Caminaba lentamente, una noche desierta en esta ciudad que nunca despierta. Llevaba sobre mí un sobretodo deteriorado y marcado, Dios sabrá de donde lo saqué. Mi mirada seguía las desprolijas líneas formadas por las baldosas que pisaba, atraída por un cierto interés en su disposición. Dicho interés poco duró, pues acababa de cruzar alguna calle, retomando una vereda prácticamente pulida y homogénea.
La luz de un ocasional farol se reflejaba en la punta de mis zapatos, no por pulcros, sino por la humedad que los recubría. El silencio me abrazaba; mis pensamientos resultaban estruendosos pero mi ánimo los apaciguaba. De pronto, el patrón del suelo cambió nuevamente. Esta vez, formaba una especie de serpenteante línea que parecía no llevar a ningún lado. Este patrón me repugnó; ¿quién sería capaz de destinar la materia prima de algo hermoso a semejante fin? Supuse que, de haber tomado aquel giro a la izquierda, el panorama hubiera sido diferente. Tal vez, de haber sido más sabio, de tan solo conocer mejor las calles por donde erraba, podría estar ahora analizando los maravillosos decorados de una disposición hermosa. Decidí desechar el pensamiento con tal de no hacerme malasangre, y lo dejé con los otros.
Seguí caminando, pues era difícil parar a esa altura. No sabía ya por donde andaba, pero tampoco me digné en intentar averiguarlo; con solo tener algo agraciado que vislumbrar, podía mantenerme en marcha. Crucé numerosas sendas y giré en múltiples ochavas, cada una distinta a la anterior, esperando encontrarme el paisaje que añoraba. Sentí en mi sombrero pequeños golpeteos, deseosos de aterrizar en mi cabeza, pero obstruidos, al fin y al cabo. Oí arbitrariamente distribuidas bocacalles tragando el resultado de aquellos golpes que alcanzaban el pavimento. En mi mente se formó una melodía, un ensamble de éxito y fracaso, indistinguibles el uno del otro. El ritmo variaba en métrica e incluso se detenía de vez en cuando, pero siempre recomenzaba. Una de esas veces, no volvió a empezar.
Me topé con un obstáculo, una barrera roja y blanca que pretendía obstruir mi caminata. Detrás de ella, no vi más baldosa. Un vacío infinito ocupaba su lugar. Una sensación de amargura se apoderó de mí, y por un momento no supe qué hacer. Giré para volver atrás, seguir mis pasos y tomar un camino disponible. Para mi sorpresa, allí donde hace tan solo segundos había dado las últimas pisadas, se erguía un muro. No quise mirar arriba, pues supe que jamás divisaría el tope. Tampoco giré la cabeza, pues supe que a mis lados no hallaría salida. No, mi mirada permanecía fija en aquel espacio entre mis dos pies descalzos, donde un pequeño brillo parecía intentar escapar de aquella unión entre baldosas. Dentro de aquel brillo estaba yo, mis padres, quienes una vez fueron mis amigos y quienes pudieron haberlo sido, así como esa persona cuyo corazón indescifrable supo perseguirme durante tantos años de mi vida. La cara de esta última era borrosa, irreconocible frente a cualquier otra, pero sentí su mirada como la estaca que siempre llevé en mí. En nada me ayudó esa visión, pues sabía ya qué me deparaba el destino.
Sin culpa ni arrepentimiento, el muro delante de mí comenzó a avanzar, arrastrándose hasta sentirlo yo en los dedos de los pies, en la nariz, en la boca, en el pecho, en las rodillas, en el estómago. El brillo se había disipado. Caí en el vacío.
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