Un olor a petricor
envuelve el alrededor.
Un cielo grisáceo llora
y sus lágrimas bailan
libres por la acera.
Un vapor gélido
arropa tus labios.
Me hablas
y yo, oído pegado.
—¿Está helando? susurraste.
No dudé,
te arropé con mi saco.
Sonreíste
y en mí una llama encendiste.
Solo anhelo
quedarme en el reflejo
de esas tiernas esmeraldas
a las que llamas ojos,
mientras las gotas siguen danzando.
Y tú, sin saberlo,
de mi frágil alma
dueña te has vuelto.
Déjame entrar a tu mundo,
quédate bajo mi paraguas,
y cuando me sientas
un poco perdido,
sostén mi mano
y devuélveme la vida.
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