La lluvia acá es menos intensa en comparación con otros lugares del país. Nunca llega a estallar del todo; es como una lluvia tímida. La humedad es una constante, tan constante como la sensación y la expectativa de que va a pasar algo nuevo, la sospecha de que la piel que recubría toda la mancha urbana ayer cambió durante la noche.
Las calles siempre están llenas, tres millones de habitantes pero seis millones circulando. La acera cargada de acentos, lo extranjero como parte de la génesis de la ciudad. Los parques transitados por algunos que pasan el rato con personas que seguramente planearon la salida con una semana de anticipación. Los bares y cafés se entremezclan con los centros culturales y los teatros. Sobreviven y se reinventan. Luchan por volverse foco de la atención por su calidad de "notables" y duraderos en la época donde el instante y la foto valen más que la constancia.
Las pizzerias de Corrientes ganando terreno frente a los antiguos cines que los nostálgicos extrañan, los que vieron a Borges, a Victoria, A Evita y a Cortázar.
La Avenida de Mayo como testigo de la historia de una Nación que vio su auge y declive. En su KM cero se alza la casa de gobierno enfrentada al Congreso Nacional como metáfora de una lucha de poder que solo entiende el establishment, el pueblo llano mira con incomprensión a sus representantes mientras se putean en la calle dándole a Gustavo Cerati una razón más para llamarla La Ciudad de la Furia.
Malabia y Santa Fé se alzan frente a Florida y Lavalle, las primeras se consolidan como iconos del centro cultural mientras que las últimas se oscurecen en una decadencia que ve su máximo esplendor cuando se escucha "cambio cambio". El antiguo instituo Di Tella que le hacia frente a la dictadura de Onganía es solo un recuerdo del arte que ahora tiñe las parede del Museo de Arte Latinoamericano y aspira a encontrar soporte en el Centro Cultural Kirchner, tan grande y opulento como la vanidad de los gobernantes que le pusieron su título.
El barrio de Once como testigo de la tragedia, la corrupción y la muerte; una metáfora analógica del pais que empieza en la estación de trenes, en la AMIA, en Cromañón y se extiende a la totalidad del territorio.
El Riachuelo y la General Paz como límites naturales y urbanos. Limites que son como una cicatriz de la última guerra civil, cuando le cortaron la cabeza a la Provincia de Buenos Aires y la federalizaron, la convirtieron en la "París de América".
Las calles coloniales y estrechas del centro en constraste con las grandes avenidas y bulevares expectantes al progreso y al dinamismo. La Torre de los Ingleses, la Avenida Alvear y la Plaza San Martín hacen lo mismo mientras están ubicadas en el Norte mirando hacia el Atlántico, mirando al comercio del puerto y a los inmigrantes que vinieron a "hacer la America". Los palacios de Retiro, el Teatro Colón, el Hipódromo y la Sociedad Rural se alzan imponentes en el corredor norte con una dosis exagerada de antiperonismo. Están en el Norte, hacia donde mira el mural de Eva Perón elevado en la Nueve de Julio. Combativa frente a la opulencia pero sonriente cuando mira al sur; sonriente cuando mira a sus descamisados, cuando mira a La Boca, cuando mira a San Telmo, a Barracas, cuando mira al cordón sur del conurbano bonaerense y a los espíritus pertenecientes a los obreros de las primeras industrias. Sin embargo, está amurada sobre un edificio famoso por su arquitectura racionalista pero también por sus alegorías a la coima, tipo de cambio común de la política criolla.
El Rio de la Plata rompe contra los muros que le dan la espalda, extrañando a la ciudad balnearia que esperaba el fin de semana para meterse al milenario río.
Buenos Aires es una metáfora completa de Argentina, del país que fuimos y del país que somos. Es una carta de amor a la argentinidad y una celebración constante de la individualidad, de la belleza, de lo distinto y de la vanguardia.
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