Se llamaba Ezequiel, pero siempre fue Quelo. Hoy cumpliría 100 años. Fue tío de mi madre. El más chico. El jovencito y soltero que aún vivía en la casa con los abuelos. La misma casa donde pasó sus primeros cinco años su primera sobrina. La que sin importar cuanto tiempo pase no lo olvida. Y cada vez que suena Por una cabeza, ¡y vaya que son muchas veces!, se le iluminan los ojos y vuelve a subirse sobre sus zapatos para después volar. Hoy, Laia mi personaje de ficción, después de tantos años, abraza esta historia para poder contarla...
Laia llevaba tiempo lejos de casa, había aprendido que aquello no era fácil. Su corazón debía ser demasiado grande porque al partir, fue el lugar donde empacó alegrías, dolores, raíces, amores y desamores, traiciones y lealtades. Todo lo que supuestamente quedaba en su lugar, pero extrañamente se iba con ella. Esa especie de equipaje cardiaco que siguió latiendo, aún, cuando tocó ese suelo que no le pertenecía, pero que hacía suyo por elección. Es que más que moverse a otros paisajes, lo que había hecho era ir hacia un destino, el suyo. Hacía el trabajo que amaba, cada día se rodeaba de niños y adolescentes con los que compartía el arte y a partir de él fluía la comunicación y la expresión. La creatividad era moneda corriente y tenía la libertad para desarrollarla. Y hasta se había abierto la puerta donde la invitaron a publicar sus textos. Cada mañana tenía el desafío de lo nuevo, lo diferente. La hacían sentir cómoda, como en casa, pero a veces, ese gran corazón y su bagaje parecían decirle que no eran tan fuertes y estar tan lejos de Buenos Aires confundía sus sentimientos. La almohada todavía no tenía su forma y los sueños se iban perdiendo. Y ese, era uno de esos días. Debía escribir y las ideas se negaban a venir. La computadora seguía abierta, pero hacía horas que la pantalla estaba en blanco. Había llegado la noche y todo seguía igual. Prendió la radio para escuchar música y de repente cambiaron el ritmo y unos tras otros sonaron varios tangos, de a uno la fueron atravesando como puñaladas, pero en un instante sintió un impulso y sus dedos comenzaron a teclear sin pausa...
La mitad de los años 40 hace rato que quedó atrás, comenzó escribiendo, y siguió, y en una casa en uno de los cien barrios porteños la abuela se mueve en la cocina haciendo una y otra vez dobleces en una masa que más tarde tendrá infinitas y crocantes hojas en deliciosos pastelitos de hojaldre. Una niña de poco más de tres años sigue cada paso de esos prolijos pliegues, se enharina un poco la nariz y luego con ayuda, se baja del banco donde estaba subida y sale corriendo mientras desde el comedor se escucha la voz de su madre que le dice _ ¡Con mucho cuidado que estoy encerando! Entonces calza sus piecitos en unas especies de pantuflas de lana tejidas para la ocasión y jugando a patinar llega hasta el aparador oscuro y se recuesta sobre él mismo mientras con uno de sus dedos, recorre las grandes rosetas negras talladas en la madera. Desde allí, casi escondida tras el mueble, ve llegar a su tío, que ni bien entra enciende la radio. Él sabe que lo espera su pequeña, pero única y más grande admiradora. Gardel canta a toda voz, y ese piso recién lustrado brilla como una pista de baile. Es momento de comenzar el espectáculo, un funyi bien tanguero en la cabeza,pañuelo al cuello, la escoba que hace a las veces de micrófono o experta bailarina del dos por cuatro y en segundos el zorzal criollo renace en el tío, que con la mejor mueca gardeliana se canta y se baila todo. La nena, que ahora con las piernas cruzadas, está sentada en el suelo, tiene la carita entre las manos, un bucle castaño le cae sobre la frente, y las chispitas que cubren sus ojos se los van achinando cada vez más, es muy gurrumina como para saber que eso se llama emoción. De repente se escucha Por una cabeza, la escoba queda a un lado, el tío se alisa canchero el ala del sombrero y con pasos lentos y elegantes se acerca. La que lo espera es casi una muñequita, que ya abandonó el suelo, la sube sobre sus zapatos y juntos se deslizan entre cortes y quebradas y cuando la melodía brinda esos acordes que parecen sonar en el alma, la toma de la cintura y gira hasta hacerla volar. La casa se llena de tiernas carcajadas. Los pastelitos también parecen bailar en el ardiente aceite. La abuela seca con un repasador tan blanco como pulcro el lagrimón que se le piantò mientras mira a su hijo y a su nieta y la madre no puede disimular la alegría de ver a su niña feliz. Esa niña que sin saberlo guardará por siempre ese momento de la infancia, que volverá miles de veces a borrar la tristeza.
Laia releyó lo que había escrito, apretó el enter y lo envió. Se sacó los lentes y sonrió. Esa noche, la almohada copiaría su forma y los sueños vendrían a cantarle al oído "Boora la tristeza. Calma la amargura".

Miriam Rodriguez Roa
Crea cuentos que ritualizan vínculos y emociones. Su obra honra linajes y transforma gestos en memoria viva.
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