Mi niñez transcurrió tranquila y alborotada en un barrio que supo ser una mezcolanza, entendida por todos y cada uno de sus residentes.
En los años '70 Argentina era un país caótico y La Plata, mi ciudad, explotaba de estudiantes, que a los ojos de los mandamases eran como una uña encarnada; pero volvamos a mi barrio…
Estaba alejado del casco urbano. Dueño de veredas interminables, mitad cemento, mitad tierra. Todas lucían un frondoso árbol del Paraíso, que dejaba caer sus coquitos: unos balines verdes perfectos para desatar alguna guerra o armar una buena defensa. Y siempre, pero siempre, acurrucado bajo su sombra, se podía encontrar descansando un banco adornado desprolijamente con recortes de azulejos, en los que las vecinas apoyaban sus trastes por las tardes cual lechuzas desveladas.
Mi querida calle 3 era la más extensa (vaya a saber quién había olvidado dibujarle las esquinas) y se extendía desde la 76 hasta la 79, como un río sin interrupción.
El barrio estaba invadido casi por completo por la clase media que lo engalanaba con sus casas bajas y prolijas, a excepción del rancherío de los Soto que habían logrado meter en un terreno demasiadas casuchas de chapa y cartón, precursores, quizás, de los actuales PH. Teníamos en la infinita cuadra un toque de rebeldía, aportado por la casa del Lechero, que albergaba a cuanto zurdito anduviera suelto; y no podía faltar la magia, que se escapaba de la casa de Mingo, o el misterio que se escondía dentro del ranchito de María, la loca.
Todo quedaba lejos, al menos para mi corta edad y estatura: la panadería, el colegio y los fastuosos negocios del centro. Tenía a mano los amigos, esos que fueron llenando mi vida. Si la memoria no me falla (cosa que dudo), en todas las casas existía un jardín, una pequeña huerta y obviamente un gallinero, además de puertas sin llave y ventanas sin rejas.
En el espacio donde supongo que debería figurar la calle 77 se abría amigable y presuntuoso “El Campito”, para nosotros, los niños, punto de reunión que olía a tierra y libertad, o “el potrero mugroso” para los mayores, donde corríamos desbocados a planificar nuestras herejías. En realidad no era más que un terreno baldío donde zafábamos del radar de nuestros padres y podíamos hablar de temas prohibidos, jugar a la botellita, robar el primer beso o simplemente cagarnos a trompadas.
Poblado por criollos, tanos y gallegos, el barrio había desarrollado un lenguaje muy peculiar, uniendo al azar expresiones de cada uno de ellos.
Carreras en bici, campeonatos de bolitas y las vecinas chusmeando, agazapadas tras las cortinas de las ventanas, eran postales diarias y podría sumarle el blanco peregrinar de guardapolvos almidonados que desfilaban rumbo a la escuela 84, la pava y el mate en la vereda, los bichitos de luz iluminando las noches.
A veces, pocas en realidad, vuelvo al barrio y, aunque mi casa sigue igual, el abandono se apoderó de él. Huyeron las mariposas y el aroma de las madreselvas que colgaban de los alambrados; las veredas, ahora prolijamente embaldosadas de pe a pa, están desiertas de juegos y voces.
Por la ventanilla del auto, arrojo recuerdos: las tardecitas saltando a la soga, los días de carnaval jugando a baldazos limpios, con la intención de que germinen y, que la próxima vez que pase, los encuentre florecidos.
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