Papá había muerto hacía meses, un cáncer de pulmón terminó con él un viernes a la mañana. Junto a mi mamá y a mi hermana, cuatro años menor, no nos acostumbrábamos al silencio a la hora de la cena. Nos faltaban sus chistes inocentes o sus comentarios sobre la comida que preparaba en sus épocas de soltero y que, por supuesto, eran más sabrosas que las que hacíamos nosotras.
Trabajaba todo el día en el campo y llegaba a la tardecita al pueblo, en su rastrojero oxidado. A los pocos días de su ausencia, se nos hacía raro no escuchar el motor destartalado desde varias cuadras, a las siete de la tarde. Con el tiempo intentamos disimular el dolor, a esa hora, con canciones en la radio o programas de cocina en la televisión.
Los meses pasaban y la gente que venía a visitarnos, dejó de hacerlo. Era la época de la carneada, estaban día y noche haciendo embutidos con sus manos grasosas en el medio del campo. Mamá decía que si estuviera Papá no tendrían problemas en venir a pedirle plata a cualquier hora, pero no la llamaban ni aparecían por casa.
Era una mujer fuerte, pero estaba devastada. Su vida giraba en torno a Papá, llevaban 30 años de casados y de repente se encontró envejeciendo sola. Ahogaba su angustia cocinando. Se levantaba temprano para hacer pastafrolas. Un día eran de membrillo, otro de batata y algunas veces de dulce de leche. Eran su especialidad, pero llegó un momento en que estábamos hartas de desayunarlas o merendarlas. Se iban apilando en la mesada, y terminaban siendo la comida de las gallinas que teníamos en el patio.
Nuestra situación económica se volvió desesperante, ya no nos alcanzaba ni para comprar harina ni leche ni siquiera pan.
Un buen día, en un arrebato, Mamá vendió todas las herramientas de Papá, incluido el rastrojero. Repartió sus camisas y pantalones entre los vecinos y quemó las cajas vacías de cigarrillos que fue encontrando por todos lados.
Con los pocos pesos que pudo juntar se compró sacos, polleras y blusas de distintos colores y diferentes caídas. Y si no había un modelo que le gustara en las tiendas que conocía, se iba a otro pueblo o le pedía a su amiga modista que confeccionara su ropa.
Mi hermana empezó a trabajar en una heladería. Yo estaba de vacaciones del bachillerato, así que cuando no repasaba mis apuntes, salía a vender huevos por el barrio. Las dos tratábamos de pagar todos los gastos de la casa, mientras Mamá insistía en estar a la moda, sobre todo cuando iba a misa los domingos. Además, le gustaba oler bien, por eso los perfumes caros se amontonaban en su mesita de luz.
Nadie la culpaba de ser coqueta, pero el pan duro con mate cocido para cenar ya no era alimento. Las cuentas comenzaron a vencerse y el campo de Papá no se trabajaba porque no podíamos pagar un peón y sabíamos poco, o nada, del manejo del arado. La familia y los amigos, seguían sin aparecer.
Una noche, Mamá, insistió con que la acompañara de la costurera, accedí de mala gana.
Teníamos que recorrer siete cuadras por calles de tierra muy poco iluminadas y cerca del camino que llevaba al cementerio. Caminábamos casi pegadas. Reconozco que le apretaba el brazo porque no podía disimular el miedo que sentía, ella se quejaba por lo bajo, pero nunca la solté.
Nací en este pueblo, pero cuando bajaba el sol ya no lo sentía mío. Desconocía las esquinas o a la gente que se sentaba en la vereda en busca de aire fresco, con sus rostros en penumbras que parecían vampiros sacados de las películas de Hollywood. Me aterraban los perros con sus ojos rojos, sin correa y los dientes afilados que cuidaban sus patios o las comadrejas que después de gruñirnos se alejaban corriendo entre los arbustos.
Mamá era tildada por los pueblerinos como mandona sólo por tener descendencia piamontesa, pero yo la veía como una guerrera, de esas que no le tienen miedo a nada,de las que se enfrentan a los dragones y con sus huesos preparan el mejor caldo que se puede tomar en las noches de frío. Y eso, me hacía sentir segura avanzando a su lado.
Llegamos a la casa de la costurera que nos esperaba con la puerta abierta y el televisor sintonizando una telenovela, de esas que les gusta mirar a las mujeres grandes y suspirar por el galancito, de unos veinte años, que apenas sabe decir algunas palabras mirando a cámara. A mi me aburrían, prefería ver los programas donde los concursantes contestaban preguntas y se llevaban varios millones de pesos en sus bolsillos.
Respire aliviada cuando nos hizo pasar al comedor y luego a la habitación donde trabajaba. Había una pequeña máquina de coser y sobre ella un pedazo de tela roja que mamá le hizo comprar. A un costado, sobre una pequeña silla, colgaba el centímetro y una pila de retazos e hilos ordenados por tamaño y color.
Mamá sacó de un bolsillo de su blusa un papel mal doblado, con la foto de una modelo flaquísima que llevaba un vestido rojo, pegado al cuerpo. Ella quería verse como la mujer sonriente pero sus pechos eran mucho más grandes y caídos. No le quedaría ni parecido, pensé.
La modista tomó las medidas de la cintura, de los brazos, de las caderas pronunciadas y marcó con tiza la tela. Anotó todo en un cuadernito con tapa marrón y le preguntó a Mamá si quería jugar un partido de cartas. Ella ni lo dudó. Las acompañé, quedando unos pasos más atrás, hasta el comedor. Mamá se acomodó en una silla cerca de una pequeña mesa redonda y mientras alisaba su pollera con las manos, me senté a su lado.
La modista volvió de la cocina cargando una bandeja de madera que apoyó sobre un mantel con flores bordadas. En ella había: dos tapas de frascos llenas de porotos que servían para apostar, unos vasos marrones con hielos, una botella con granadina y otra con vino rosado. Y por último, un plato con rodajas de pan dulce con frutas abrillantadas, garrapiñadas y un puñado de maní con chocolate derretido por el calor.
Las mujeres solo bebían vino, mientras el hielo se derretía en mi vaso con jugo rojo. Tenía hambre y mastiqué como pude un par de confites, no tenían un buen sabor,
así que desistí de tragarlos y cuando ellas no me observaban, los escupí en un pañuelo de tela que llevaba en mi pantalón.
Las mujeres reían a carcajadas cuando lograban hacer “un menos diez” y hacían un escándalo cuando una cantaba “chinchón”. Discutían sobre los valores de cada carta y si eran uno o dos porotos, los que correspondían como recompensa. Pasaba el tiempo y el cansancio se apoderaba de mí. Traté de fijar la mirada en el péndulo de un reloj cucú que colgaba en un rincón y casi entro en un estado hipnótico sino fuera porque el pajarito de madera anunció las doce. Mamá bebió lo que quedaba en su vaso. Ayudó a la anfitriona a levantar todo lo que estaba en la mesa y salimos rumbo a casa. La modista nos saludó cordialmente y cerró la puerta apenas llegamos a la vereda.
La noche parecía más oscura y los bichos se amontonaban en las luces, creando pequeñas nubes negras que se sostenían del vidrio de las lámparas. La luna iluminaba las huellas de los tractores por donde caminábamos con Mamá, por el medio de la calle. No había nadie, sólo nosotras y una lechuza que nos observaba desde lejos. Al acercarnos, levantó vuelo y desapareció entre las copas de los árboles.
Otra vez marchamos casi abrazadas, hablando lo mínimo y necesario. Cinco cuadras nos quedaban por delante.
De repente, un viento, salido de la nada, le golpeó la espalda. Mamá tambaleó sobre la tierra seca y cayó sobre su pecho, sin poder amortiguar el golpe con sus manos. Con desesperación, traté de levantarla pero no pude, algo la sujetaba con fuerza contra el piso.
Sin pensarlo, gritó:
-¡Todavía no es tiempo de que me lleves!…
Y fue ahí, cuando Mamá se pudo levantar por sí misma. Se sacudió la ropa y dió unos pasos para salir de la huella. La noté adolorida, pero lo trataba de disimular mirando hacia el frente y caminando lo más derecha posible. Mantuve el silencio. Mamá iba unos cuantos pasos más adelante, balbuceando el padrenuestro.
Llegamos a casa.
Mi hermana ya dormía, se levantaba muy temprano para ir a su trabajo. Apenas entramos, Mamá se dejó caer en una silla y me pidió un vaso de agua. Se lo serví y le pregunté si se sentía mejor, asintió con la cabeza y la dejé sola en la cocina. Esa noche me costó dormir porque la escuché quejarse entre sueños.
A los pocos días, las molestias se hacían cada vez más evidentes. Noté cómo llevaba su mano al pecho tratando de contener algo que la estremecía desde adentro, pero dejaba de hacerlo, si se sentía observada. Los remedios caseros ya no funcionaban, así que mi hermana la convenció para ir al único doctor que atendía en el pueblo. Al revisarla, notó que uno de sus pechos tenía un color algo azulado y la derivó a un hospital en otro pueblo, con la excusa de que tenían más tecnología.
Mamá se resistía al hecho de dejar la casa por unos días. Era una mujer rústica, que amaba su patio, sus flores hasta su alambrado lleno de chauchas. No le gustaba salir y menos para pasar horas encerrada en un colectivo.
Antes de viajar, la modista llevó a casa el vestido terminado. Mamá se lo midió y sonreía frente al espejo, acariciando la tela con delicadeza. Se lo sacó con cuidado y lo colgó en la puerta del ropero. Además de pagarle, como agradecimiento, le regaló un perfume de su colección a la modista. Con mi hermana, quedamos sorprendidas, porque era uno de los más caros y ni siquiera le había sacado el papel que envolvía la caja.
Mi hermana insistía en que vaya a las consultas con Mamá, mientras ella trabajaba. Pero a mi no me engañaba, sabía que también quería la casa sola para verse con su noviecito.
Una noche antes de subir al colectivo, organicé mi bolso y el de Mamá. No quería olvidarme de nada y ella andaba como perdida. Guardé toallas, toallones, algunos vestidos y varias bombachas.
Llegó el día y estaba algo fastidiosa. Viajamos de noche y no podíamos dormir así que hice que el recorrido fuera más llevadero cebándole mates con menta, como los que les preparaba Papá antes de cenar.
A la mañana siguiente, llegamos a nuestro destino y nos fuimos caminando directo al hospital, después buscaríamos donde dormir y comer, eso no era algo que nos preocupara.
Le hicieron varios estudios. Tanto el ecógrafo, como el radiólogo y hasta la enfermera analizaban los resultados y tardaban minutos en levantar la vista para mirar a Mamá con lástima, adelantando que no eran buenas noticias las que íbamos a escuchar.
Los profesionales coincidieron en que Mamá tenía cáncer de mama y estaba muy avanzado. El golpe de aquella noche había ayudado a que se visualizara el tumor a simple vista.
Mamá no se sorprendió ante el diagnóstico, solo saludó amablemente y se puso la ropa detrás de un biombo opaco.
Con los estudios completos regresamos al pueblo. Escondía mi angustia llorando en los baños de las terminales de ómnibus. En cada parada, de pueblo en pueblo, me excusaba de que tenía que orinar y que siempre el baño del colectivo estaba ocupado. Ella no respondía, solo se acomodaba en el asiento para ver el paisaje desde la ventanilla. Volvía con la cara hinchada y los ojos vidriosos, pero ninguna acotaba nada. Por más que le ofrecía comida, no quiso ni mate ni las galletitas que le compré a un vendedor ambulante que insistió con la oferta.
Llegamos temprano a casa y nos encontramos con mi hermana y su novio en plena cena romántica. Sin contar detalles, nos unimos a la mesa. Mi hermana notó mi preocupación, pero no se enteró de nada hasta que quedamos solas tomando un café en la madrugada. Mamá ya dormía.
Después de contarle lo que pasaba, ninguna de las dos pudimos contener el llanto y nos fuimos al patio a descargarnos. Las gallinas y el gato negro del vecino, fueron los únicos testigos.
Mamá se levantó de buen humor y esa misma mañana, mientras desayunaba, se puso a elegir modelos de camisolas para el invierno de unas revistas de moda.
Había decidido no hacer ningún tratamiento médico, respetamos su decisión. Pero una vez a la semana, la visitaba una vecina autoproclamada curandera. Llegaba con una valijita llena de frasquitos de tinta china y sales de diferentes lugares del mundo y se encerraban por una hora en el cuarto de Mamá.
La familia tampoco apareció al enterarse de la noticia.
Mi hermana trataba de convencerse de que los doctores se habían equivocado o que el mamógrafo no funcionaba bien. Ella se cuestionaba todo, quería reclamar para que volvieran a hacerle los estudios. En mi caso, la depresión fue creciendo. No tenía apetito, me irritaba fácilmente y no podía acompañar a Mamá cuando rezaba el Rosario.
Una madrugada me levanté a buscar un vaso de agua a la cocina. Caminé en puntas de pie y al pasar cerca del cuarto de Mamá, la escuché hablando con alguien. Me acerqué a la puerta y apoyé mi oreja.
- …¿Pero te parece dejar a las chicas solas?... los ravioles no le salen como a mi…
Se escuchó un silbido, como el de Papá cuando llegaba a casa y todo quedó en silencio. Dí unos golpecitos suaves a la puerta y la abrí. Mamá dormía plácidamente, sólo su rostro iluminado por el velador sobresalía de las sábanas. No quise molestarla, apagué la luz y cerré con cuidado la puerta. Tomé agua y volví a acostarme.
A la mañana temprano, un grito desgarrador de mi hermana me hizo saltar de la cama. La encontré temblando en el pasillo. Su voz se entrecortaba por el llanto y señaló la habitación de Mamá. Me asomé desde la puerta y la ví acostada. La llamé varias veces en voz baja pero no respondía. Me acerqué y le tomé la mano, se sentía helada.
La ambulancia llegó rápido pero ya no se podía hacer más nada. Según los doctores, hacía horas que había muerto.
Mi hermana contaba, una y otra vez, que la había encontrado con el vestido rojo y los zapatos de Charol, que sólo usaba en ocasiones especiales. Nunca la iba a saludar antes de irse, pero ese día sintió la necesidad de hacerlo y quedó en shock al notar que no respiraba.
Éramos huérfanas, que información difícil de digerir, pensé.
Decidimos enterrarla con la misma ropa. El velorio no fue tan concurrido, faltaron hasta sus amigas que rezaban la novena en el comedor de casa, pero no las culpo, el clima no fue el mejor para despedirla. Llovía y el viento hacía volar todo lo que tocaba.
Los de la funeraria habían hecho un buen trabajo de maquillaje, sonreía como si estuviera presumiendo su vestido. No pude despedirme, sólo la observé. Mi hermana me abrazaba, conteniendo el llanto, que por momentos se le escapaba entre los dedos. Tuvimos que pedirle a los amigos de su novio que ayudaran a cargar el cajón. Después de la ceremonia en el cementerio, el cura vino a hablar con nosotras.
- El cuerpo deja de existir pero el amor se vuelve infinito - dijo para consolarnos.
Mi hermana era la más creyente, pero ya no estábamos obligadas a rendirle tributo al Dios que nos había abandonado. Agradecimos su compañía y lo saludamos con la mano para sellar esa despedida. Los tres sabíamos que no nos íbamos a ver tan seguido como cuando ella vivía.
Caímos en el deja vu de la ausencia. La casa estaba en silencio, por respeto ni prendíamos la televisión.
Pasaron las semanas y volví a estudiar, era mi último año. Viajaba todos los días en colectivo al bachillerato que estaba en un pueblo cercano y volvía haciendo “dedo”. Mi hermana seguía trabajando en la heladería en la que también vendían café ante la llegada del otoño.
Los fines de semana los dedicábamos a limpiar la casa. Un domingo, pasando el plumero sobre la biblioteca, me llamó la atención un libro de Doña Petrona. Lo abrí y encontré pequeños papeles de colores marcando distintas hojas. Había un papel más grande que los demás, en la receta de la pastafrola, era amarronado y tenía una letra distinta a la de Mamá.
“Mi amor es tan verdadero, que si muero antes que Usted, prometo volver a buscarla, ya que no soportaría un día en la eternidad sin ver su rostro tan angelical” y firmaba Papá.
Debajo en lápiz negro había una aclaración que decía: “Usted se me adelantó, pero lo espero con mi vestido rojo”, eso era reciente, la letra era temblorosa y firmaba Mamá.
Los ojos se me llenaron de lágrimas y tragué saliva tan fuerte que me raspó la garganta.
Ahí pude entenderlo todo. Aquel viento había sido un abrazo desesperado.
Paula Dreyer
Soy Guionista, Comunicadora Audiovisual y mamá de tres. Amo relatar mis vivencias y crear mundos con mi escritura. Tengo raíces de pueblo que las fusiono con la gran ciudad.
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