Aún me acuerdo... era niña, y me dijeron sin dudar:
“Para avanzar en la vida, hay que aprender a soltar.”
Pero yo, tan tonta y fiel, no supe cómo marchar, te esperé bajo la lluvia... y no quisiste llegar.
Dicen que fueron dos horas, tal vez algo sin valor, pero en mi pecho dolían como mil años de dolor.
Cada gota que caía, me decía en su rumor:
“No vendrá, ya se ha ido, no mereces su amor.”
Mis pies, helados de espera, mi alma hecha ceniza, y tú, tan lejos de mí, sin culpa, sin prisa.
Yo creí en tu promesa como quien cree en la brisa, pero el viento no abraza... solo pasa y avisa.
Te esperé con el alma rota y la mirada vacía, como esperan los fantasmas que alguien los vea algún día.
Y cuando no llegaste, no fue el fin de la agonía:
fue el inicio de un invierno... que aún no se enfría.
Ahora entiendo aquel consejo que me dieron sin pesar:
que para dar un paso firme, hay que dejar de esperar.
Pero ¿cómo soltar a quien juró no soltar?
Si en mi pecho aún vive… aunque no quiera estar.
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