Melancólico hasta el vómito, duro hasta el hueso, raído como el borde de una memoria, crudo como la carne que se niega a entregarse a la tierra.
Ya no tengo poemas, tengo cicatrices que se adornan con plumas. El poema se murió en el hueso y cedió a la infección. Desde entonces, la tinta es solo pus verbal que supura la herida del yo. Hay que vaciar con urgencia el frasco que resguarda mi corazón, limpiarlo o destrozarlo, hasta que no quede más que el olor a cloro-olvido. Es verdad, lo confieso: estoy muerto desde hace tiempo. No sé cuándo comencé a pudrirme. Y sin embargo, estas alas... estos lienzos de piel inútil insisten en el movimiento que se aferra a la esperanza, en el aleteo ridículo que solo levanta polvo del recuerdo y la basura de las intenciones.
¿Quién pidió el don si el cuerpo era ya una casa tomada por los hongos del vacío?
Esas alas no son don, son la atrofia de la metáfora, un apéndice torpe, error anatómico de un dios que me creó con prisa y me hizo parte esencial de su ajedrez macabro. Nací con el título de rey, el cartón mojado de la corona pesa sobre mi cabeza. Pero me criaron para ser un peón; la ficha inútil que avanza un cuadro a la vez hacia su propia decapitación ritual. El cordero perfecto para el sacrificio. Mi nombre, ahora, es solo la nómina del próximo en la fila del matadero. Antes de eso, anhelo quebrarme como la porcelana o derretirme como la cera. Quiero caer de este andamio de huesos y romperme, sin red, sin métrica, sin consuelo.
(¿Lo ves? Ríndete, bicho. No hay dónde saltar).
No soy pájaro, soy la ceniza del vuelo que nunca fue. Estas alas son el último tedio, el apéndice que se niega a caer y me condena a una belleza abstracta. El defecto que grita ángel cuando solo soy barro mal cocido. No quiero ser el filo de esta tijera oxidada, pero quiero ser capaz de herir para liquidar el contagio; sacar la flema de la trascendencia de mi sistema circulatorio. La sangre que pido es la prueba de la no-vida, el rojo para confirmar que ya no hay pulso. El final de la tortura.
El poema se agota, sí, pero la miseria de la escritura es infinita. Esta es la confesión de la náusea: escribo para confirmar que no soy, que estas alas son solo el adorno de una lápida equivocada. Al arrancarlas, la ausencia será por fin perfecta. El no-cuerpo, limpio. 
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