, no iban al cine, jamás iban al cine, ni siquiera iban al cine a ver Star Wars), se lo creía cuando se lo decía Gicela.
Un día al terminar la clase cuando todo el mundo estaba guardando sus cosas, ella lo llamó y le dijo,
-Este es tuyo -en inglés.
Y él le dijo, en inglés,
-¿No habías dicho que te quedaban pocos?
Y ella dijo, en inglés,
-Sí, pero este es tuyo.
Y él había agarrado el librito negro (“el manual del sepulturero,” pensó sin razón alguna y se asustó del pensamiento) que había escrito Gicela Hernández y era uno de los momentos más felices de su vida, y le sonrió y le dijo gracias, en inglés, y ella le dijo de nada, en inglés, y entonces él fue a guardar el resto de sus cosas.
Un día le escribió aquel correo donde se sintió desnudo, donde le explicaba que disfrutaba el sonido que hacían las moscas al matarlas, y se sentía tan deprimido que ni siquiera eso lo detuvo de mandarlo. Sabía que, si no se lo mandaba, lo intentaría mañana.
Lo intentó la semana entrante. Se había lanzado por las escaleras. Le había costado. No se había sentido particularmente valiente.
Entonces entró.
El hombre tenía el cabello cortado a ras, usaba camisa y pantalón gris, de traje, con pequeños puntos blancos. Era delgado y era alto.
El hombre se sentó, silencioso, junto a su cama.
Se miraron.
El hombre sacó su libreta. Escribió algo y se lo mostró.
-¿Quieres morir? -decía en el papel.
Christian, que, por alguna razón, cuando le hablaba un mudo se sentía culpable de poder hablar, le pidió la libreta y escribió también.
-Sí. No. No sé.
Le devolvió la libreta.
David Martín lo miró con tristeza.
-Sabes que, si mueres, nunca podrás escribir esos libros que quieres escribir, ¿verdad?
Le tendió la libreta. Christian escribió:
-Soy mal escritor. Creo que eso todo el mundo lo sabe.
Le tendió la libreta. David Martín escribió:
-¿Ella lo cree? ¿Te cree mal escritor?
Christian lo leyó, lo miró, quiso llorar. No podía llorar. Desde los 8 años se había prometido nunca más volver a llorar. Había visto el Descanso, película de 2006, donde Cameron Díaz y Kate Winslet intercambiaban casas durante la Navidad, era algo de una página web de intercambios de vacaciones, y entonces pasaban cosas que pasan en las comedias románticas y ambas se enamoraban de hombres que sí las respetaban, a diferencia de la mayoría de hombres que se habían encontrado en sus vidas. En el caso de Cameron Díaz, quizá era más bien ella la que trataba mal a los hombres, la que trabajaba sin parar y la que no podía llorar. No podía llorar desde los 15, cuando sus papás se divorciaron. Y es solo al final de la película, cuando descubre que sí ama al hombre al que, por cierto, nunca se lo dice en la película (él le dice,
-Te amo.
Y se siente estúpido por decírselo.
Y ella no le dice nada, primero lo piensa, después hablan sobre cómo el amor es imposible, etc.)
, cuando descubre que sí lo ama, cuando cancela su vuelo y regresa a la casa en medio de la nada y la nieve (“La nada y la nieve, sería un gran título para una historia,” pensó; le gustaba que sus títulos fueran una conjunción, el Muchacho y la Nieve había sido ya uno de sus títulos, El Conejo había sido otro porque no se le había ocurrido qué más poner, así que no había habido gran conjunción), cuando regresa, es cuando regresa con Graham que Cameron Díaz sí llora. O quizá más bien es porque llora sabiendo que nunca lo volvería a ver, que sabe que es precisamente la persona que no querrá dejar de ver. Y entonces entra a la casa, y él también está llorando, y ella dice,
-¿Sabes? Podría quedarme hasta año nuevo.
Y él sonríe con aquella sonrisa triste, británica…
A Christian le gustaba pensar que seguían juntos.
-No -dijo, y su propia voz lo sobresaltó-. Ella no me cree mal escritor.
-Entonces escribe -escribió David Martín.
Agarró su libreta, la cerró y fue hasta la puerta.
-Espera -dijo Christian.
El hombre no se volvió.
“O es sordo o es idiota,” pensó Christian, sintiéndose súbitamente vivo y enojado (aprendería después que tenía que aferrarse al enojo, que a veces el enojo es lo único que nos da dignidad, una dignidad que nos quitaron), y se levantó de la cama y le bloqueó la salida.
-Has hecho esto antes, ¿no?
David Martín leyó sus labios. Eran labios gordos, como de mujer. David Martín se preguntó si le harían burla otros por sus labios o si, al contrario, eso lo haría más atractivo cuando se hiciera mayor.
David Martín volvió a sacar su libreta.
-Sí.
-¿Sí? ¿Sí? ¿Eso es todo lo que vas a escribir?
No escribió más.
-Bueno. Al menos dime esto. Y dímelo en serio.
David Martín lo miró a los ojos.
-¿Se salvan? Las personas a las que visitas. Algo me dice que se suicidan de todas formas. ¿Se salvan?
David Martín lo miró a los ojos.
Escribió:
-No.
Christian lo miró asustado.
-¿Entonces por qué te burlas de mí? ¿Por qué tienes el descaro de meterte a mi habitación y de ordenarme que escriba?
-Porque tienes vida -escribió-. Todavía. Porque tienes vida y la amas, ¿no?
Christian intentó llorar otra vez pero no pudo. Algo le decía que estaría menos cerca de la muerte si aprendía a llorar otra vez, pero no sabía cómo. Estaba bloqueado. Estaba bloqueado y estaba cansado y nunca podía dormir. Sentía que la cordura se le escapaba de entre los dedos, como el agua, como la arena en una playa.
David Martín escribió:
-Porque, si te suicidas ahora, ella no podrá leer los libros que escribas. Y entonces nunca te dará un beso, nunca se casará contigo, y nunca tendrán hijos.
Christian se rió, como si fuera una fantasía muy estúpida.
-¿No es eso lo que quieres? -escribió David Martín, y Christian lo leyó, pacientemente-. ¿Bañarte con ella en el mismo río? ¿Tener hijos y envejecer juntos en la misma casa en medio de la nada, entre la nieve? Y que los dos tengan una misma oficina y escriban todo el día, y después vayan a su trabajo real, el que sí genera ingresos. Y ella enseña y tú das terapia.
-¿Qué te hace pensar que creo en los psicólogos y en la terapia? -dijo Christian.
David Martín se encogió de hombros.
-Tienes una opción. Elegir eso o no elegir nada.
-Tengo mil opciones. Tengo…
Se interrumpió él solo, aun sin poder llorar.
David Martín escribió:
-Cuando estamos enamorados, solo tenemos una opción.
-¿Eso es todo? ¿Escribo? ¿Escribo para ella? ¿Y eso va a evitar que me mate? ¿Que recaiga?
-Quieres vivir -escribió.
-¡No! ¡No quiero vivir! ¡Es lo último que quiero!
David Martín añadió las palabras “para ella” junto a “quieres vivir”.
Christian asintió.
-Entonces vive para ella si es necesario -escribió. Tuvo que cambiar de hoja porque esta ya estaba llena. Siguió-: Si eso es lo que se interpone entre tú y la Muerte, escribe.
-¿Eso me salvará? -preguntó, era obsesivo, ese era uno de sus problemas, que Christian era tremendamente obsesivo-. ¿Voy a vivir?
-No -escribió.
Y entonces se fue y Christian no lo siguió.
Volvió a acostarse.
Entonces se dio cuenta de que, pese a los gritos y las discrepancias, nadie había venido a verlo, nadie se había despertado. Nadie.
Sacó su celular, procedió a teclear otro correo.
Cuando terminó, intentó dormir, sabiendo que no funcionaría pese a los fármacos.
Lo despertó el enfermero que le traía el desayuno. Se descubrió descansado.
La siguiente noche sería difícil. Y la siguiente también.
Pronto volvería casa. O quizá no pronto. Más bien sería por el camino largo. Se sentiría como golpear una pared hecha de un material más duro que el diamante, durante 4.5 billones de años. Aun así, volvería a casa.
Y escribiría.
Un escritor más en esta historia.
11
Pedro Rodríguez también era escritor.
Conducía. Le aterraba conducir. Le aterraba que le pitaran o que lo detuviera el tránsito. Ocasionalmente se le apagaba el coche. Era estándar y él era imbécil, entonces ocasionalmente se le apagaba el coche.
Se detuvo frente al apartamento, estacionó chueco e intentó enderecharse y, así como moralmente, no lo consiguió. Dejó el coche sabiendo que no molestaría a nadie, que solo podría suscitar risas o críticas – en su experiencia, las risas y/o las críticas solían ser de sus conocidos solamente, y era ya muy noche. Entonces pasó un coche, en la oscuridad, y se preocupó momentáneamente sobre si alcanzaría a pasar entre los coches aparcados, sobre si alcanzaría a pasar por donde estaba su moral chueca, su coche chueco, y descubrió que sí.
Así que le dijo por WhatsApp que ya había llegado, y ella dijo que bajaría, y tardó quizá diez minutos, así que volvió a abrir el coche y se sentó, prendió el radio y sacó un cigarrillo. Lo encendió y la primer calada le supo a gloria. Había leído que el primer trago, la primer calada daban el mismo efecto neurológico que la heroína. Después, se atenuaba.
El aíre era frío.
Entonces salió, maquillada.
Él salió del coche, apagó el cigarrillo, volvió a cerrar con llave dos veces.
Él alto, ella bajita.
-Me gusta mucho tu maquillaje -le dijo.
-Gracias -dijo ella, y él no supo si se ruborizó por el maquillaje o porque se ruborizó realmente.
La primera vez que habían tenido sexo, él le había dicho,
-Me gusta mucho cuando se maquillan. Me excita. Y es fascinante porque la gente no se maquilla con esa intención. Pero a mí me excitan los labios rojos, los ojos sombreados, etc. Y entonces las veo con maquillaje y me gustan, y ellas no saben. ¿Sabes?
Y eso a ella le había gustado, ella, que nunca se maquillaba para nadie.
-¿Qué te gusta a ti? -le había preguntado.
-No sé. Lo normal, creo.
Entonces la había tocado y al final ella había dicho,
-Wow. Sí sabes dónde está el clítoris.
No se agarraron de la mano hasta que estuvieron dentro. Para ello, tuvieron que subir cinco pisos y una escalera que daba vueltas sobre sí misma. “No sé cómo no me mareo aquí,” pensó él. Ella pensaba en que él sí sabía dónde estaba el clítoris.
Cuando entraron, él le preguntó,
-¿Estás mojada?
Y ella dijo que sí con la cabeza, y él besó sus labios brillosos, rosados.
12
-¿Cómo te va con el novio? -le preguntó, desnudo.
-Lo hablé con él -dijo ella.
-¿Y?
-No creo que podamos seguir teniendo esta relación abierta.
Él la besó, en silencio.
Cuando ella le había dicho, se lo explicó como,
-Es una relación abierta, él y yo estamos de acuerdo, no puede haber besos. Porque, si hay besos, yo me enamoro.
En algún momento él le había dicho,
-Los besos son más sexys que el coito.
Después le había susurrado,
-El maquillaje me haría venirme. Podría venirme viendo tus ojos, con sus pestañas largas, gruesas, negras, y aquella sombra, aquella rica sombra…
Y ella había gemido.
Era bueno con sus palabras. Sabía que el escote era más sensual que los pechos, que la falda era más sensual que la vagina desnuda, que los hombros eran tan maravillosos porque podías mostrarlos en público y besarlos en privado…
-Ojalá cortes con tu novio -le dijo con aquella mirada triste.
El día anterior habían caminado agarrados de la mano.
-¿No te da miedo? ¿Que te vean?
Era una relación abierta, pero la gente era la gente, el rebaño era el rebaño, habían matado a Jesús porque pensaban que era malo, habíamos sido todos, todos somos idiotas, la gente no entiende lo que es el amor, mucho menos van a entender lo que es el sexo, la mera relación, y mucho menos los besos, los besos que se dan con amor, esos nadie los entiende, ni el propio Dios.
-No -le dijo ella y le sonrió y, por un momento, eran ambos infinitos.
-Ojalá cortes con tu novio -había escuchado ella, y por un momento se había asustado, porque eso le pasaba cuando se enamoraba. Se asustaba, primero.
Ambos eran físicos, se conocían desde la universidad y ella era mucho más inteligente que él. Todo el mundo lo sabía pero nadie lo decía, él debería haber estudiado filosofía.
Prendió otro cigarrillo, sintiéndose, no, sabiéndose carente. Era así.
-Pero entiendo que no lo hagas -dijo-. Como dijimos, esto no es amor, ¿o sí?
-No -dijo ella.
-Yo tampoco lo siento -dijo él.
-¿Me puedo quedar a dormir?
-Sí.
Se quedaron acostados juntos, sin dormir.
Cuando era de día, él se fue, le costó trabajo arrancar. Ella no se rió.
Nunca volvieron a escribirse, mucho menos verse.
13
No sé sobre qué escribir. Compré un libro ayer. Se llama… no recuerdo cómo se llama. Y estoy sentado, y estoy aquí, en mi habitación. Las paredes son verdes. El humo del cigarro que tengo entre dedos me hace llorar poquito. Una vez escuché que fumar era bueno para cuando uno tenía algo en el ojo, porque eso obligaba a que uno tuviera que llorar.
No he llorado en años. Quizá eso es parte del problema. En esta familia no lloramos.
Me acuesto y miro el techo, me acuesto y hay una canción que no quiere salir de mi cabeza, cuyo texto no recuerdo, cuyo nombre no recuerdo, cuya melodía solo recuerdo, que parece ausente, que parece muerta, que tal vez no exista, pero la melodía está ahí, como recuerdo distante, como señal de que existe el más allá.
Antes escribía sin pretensiones, ¿sabes? Solamente escribía lo que se me ocurriera, y lo que se me ocurría lo ponía sobre el papel. No parecía importar nada más en el mundo.
Ahora escribo pensando en si a alguien le gustará, o en si alguien lo leerá.
Antes solía vivir y no parecía importar mucho más.
Ahora solo miro el techo, fumo, pienso.
Antes, pensar no dolía tanto.
14
Salgo con mi novia. Fumamos, juntos, estamos en una estación de metro que es imaginaria, como mi novia, pues en realidad solo estoy yo, y no estoy en una estación de metro sino de autobuses, y recuerdo a alguien a quien no conocí pero que me hubiera gustado conocer. Lo digo en serio.
Me habría gustado invitar a Sara, pero quiero estar solo.
Hay una señora que me mira de manera extraña, como si yo estuviera loco. La saludo. Se aleja, masculla algo por lo bajo.
15
-Hola –le digo a mi papá, cuando llego y pongo mi mochila sobre el suelo.
Él está sentado, mirando la tele, con una botella de Coca en la mano, con no más que una camiseta.
Está mirando el futbol.
-¿Quién va ganando? –pregunto.
Me dice algo que olvido casi instantáneamente. Voy a la cocina a hacerme unos macarrones con queso, me los como junto a él, y no decimos nada.
-Me voy a dormir.
16
A veces sueño con una mujer que en realidad es un hombre, y sueño que fornica con un mono.
A veces sueño con una niña a la que no conozco, que vive en el Himalaya.
A veces sueño que vivo en un edificio departamental, que vivo solo y que soy escritor.
17
Entro a la escuela.
-Hola.
-Qué onda, Dani –me dice alguien.
Me siento en mi lugar. El salón está a oscuras. Es muy temprano.
Alguien, atrás, está escuchando música con audífonos, pero la música la escucho hasta aquí.
Entran los demás, poco a poco. Entra el maestro, que prende la luz sin ninguna clase de tacto ni consideración; comienza a dar su clase.
Y, entonces, me enojo.
Voy al baño, me salgo cuando el profesor comienza a hablar de géneros y de las leyes de Mendel.
¿Qué hago aquí, estudiando de números y leyes?, me pregunto, orinando en el baño, con mi pene, que es un órgano de reproducción sexual externo, el cual me sirve para cumplir con mi primordial e imprescindible función biológica, la de procrear.
¿Por qué números?, me pregunto, y cuento los pelitos que me están creciendo, en el espejo de los baños, que no forman un bigote más que de Cantinflas.
Intento calmarme, lo consigo. Entra un niño de secundaria que trae un jabón en mano, como no tengo ninguno, le pido que me regale un poco.
“¿Cómo estás?,” me pregunta Sara, en un Whats, que checo mientras subo las escaleras.
“¿Nos podemos ver hoy?,” es mi respuesta.
18
Están sentados, juntos, en la estación de autobús. No se suben. Compraron un boleto para que los dejara pasar la maquinita esa de pase, pero no se suben a ninguno. Están fumando.
No son novios. Podrían serlo. Pero les da flojera.
-¿Estás bien? –pregunta Sara. Usualmente pregunta eso y no recibe respuesta.
-¿Quieres huir?
¿Huir? Sí, sí quiere huir. Pero… pero es adolescente. Todos los adolescentes quieren huir. Lo que dice es:
-¿Por qué? ¿Te vas?
-No –dice Daniel-. O tal vez… No –titubea.
-¿Sabes lo cliché que es eso?
-¿Querer huir?
-Sí.
-Sí –dice, admite, lo sabe.
Sara aplasta su cigarro contra el suelo, un hombre la mira feo, un hombre viejo, quizá moralista.
-Vamos –dice Sara.
-¿Adónde?
-Adonde sea. Menos aquí.
-¿De qué hablas?
-Huir –dice Sara-. ¿O qué? ¿No lo decías en serio?
Titubea.
-Pues… sí. La verdad es que sí.
-¿Sí? ¿O sea, lo decías en serio?
Él asiente. La toma de la mano, se suben al próximo autobús que llega.
19
Acordaron que huirían juntos el viernes.
Hoy es martes. La casa de Sara casi siempre está sola.
Daniel quiere… no sabe. Quiere… hacer cosas. La clase de cosas que uno no hace a menos que sepa que ya no va a estar ahí.
Y entonces va, y va a la mesa de los de primero.
-Martha –dice, y Martha voltea, y los de primero lo ven como si estuviera loco, y los de su semestre lo ven como si estuviera loco, y alguien pregunta que qué está haciendo y que qué está pasando-. Martha, ¿te puedo dar un beso?
Alguien se ríe. Martha lo mira de forma extraña, le recuerda a la mujer que lo vio fumando en la estación del autobús.
-Hablo en serio.
Martha se ríe. Se chivea bien cabrón.
-Lo decía en serio –dice Daniel, se va de ahí, con las manos en los bolsillos.
Pero hay ruido detrás suyo. Están diciendo cosas.
Regresa, con las manos como puños.
-Me gustas y quería preguntártelo. Ya. Ya estuvo. Dejen de hablar de mí, ¿sí?, gracias.
Ahora sí, se va.
20
-¿Qué fue eso? –le pregunta Ismael.
-Me le declaré –le dice Daniel.
A Ismael se le ilumina la cara. Ismael sabe de Martha, de Daniel y de lo que Daniel quisiera tener con Martha.
-¿Neta, wey? –pregunta, casi con un grito, la sonrisa está ahí, en su cara.
-Sí, neta.
-¿Y qué te dijo?
-Me mandó a la verga. Básicamente.
-Wey.
-¿Qué?
-Wey.
Daniel se voltea. Ahí está Martha, Martha, que se le acerca, que le da un besito, de niña, un besito de niña que enciende en Daniel algo así como fuegos artificiales en su cabeza y en su cuerpo, que no sabe qué está pasando.
Martha se va, dando grititos.
-¿Qué acaba de pasar? –pregunta Ismael. Se ríe.
21
-Gracias –le escribe Daniel a Martha. Tienen todos los de la escuela el whats de todos los de la escuela. La escuela es pequeña. Hay pocos alumnos.
No hay respuesta.
-Besas bien –escribe-. Lo siento, no quiero incomodarte o algo así.
No hay respuesta.
“Solo fue eso,” piensa. “Un beso.”
22
Sara se pelea con su mamá. Se pelean sobre la abuela, que murió en enero. La habitación de la abuela sigue llena de los muebles y la ropa de la abuela. Hace poco, de ahí salió una cucaracha.
Está muerta y parece que el cadáver sigue ahí.
Está muerta y parece que sigue viva, cuando hay silencios cuando se habla de ella, cuando no se habla en lo absoluto, cuando se le recuerda.
Ambas no consiguen recordar, en medio de la pelea, por qué están peleando, o más bien por qué por la abuela, y ambas quieren llorar, y lloran, es solo que una se encierra y la otra recurre a una cerveza, como suele hacer aun cuando no se están peleando.
-Me acabo de pelear con mi mamá. De nuevo -le escribe Sara a Daniel.
-¿Estás bien?
-Ya falta poco -escribe Sara, sin contestar a la pregunta.
23
-Chema. Ismael.
-Dime, we.
-Tengo que decirte algo.
-¿Qué, we?
-Me voy a ir.
-¿Cómo que ir? ¿Te sientes mal?
-No –miente Daniel-. Hablo de que me voy a ir. De que voy a huir.
-¿Huir? –escribe Ismael-. ¿A dónde? ¿Alfa Centauri? Porque, yo sé que el calentamiento global está cabrón, yo entiendo.
-No. Hablo en serio.
Ismael no escribe nada inmediatamente.
-¿De qué hablas? –escribe, Ismael, por fin.
-El viernes me voy y no vuelvo.
-¿De qué hablas? –vuelve a escribir.
Pero Daniel no responde.
-Es broma –dice, al final-. Era un experimento social.
-No mames, we –dice el otro, o más bien escribe.
24
Están fumando, enfrente de una librería que está cerrada, a las tres de la mañana. Ambos se salieron de casa. Ni la madre borracha de Sara notó a Sara, ni el padre de Daniel se despertó.
Están fumando, y parecen dos gatos, dos gatos azules por las luces, quizá, aunque la atmósfera es más bien naranja, amarillenta.
Fuman, primero no hablan, solo fuman.
Se despiden cuando comienza a aclarar, cuando saben que es hora de continuar.
Pero entonces Daniel se voltea y corre hacia donde está Sara. La besa.
-¿Qué fue eso?
-Nada. Quería intentarlo.
Silencio.
-¿Sentiste algo?
-No –miente el uno.
-Yo tampoco –miente la otra.
Ambos quieren morirse ya, de una puta vez.
25
Es el último día. Lo intentan disfrutar al máximo.
Daniel disfruta, por primera vez en su vida, una clase de Historia.
Sara hace las paces con Mariana, con quien se peleó en segundo grado de secundaria y que antes era su mejor amiga.
La noche antes del día, del día importante, Daniel convence a su papá de que jueguen juntos cartas. Juegan Uno, y el papá de Daniel gana, y ríen.
Sara se despide, llorando, de su perrita Bárbara, quien no entiende qué pasa, pues es solo un perro, o quizá Bárbara lo sabe, quizá lo huele, o quizá no.
26
-¿Lista?
-Sí. ¿Listo?
Asiente.
Y, entonces, se preparan para comunicarse con el más allá. Pero entonces a uno le entra el gusanillo y dice:
-Nunca he cogido.
-Yo tampoco.
-¿Quieres coger?
Sara asiente, como si se resignara, dice que sí, se encoge de hombros, como diciendo “pues ya qué”.
Cogen. Es raro para los dos. Pero se quieren. Quizá eso es lo único que saben, lo único que no les caga del mundo.
Cogen, y se siente un poco como estar en casa después de no haber estado en ella durante mucho tiempo.
Cuando terminan, ambos miran al techo de la casa de Sara, donde mamá no está nunca.
-Quiero ser escritor. Quería –dice Daniel, que empieza a llorar.
Sara también empieza a llorar. Ella no quiere ser nada. El mundo es muy… difícil. Si por ella fuera, solo habría visto un montón de series y de películas y ahí acababa todo. No quería ser nada. No entendía a la gente que quería serlo. Ni siquiera entendía bien a Daniel en ese aspecto.
-¿Aún quieres hacerlo? –pregunta Sara, casi teme que la respuesta sea no.
-Sí. Sí, quiero hacerlo.
Van a la cocina. Ambos se empiezan a cortar las venas, como si se estuvieran masturbando. La sangre chisporrotea.
Antes, Sara se asegura de encerrar a Bárbara en su cuarto, y Bárbara llora, a Bárbara le queda claro qué está pasando.
No deja nota ninguno de los dos. El último pensamiento de Daniel es “ojalá hubiera sido niña”. Sara piensa en cómo le habría gustado ser su novia. Poco a poco, se desangran.
27
Un hombre rompe la ventana y se roba al perro.
Conduce.
28
La mujer de los ojos color café con leche había desaparecido. Pero desaparecido de todo registro simbólico. Nadie la recordaba muerta y, simultáneamente, todo mundo seguía esperando que viniera a sus compromisos. Eso sucedía cuando David Martín te robaba para sí. Primero, tenían que haberte olvidado los demás. Después, David Martín te recogía, si no intentaba hablar contigo antes. David Martín se sentía la muerte. No había ningún espejo en su casa. Los había roto todos. No le gustaba quién era. Y, cuando te recogía y te metía a su casa, detrás de la puerta azul de Notting Hill, desaparecías de todo registro simbólico. Nadie te recordaba muerta y, simultáneamente, todo mundo seguía esperando que vinieras a tus compromisos. Énfasis en el vinieras y no en el fueras, porque te esperaban donde te habían citado, te marcaban y te escribían, creyendo que eran mejores, creyendo que tú eras peor. Y entonces solo te esperaban media hora si tenías suerte, o no, pues ya estabas muerta, y entonces, se iban, desaparecían de todo registro simbólico que tuviera que ver contigo, besaban a alguien más.
Pero estaba comprometida. Y él sí la espero más. No quería besar a nadie más. O eso decía. O eso se decía frente al espejo todos los días, quién sabía, quién quería saber, a quién le importa.
Esperaban todos en la iglesia de madera, enteramente de madera, porque Jesús era carpintero y el novio cristiano, el papá del novio también. La mujer de los ojos del color del café con leche era atea, atea materialista, cristianamente atea, creía en el perdón de un olvidado, en el perdón de un amargado, etc. Hay una diferencia entre quien cree y quien no cree. Quien no cree, cree de todas formas. (En la redención. En la redención a pesar de que no hay gran Otro.) Quien cree, cree en la recompensa. Es sustancialmente diferente. Quien cree, se mira al espejo todos los días y se repite las mismas cosas con la esperanza de no olvidarlas (con la esperanza, siempre con la esperanza). El ateo cristiano, el ateo cristiano está preparado para olvidar. (Para perdonar realmente. Sin recompensa. Sin testigo. Sin esperanza.)
La gente comenzó a cuchichear. El papá del novio comenzó a regañar al novio. Su barriga era prominente y el novio era tan flaco como el cadáver de la novia. La iglesia se miraba azul, por dentro, la habían pintado de azul pálido, de azul turquesa pálido, el color más triste que hay. El novio la llamó, le escribió, le llamó otra vez, le volvió a llamar otra vez, pensó un par de veces, “vieja puta, me dejó plantado otra vez”, se acordó de una película de Julia Roberts, la Novia Fugitiva o como fuera, y se rió, y después volvió a sentirse en su papel, su papel era el plantado.
No era un pueblo pequeño, pero todos los círculos familiares son un pueblo pequeño, un culto, una cultura colectiva en el sentido estúpido de la palabra, y la madrina de la novia, que era madrina de la novia porque alguna vez sus papás la habían hecho cristiana, le habían hecho creer, tenía ese pasado, la madrina de la novia creía que la novia estaba borracha o cruda, y se lo dijo a alguien más. El hermano del novio afirmó una vez más que la novia no lo merecía, pero no se lo dijo a él, en privado, no fue como en Cuatro Bodas y un Funeral, cuando el hermano de Charles, el hermano mudo de Charles le dijo a Charles con gestos y con mucho esfuerzo que verdaderamente no la amaba, que no se casara con ella, y entonces Charles decidía no hacerlo, esperaba la flor lejana de Watzlawick y después sí llegaba, se besaban bajo la lluvia y ninguno de los dos se merecía, quizá así fuera siempre. (Y la novia rechazada había golpeado a Charles, definitivamente él no la merecía. Después se había ido, enojada, quizá para nunca volver a ninguna iglesia, a ningún otro matrimonio, etc.) No. Se lo dijo a todo el mundo.
Los primos de ella se reían de la otra familia, les lanzaban naranjas y tomates y huevos simbólicos.
Entonces se cerraron las grandes puertas de madera, el sonido fue parsimonioso, duro y cruel y de abstinencia, sonó a la vida erotizada de Jesús, y a las espinas. Todos los presentes se voltearon, asustados, la mayoría esperanzados (siempre la esperanza, siempre la esperanza, aleluya) de que fuera la novia, de que fuera la novia que venía con el padre. (El padre se había ido antes, había afirmado que iría a buscarla, etc.) Pero no era nadie, no había gran Otro.
La madera empezó a cuchichear a su manera, el crujido de la madera que se quema. Alguien dijo algo y alguien más fue a ver, alguien insistió en apagar, en usar el extintor que, cuando fueron a buscarlo, ya no estaba. El fuego subió por las paredes, Jesús empezó también a quemarse, en la cruz, y a manera Kieslowskiana, comenzó a llorar, pero esta vez nadie lo vio, no había ángel, sentado junto al lago, mirando al hielo derretirse, al niño ahogarse, pues no había gran Otro, ninguna mirada atenta, salvo la de Jesús que no era, que había muerto en la cruz hacía mucho tiempo, con los romanos y en un tiempo anterior, porque cuando Jesús murió en la cruz, murió realmente, no había más. Eso significaba ser un materialista de verdad. Sabías que Jesús había muerto, que nosotros lo habíamos matado, que no era algo de lo que estar orgullosos, que no había más que la comunidad del espíritu santo, el proletariado, las masas de las personas, como decía Luther King.
Las personas comenzaron a correr en círculos, como las hormigas. Las vigas comenzaron a caerse desde donde estaban y la estructura a derrumbarse en general. La cruz de Jesús cayó, inerte, mató a unos cuantos. El altar se deconstruyó. El micrófono, moderno, se derritió. La gente intentaba salir.
Cuando la mujer de los ojos color café con leche era todavía una niña, la habían obligado a ir al catecismo. Había hecho su primera comunión porque le habían dicho que, si no la hacía, jamás podría confirmarse y, si jamás se confirmaba, jamás podría casarse. Y ella quería casarse. En ese entonces, quería casarse en una iglesia. La catequista había dicho:
-Ustedes tienen corazón, ¿sabían?
Y todos los niños asintieron, como niños que eran.
-Y su corazón late, ¿sabían? Pónganse la mano.
Y se la ponían, y el corazón latía más rápido, ocurría un sesgo perceptivo.
-Ese es Jesús, tratando de salir de la cajita de madera que es su corazón -dijo la catequista-. Jesús siempre está en ustedes. Ustedes son Jesús. Y su corazón, latiendo, es prueba de que Jesús está en ustedes. De que ustedes son Jesús.
A la mujer de los ojos color café con leche le había gustado esa clase. Había regresado a casa y no se lo había contado a nadie. Era su secreto. Como María, guardó el secreto y meditó en silencio.
El papá del novio pensó que olía a barbacoa, y después comenzó a doler. El novio maldecía a viva voz, y entonces toda la piel le ardió, por dentro, por fuera y por dentro otra vez. La madrina ardió, en el infierno, los primos murieron por separado, en distintos sitios de la iglesia. El hermano del novio murió hecho un ovillo, estaba asustado. Los corazones dejaron de latir.
David Martín observaba, por fuera, de lejos. Había lanzado los botes de la gasolina y la caja de cerillos al lago.
Condujo de regreso a casa, por el camino largo.
29
Aparcó frente a la casa de la puerta azul. Cuando se bajó del coche, empezó a llover. Cuando empezó a caminar, empezó a granizar. Se refugió en su gabardina beige como si pudiera encapucharse con ella. El hielo le dolía cuando le pegaba en la cabeza, en los hombros, en el cuello. Se acordó de la película de los Pájaros.
No veía nada más que la lluvia. Era un barco sin radar, no había luz intermitente. No había señal, había solo ruido.
“El fuego ya estará apagado,” se dijo, de pronto. “Yo mato con fuego, pero Dios lo apaga con su hielo y con su lluvia y con la enfermedad. La enfermedad siempre nos previene del asesinato… La enfermedad mortal.” Se sabía sordomudo por ello. Porque él no temía a pecar. Él no le temía a la enfermedad mortal porque se sabía ya muerto. Llegaban las consecuencias y tenías que estar listo. El hielo le dolía cuando le pegaba en la cabeza y no quedaba inconciente. Le hubiera gustado descansar.
Caminó, siempre en la misma dirección. Volvió sobre sus pasos. Siempre que hacía eso, viajaba en el tiempo. Todas las historias sobre viajes en el tiempo son historias de arrepentimiento.
30
La miró. La mirada era todo lo que tenía, después de todo.
Se habían conocido en un Café. Ambos escribían y ambos leían, entonces habían pensado que era una buena idea. David se metió al Café. Lo embistió el holor a huevos, desayuno y familia.
Se sentó a su mesa. Ella lo miró, en una mezcla de protesta y miedo. Él le entregó la nota que ya había preparado.
-Llegará tarde. No lo esperes. Ven conmigo.>
-Disculpa, ¿te conozco?
Sacó la otra nota.
<Si lo esperas, será una gran cita. Cogerán el mismo día, se enamorarán y seguirán saliendo. Pasarán cinco vueltas al Sol, tendrán un perro llamado Toto y un hijo llamado Martín que él no querrá tener. Verán televisión todas las noches y se acostarán cada tercer día. Tú leerás libros de misterio y él no soltará los de romance, nunca. Pasarán otras dos vueltas al Sol y él te propondrá matrimonio, y tú le dirás que sí. Pasarán dos meses más, y entonces se llevará a Martín, lo dejará en la nieve y regresará a casa. Te mentirá, te dirá que no lo encuentra tampoco, y después saldrá en las noticias. Niño muere de inanición y frío en el bosque.>
Ella lo miró con asco.
Entonces David salió del Café.
La siguió observando.
Lo esperó quince minutos más. Después se fue, incómoda.
Retornó sobre sus pasos, volvió al presente.
31
Volvió al Café.
Lo embistió el olor a café y a desayuno. La mañana entraba por todas las ventanas.
Se sentó y le trajo la carta una mesera con aspecto de azafata – rubia y blanca, con una sonrisa impecable y unos labios que seguramente eran muy suaves. David no le sonrió de vuelta.
Entonces entró. Tenía el cabello negro y largo, semi-lacio. Vestía una camisa negra y roja a cuadros, un pantalón oscuro. Delgada.
La mujer sacó un cuchillo de la bolsa, se lo llevó al cuello, y cortó. La sangre salió a presión. Ella se convulsionó, mirando al cielo, mirando al techo.
Volvió sobre sus pasos.
32
La miró.
En la preparatoria, se enamoró de su profesora de inglés. La profesora tenía un blog del que nadie sabía salvo ella. Ella escribía desde los siete años. Así que volvió a escribir.
Entregó la tarea y debajo de ella, un cuento. La profesora lo leyó. Le escribió, a modo de recomendación:
"Deberías mandarlo a un concurso! No podía dejar de leer y el final definitivamente me tomó por sorpresa."
Entregó la siguiente tarea con un cuento más. La profesora lo corrigió y le escribió:
"Usa oraciones más cortas. Menos es más. El personaje es bueno pero podrías hacerlo más gris, menos bueno."
Entregó la siguiente tarea con otro cuento.
Ella tenía 15 y la profesora 27.
Un día se vieron en un Café. Se besaron.
Entonces regresó un poco más.
33
Había estado comprometida, el hombre se llamaba César y su animal favorito eran los dragones. Había muerto de un aneurisma a los 26, el día previo a la boda. Había estudiado psicología, con especialidad en tanatología, pero después de aquello, se había limitado a dar clase.
Caminó regreso a casa, deseaba ver la nueva temporada de Sherlock y tomarse una botella de vino. En casa, había varias pinturas de flores, dragones y naturaleza muerta. Le habían recomendado que fuera a un taller de pintura, a un taller de escritura, a uno de actuación. Iba a terapia religiosamente, y aun lloraba antes de dormir. A veces lloraba todavía al despertar.
Chocó contra un pendejo que no se fijaba por dónde iba.
-Perdón -dijo sin saber por qué, y recogió los fólders. Entonces se dio cuenta de que el pasillo de paredes rojas estaba vacío, y que en el patio todavía no había estudiantes, salían hasta las 2:40 y ella había terminado la clase antes.
Regresó a casa en su Chevy color polvo chipotle.
Vio Sherlock, se tomó la botella de vino y calificó lo que tenía que calificar. Vino o no, pizza o no -amaba la pizza pero odiaba el pepperoni, odiaba también los mariscos y amaba hacer chistes sobre la muerte porque pensaba que lo peor que le podía haber pasado a nadie le había pasado a ella-, calificaba religiosamente todo lo que le entregaban el día que se lo entregaban, e introducía las calificaciones en un Excel con nombres, apellidos y grupo. A Angélica le puso cero porque no había entregado la tarea.
Cuando acabó el semestre, Angélica le reclamó que no hubiera sacado diez sino solo nueve.
-Te faltó esta tarea, la del pasado perfecto.
-Pero si sí la entregué.
-Yo revisé todo lo que tenía y no tenía la tuya. -Se encogió de hombros y respondió otra duda pendeja de algún otro adolescente imbécil cuyo nombre por desgracia sí recordaba.
-Pero la entregué -le insistió Angélica-. Me acuerdo que sí la entregué.
La miró, con aquella mirada sarcástica.
-A lo mejor se la llevaron los fantasmas.
Pensó en dragones por un momento, ahuyentó el pensamiento con aquella técnica cognitivo-conductual que le habían sugerido recientemente, y le dijo:
-Hazla otra vez. Pero hazla con colores, subrayado y pega imágenes de los ejemplos que pedí. Y, si tienes suerte y todos los planetas se alinean, si... cuando -se corrigió, recordando la frase-, cuando el sol salga por el oeste y se ponga por el este, cuando el mar se seque y las montañas vuelen como hojas, y cuando me entregues la tarea "otra vez", las dos sabemos que simplemente no la hiciste, no te hagas, solo entonces, reconsideraré ponerte el diez que las dos sabemos que te mereces. Tienes hasta el otro viernes.
La recibió al día siguiente. Ni siquiera la revisó. Sabía que estaba bien y Angélica volvió a salir en el cuadro de honor.
34
David volvió a entrar al Café. La mañana entraba por todas las ventanas.
Se sentó y le trajo la carta una mesera con aspecto de azafata – rubia y blanca. Le dejó la carta.
Entonces entró. Vestía una camisa negra y roja a cuadros, el pantalón oscuro.
La mujer sacó un cuchillo de la bolsa, se lo llevó al cuello, y cortó. La sangre salió a presión. Ella se convulsionó, mirando al cielo, mirando al techo.
David volvió sobre sus pasos.
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