Querida Burbuja:
No sé muy bien cómo empezar, porque todavía me cuesta escribirte sin que se me llenen los ojos de lágrimas. Pero necesito hacerlo, necesito contarte cuánto te extraño, cuánto me dueles, y cómo, aunque ya no estés aquí, sigues siendo parte de mi historia.
Tú llegaste a mi vida un 6 de enero de 2011, cuando apenas tenía tres años. Desde entonces fuiste más que una mascota; fuiste mi mejor amiga, mi compañera, mi refugio, mi primer amor de verdad. Crecimos juntas y compartimos juegos, películas como “Frozen", canciones que te cantaba mientras te abrazaba fuerte. Eras ese amor que siempre estaba ahí, sin condiciones y sin juicios.
Hoy escribo esto porque te fuiste. Y porque desde que no estás, muchas cosas dentro de mí cambiaron. Esta es mi historia, pero también es la tuya. Es la historia de todo lo que fuimos juntas y de todo lo que me dejaste.
Burbuja, quizá no te lo expresé en ese momento, pero ahora a la distancia puedo decirte que fuiste la alegría de mi infancia: tú, mi bolita de algodón con cola de conejito y ojitos oscuros que brillaban como perlas. Cada día contigo era una aventura, una risa, un juego que jamás olvidaré.
Mis hermanos y yo jugábamos a escondernos y corrías a encontrarnos, mordías nuestros pies con esa emoción juguetona que me hacía reír y gritar de alegría. A veces te desesperabas de tanto cariño mío, como esa vez que te llené de besos y me disté una mordidita en la nariz para que te dejara respirar, pero ni así podía enojarme contigo. Recuerdo cuando jugaba con mis muñecas Monster High, queriéndoles dar un “nuevo look” y tú ahí estabas, sentada conmigo, mordiéndoles las piernas y brazos mientras yo destrozaba sus peinados.
Siempre terminábamos regañadas, pero valía la pena. Éramos cómplices en todo, hasta en los desastres y cómo olvidar cuando desconectabas la consola de videojuegos de mi hermano sin querer, solo por andar curioseando. Él se enojaba, pero luego nos reíamos juntos. ¡Y ni se diga de los cables que mordías! Parecías una traviesa conejita eléctrica.
Tu manera de emocionarte era tan única, corrías por toda la casa como loca, como si la felicidad no te cupiera en el cuerpo. Parecías un conejito veloz. Cuando te hacía peinados con tus orejitas, o jugaba a maquillarte con una brocha limpia, tú solo me mirabas con una mezcla de paciencia y juicio, yo te ponía adornitos y te pintaba las uñas para verte aún más hermosa, aunque tú sabías que ya lo eras.
No tenías juguetes favoritos porque, la verdad, eras muy diva, cuando te lanzábamos una pelota, solo nos mirabas como diciendo: “¿en serio?” con esa carita tan tuya, esa expresión de reina sin necesidad de trono. Y aunque todos te queríamos, tu corazón siempre fue de papá. Cuando él llegaba, tus ojitos se iluminaban como nunca, corrías desesperada a recibirlo, moviendo ese rabito chiquito con tanta emoción que parecía que ibas a explotar de alegría.
Por cierto, a cada uno de nosotros nos recibías diferente, como si tuvieras una forma especial de querer a cada quien, como si supieras el humor de cada quien al llegar, como si entendieras en el fondo de tu corazón nuestra vivencia diaria.
También eras una burbujita con carácter, desde el año ya andabas con tus locuras, y aunque eso nos traía uno que otro conflicto, en el fondo nos daba risa. En casa te decíamos “zorra” con cariño, por tu espíritu libre y coquetón, eras única mi Burbuja.
Dormíamos juntas, cantábamos canciones de Disney —“Frozen” siempre fue la nuestra—, y cuando veíamos películas yo te abrazaba como si el mundo fuera perfecto solo por tenerte a mi lado. Tu comida favorita eran las palomitas, los cacahuates, la manzana, el pollito, y ni se diga de la mayonesa o el refresco. Tenías un gusto raro pero encantador, siempre que regresábamos del cine te traíamos tus palomitas, y nos provocabas un espectáculo lleno de ternura al observarte comer.
Yo decía que éramos como “Rapunzel y Pascal”: yo la niña de casa y tú mi mejor compañía, siempre lo sentí así, y todavía lo siento.
A medida que fui creciendo tú seguiste ahí, siempre estabas sin importar si era un buen día o uno malo. Cuando empezaba a entender que el mundo no siempre era amable, tú me recordabas que había amor en lo simple: en una caricia, en un silencio compartido, en tu presencia tranquila al pie de mi cama.
Fuiste mi refugio en los momentos en que no entendía mis emociones, cuando sentía que no encajaba o cuando el mundo me exigía más de lo que podía dar, solo me bastaba mirarte, tocar tu naricita de chocolate húmeda, o escuchar tus patitas suaves caminando por la casa para que todo se sintiera menos difícil.
No lo sabías, pero cuando me sentía sola, tú estabas ahí. Si lloraba en silencio, tú te acercabas sin hacer preguntas y si alguna vez me encerraba en mí misma, tú te sentabas cerca simplemente acompañándome, no hacía falta que hablaras, tu sola presencia era como un abrazo largo, tibio y seguro.
Con el tiempo, vinieron más responsabilidades, más cambios, incluso más personas en mi vida. Pero tú nunca fuiste reemplazada. Siempre fuiste tú, mi primer amor. Esa amiga que no necesitaba palabras para entenderme. Fuiste mi hogar en la forma más pura que conozco. Crecí contigo a mi lado, y gracias a ti aprendí que el amor no siempre se dice: a veces se demuestra con lealtad, con paciencia, con quedarse, aunque el otro no sepa cómo pedir ayuda.
Un año antes de que te fueras, ya estabas cansadita y yo lo sabía. Te costaba pararte, tu cuerpecito te pedía descanso y aunque mi corazón no quería aceptarlo, mi alma se preparaba, poquito a poco para despedirse.
Y fue entonces llegó Deysi, nuestra pequeña chihuahua de pelo largo, y fue como si te dieran cuerda otra vez. Volviste a pararte, a jugar, a moverte. Ella te devolvió vida Burbuja. Te impulsó con un año más de alegría, de energía, de momentos compartidos. A veces te cansabas de su energía loca, pero se notaba que también te gustaba tenerla cerca. Te agradezco tanto ese último regalo de vida.
Pero luego vino esa última semana. Empezaste a quejarte, pensamos que era algo que habías comido, algo pasajero y tratamos de ayudarte, de aliviarte, pero la noche del 27 y la mañana del 28 de marzo ya no podías más. Te quejabas con un dolor que partía el alma. Esa mañana, antes de irme a clases aún te ayudé a comer, a caminar, a orientarte. Ya habías perdido la vista en un ojito y apenas veías por el otro, pero ahí estabas, luchando como siempre. Me despedí sin saber que sería la última vez.
Cuando volví por la tarde, me dijeron que ya te habías ido. Mi mamá estuvo contigo, no la pasaste sola, pero yo no estuve. No estuve cuando te fuiste y eso me duele.
Solo encontré tu cuerpecito tapado con una cobijita de estambre, acostada en tu camita. Y me rompí. Me arrodillé en el piso de la sala, llorando como nunca, gritando que no podía ser cierto, repitiendo tu nombre como si eso fuera a traerte de vuelta. Me acerqué a ti y te abracé con cuidado, con un amor que dolía. Nadie me apuró. Me dieron mi espacio y ahí me quedé dormida en el suelo, abrazando tu patita durante horas. Quería detener el tiempo y quedarme contigo, aunque ya no respiraras.
Cuando llegó la hora de enterrarte me tuve que levantar, con el corazón hecho trizas, ayudé. Te acaricié una última vez, te corté ese mechoncito que aún guardo con tanto cariño y te quité tu collar para tener algo tuyo siempre conmigo, –“algo real que no se deshaga con el tiempo”.
Y aunque tu cuerpo ya no está, hay días en los que juro que todavía escucho el sonido de tus patitas o siento ese pequeño peso tuyo a mi lado. Fue la despedida más dura de mi vida. Aún lo siento todo tan vivo como si no hubieras partido.
Después de que te fuiste, todo cambió. A los tres días tuve que volver a la escuela, levantarme como si nada, como si no llevara dentro un vacío enorme y sonreír, hablar, cumplir con todo. Mientras por dentro lo único que quería era llorar. Y lloro. Lloro cada que te recuerdo, cada que alguien menciona algo que me remite a ti. Pero por otras cosas, por otros dolores, no puedo llorar. Es como si las lágrimas solo fueran exclusivas para ti.
La tristeza no se fue, hay momentos en que me visita de golpe, como cuando descubrí que mamá había tirado tu camita y tu almohada. Dijo que no era bueno quedarse con esas cosas, pero para mí sí lo era. Me dolió mucho. Me di cuenta al día siguiente y solo me quedé callada, sintiendo que te perdía otra vez. Lo único que conservo de ti es tu collar, unas ropitas y ese mechoncito de pelo. Sé que es poco, pero todo conserva tu esencia.
Desde ese día, algo en mí cambió. Siento que me cuesta conectar con otras emociones. Tengo otras dos perritas y sé que las quiero, pero a veces siento que no las estoy cuidando como debería. Es como si una parte de mi corazón se hubiera cerrado para protegerse del dolor. Y aunque tengo un novio, mascotas por cuidar, mi familia y amigos, no amaré, ni sentiré con la intensidad que lo hice contigo y a pesar de los problemas que a veces me surgen, nada me hace llorar como evocar tu recuerdo y nuestros días juntas. Solo tú puedes moverme de esa manera.
Y mientras yo me rompía por dentro, el mundo alrededor seguía su ritmo. Mi mamá me abrazó ese día, cuando llegué y te vi ahí sin vida, pero después, no sé. A veces pasa por mi cuarto y estoy llorando, pero ella no me dice nada. No sé si no lo nota o si simplemente prefiere no ver. Tal vez también le duele, tal vez esa fue su manera de protegerse. Pero a mí me dolió su silencio. Me duele sentir que soy la única que no ha podido soltar y cuando descubrí que había tirado tus cosas, nuevamente me dolió como cuando te fuiste. Sé que ella quiere que de deje ir, pero no yo. Para mí, esas cosas eran sagradas. Eran tuyas. Eran parte de ti. Me dolió no haberme dado cuenta antes, me dolió que nadie me preguntara si yo quería conservarlas.
A veces me pregunto si alguien más te extraña como yo. Papá seguro sí, tú eras su favorita. Siempre que él llegaba, tú te desbordabas de alegría. Y aunque todos en casa te queríamos, no sé si alguien más sigue sintiendo tu ausencia todos los días como yo, y no los culpo. Cada quien ama y pierde a su manera, pero a mí todavía me duele que ya no estés. Me sigue doliendo como el primer día.
Burbuja, me enseñaste tantas cosas sin decir una sola palabra. Me enseñaste a amar sin medida, a cuidar sin esperar nada a cambio, a estar presente para quienes amas. Me enseñaste a entender que el amor verdadero puede venir con cuatro patitas, con una nariz húmeda y con una mirada que no requiere palabras.
Tu ausencia me mostró lo profundo que puede doler el amor cuando se convierte en recuerdo. Me enseñaste que el duelo no tiene forma ni calendario, que cada quien lo vive a su tiempo, y que está bien sentir tanto.
Hoy, aunque ya no estás físicamente, estás en mí. En mis recuerdos, en mis silencios, en esa forma especial en la que aprendí a querer. Sigues viva en mi memoria, en las veces que me río sola recordando tus travesuras, en las veces que me cuesta llorar por otras cosas porque todo mi dolor se quedó contigo.
Gracias por hacerme mejor persona, por acompañarme en mi crecimiento, por ser mi compañera incondicional. Gracias por enseñarme que el amor, cuando es verdadero, nunca se va del todo. Solo cambia de forma.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión