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Toni

Mónica

Dec 15, 2023

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Toni
Nuevo concurso literario en quaderno

Hay seres tan inmaculadamente perfectos que parecen salidos de un cuento de hadas. Son de esos que te aman sin pronunciar una sola palabra, porque lo hacen con la voz que les sale del alma: los más leales y respetuosos, los que hacen de la amistad una religión, los que te cuidan y acompañan cuando tenés el corazón astillado en mil pedazos; esos que les basta tu alegría para ser felices. Ese ser estaba en Babel, conmigo, en la época en que mi humanidad se estaba modelando como una figura de arcilla.

Es por él que amo sin condiciones, es sólo por él que cuido de mis amigos como lo que son: mi mayor tesoro.

Tony llegó a mi vida cuando yo tendría unos cinco años; un cachorrito, de esos a los que llaman ratoneros, tan pero tan diminuto que podía acomodarse perfectamente entre mis brazos torpes e impacientes. Me lo regaló mi tío Lito, el más joven de todos los hermanos viejos que tenía mi papá.

Éramos inseparables, supongo que en algún momento nos fusionamos. Lo disfrazaba con lo que tenía a mano y él se quedaba ahí, quietecito, entre un par de muñecas, a veces vestido de pirata, otras, de payaso. Crecimos juntos, a la par, yo en mi karting blanco y él, al trotecito a mi lado. Tiempo después aprendimos juntos a andar en bici, él se sentaba detrás de mí y recorríamos Babel de norte a sur.

Guardián de mis secretos y temores, escuchaba pacientemente las historias más descabelladas que yo solía inventar cuando estaba aburrida. Si alguien, con o sin razón, intentaba levantarme la voz, él se paraba delante mío mostrando sus diminutos dientes transformándome, para muchos, en intocable.

Si me escuchaba llorar ponía su patita sobre mi hombro y aullaba bajito y cuando me reía, saltaba a mi alrededor rebotando como pelotita de ping pong.

Mi incondicional compañero de aventuras, de noches contando estrellas; de tardes compartiendo un helado en el cordón de la vereda. Siempre acurrucado entre mis pies mientras yo remontaba un barrilete en el campito, saltando a la soga, buscando como un sabueso a mis amigos cuando era mi turno de contar en la escondida.

A veces me lo quedaba mirando un largo rato en silencio, preguntándole cómo habían podido meter tanto amor en su pequeño cuerpito y él, a modo de respuesta me lamía las manos, con esa ternura que sólo los espíritus limpios de maldad pueden tener.

Un día, uno de los peores de mi vida, Tony decidió partir. Fue en la época en la que mis viejos se encapricharon y nos fuimos de Babel; en realidad nos alejamos del barrio unas ocho cuadras, pero para mí estábamos en otro planeta; en ese entonces aprendí un poco sobre la pena y el desarraigo.

Tony y yo volvíamos a diario a Babel, pero no era lo mismo, sólo íbamos por unas pocas horas y en lo mejor del juego o de la charla teníamos que volver.

Mi luz, esa luz de la que todo niño es dueño, se iba desvaneciendo. Tony era el único motivo de mis escasas sonrisas. Entendí que estaba a mi lado para emparchar mi soledad, pero hasta eso el mundo adulto me quitó. Su andar era distinto, me seguía, pero con paso lento; su hocico renegrido se estaba poblando de pelitos blancos. ¡Cómo me hubiese gustado que, al menos una vez, él hubiese podido hablar! Podría haberme dicho que le dolía la panza o los huesos, podría haberme dicho que se estaba yendo.

Fue una tarde de otoño, jugábamos entre las hojas secas que tapizaban el fondo de la casa que nunca reconocí como un hogar. Yo dejaba caer sobre él esos copos dorados al grito de ¡Dios salve al rey!

Tony me miró un par de minutos, los minutos más terribles de mi vida, y cayó a mi lado como atravesado por un rayo de la tormenta que arreciaba en mí. Lo abracé, le exigí que volviera, lo llené de besos. Papá llegó corriendo, yo le pedía que llamara a un doctor, a una ambulancia, pero no hizo nada de eso, se quedó acurrucado a mi lado, acompañándome en el duelo, abrazado a mi dolor.

Me dijo que Tony murió de viejo, pero yo aún me siento culpable porque sé que lo contagié de mi tristeza y su tierno corazón no lo pudo soportar. Un año después regresamos a Babel, pero era tarde.

Dicen que si uno ama a estos angelitos peludos con la pasión y locura que lo hice, su alma vuelve escondida en otro amigo de cuatro patas. Algunas veces, mi dulce Calíope se acurruca a mi lado y se me queda mirando con sus ojazos de azabache. Con la voz quebrada por la nostalgia le susurro: “¿Tony, estás ahí?” Ella mueve la cola y corre feliz por toda la casa como si quisiera decirme: “Sí, amiga, acá estoy”; pero yo sé que mi pequeño compañero de aventuras me espera en el arcoiris de Babel con un par de alas que seguramente no merezco…

Mónica

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