Yo no sabía lo que era el silencio hasta que la vi a ella. No el silencio del campo, ni el que se escucha cuando uno se queda solo con el mate en la tranquera. Hablo del otro, el que se lleva adentro cuando te gusta alguien que no podés nombrar. Ella era menonita. De la colonia esa cerca del canal, la de los caballos, los tamberos, los cultivos prolijos como plegarias. Venía con su vestido hasta los tobillos, el pañuelo bien puesto y esa mirada baja, como si hasta los ojos los tuvieran enseñados a portarse.
Yo la cruzaba cada tanto, de lejos, cuando iba a buscar los bidones o pasaba por el camino de tierra. Y era como si el aire se hiciera más tibio cuando ella estaba. Nunca me animé a decirle nada… hasta esa tarde en que el sol aflojaba y el viento soplaba con ganas de cuento.
La esperé en el cruce, sabiendo que era un disparate, pero los hombres de pueblo, cuando se enamoran, se vuelven un poco poetas o un poco locos. Le dije que tenía algo para mostrarle. No me preguntó qué. Caminamos en silencio hasta un viejo galpón medio torcido, donde ya no guardábamos nada, salvo polvo y fantasmas de cosas que alguna vez se usaron. Y ahí, en medio de la nada, le ofrecí mi mano. No para llevarla a ningún lado. Solo para bailar.
Ella me miró como si yo estuviera inventando un idioma nuevo. Y tal vez lo estaba. Porque en su mundo no se baila. Está prohibido. No hay radio, no hay guitarra. Nada que saque los pies del suelo más de lo necesario. Pero me tomó la mano, despacito. Y bailamos. Sin música, sin testigos, sin más luz que la de una bombita medio moribunda. Yo tarareaba bajito, apenas un zamba que recordaba de mi viejo. Ella cerró los ojos, y durante esos minutos fue como si el mundo se achicara hasta entrar en ese galpón.
No dijimos mucho. No hacía falta. A veces, cuando uno baila con alguien que le mueve el alma, hablar está de más. Le temblaba la mano un poquito, pero no la soltó. Y cuando terminamos, me miró como si el pecado se hubiera vuelto ternura. Dijo, casi sin voz, “nunca me sentí tan libre”. Y yo… yo supe que eso ya era todo. Que después de eso, aunque no la volviera a ver, ya no iba a ser el mismo.
Se fue como había llegado, en silencio. Volvió a su mundo de reglas, himnos sin violines, y domingos sin ruido. Pero yo la recuerdo cada vez que paso por ese galpón. Y te juro, cuando el viento se mete entre los tablones, parece que la música vuelve. Y por un instante, ella también.

Giovanni Battista Manassero
Escribo para encontrar lo extraordinario en lo cotidiano, entre el absurdo, la nostalgia y el mate bien amargo.
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