Hay tardes en que el río no es agua,
sino un susurro de barro y raíces,
una canción que mi abuelo tarareaba
mientras miraba con melancolia el atardecer.
El ceibo no se inclina al viento,
se yergue como un grito rojo,
sus pétalos son llamas que el cielo envidia,
y en el Campo de la Gloria,
se guardan los nombres de los granaderos
que la patria se enorgullese en recordar.
En el Convento, las paredes inquebrantables
respiran el silencio de los frailes franciscanos,
que tallaban cruces en la madera
y rezaban con las manos llenas de aserrín.
Yo toco sus grietas,
y siento el pulso de siglos latir contra mis palmas.
A veces, en la orilla,
encuentro relojes detenidos:
caracoles vacíos, hojas de sauce,
el eco de un beso que el río arrastró.
Nosotros también fuimos corriente,
dos aguas oblicuas chocando contra las piedras de lo imposible.
Las tardecitas huelen a jazmín y leña,
a mate amargo compartido en la vereda,
mientras las luciérnagas escriben versos efímeros sobre el lomo del tiempo.
No somos dueños de este oro fugaz,
solo sus testigos:
el Paraná nos presta su reflejo
para mirarnos sin rompernos.

Mateo Gonzalez
Trabajo día a día para que el mundo sea un poco más justo, más empático y más tolerante, y prometo hacerlo hasta mí última bocanada de aire.
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