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    Insectos

    Puppetz

    Dec 11, 2023

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    Insectos
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    El trueno hizo que me despertara de golpe, no sabía bien qué hora era. Apoyé mi mano derecha sobre mi pecho y no encontré nada, como si sólo hubiera un vacío allí. En un intento de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad miré hacia mi lado izquierdo, en un afán de no encontrarme sola en la inmensidad de esa cama que odiaba, pero no, él no estaba ahí. Recordé que ese fin de semana tenía que viajar a ver a su tía enferma, no le agradaba mucho la idea, pero era uno de esos viajes de “ultimas veces” y no pudo decir que no. Traté de encontrar el celular para al menos saber qué hora era, o tener un poco de luz. Porque aún a mis 28 años, me seguía dando miedo la oscuridad. Si, lo sé, ya estoy grande. Y si, voy a terapia. Pero no es un miedo al que Freud denominaría una fobia, no es algo que no me deje vivir, no es que no pueda estar en la oscuridad, es la sensación de que siempre hay algo más, que nos perdemos, que precisamente no vemos, pero que nos ve y nos persigue.

    Agarré mi celular, eran las 2:38 hs. Lo puse nuevamente en la mesa de luz y me acomodé de costado, dándole la espalda, para no caer en la tentación de agarrarlo y desvelarme más espiando por la ventana esas vidas virtuales que todos sabemos que son falsas pero que anhelamos, que a veces envidiamos, que a veces queremos destruir. Supe que esa noche no iba a ser fácil dormirme, porque si bien podía resistir perderme en el celular, había algo que se me hacía más difícil de controlar: Tomar el arma. Apoyarla en la frente. Disparar. …

    Claramente en algún momento debo haberme dormido, desperté con la cara del gato pegada a la mía, como todas las mañanas, pidiéndome por favor que arranque el día con él. Me levanté como pude, revisé que tuviera comida y agua, fui al baño – él vino conmigo –, la rutina de todos los días. Recordé entonces la tormenta de la noche anterior, pensé en mis plantas, ahí, en el patio, tenía que ir a comprobar que estuvieran bien. Preparé el mate, prendí el televisor, y dejé que pasara la mañana, y la tarde. Y cuando me di cuenta no había almorzado y el gato nuevamente me pedía comida. A veces me pasaba que me perdía en el tiempo, ese que siempre me había interesado tanto y que me gustaba investigar. Tal vez me dejaba llevar, llevar por qué, por quién. Tomar el arma. Apoyarla en la frente. Disparar.

    Otra vez la noche llegó y otra vez esa necesidad de hacer todo lo que no había hecho en el día. Hablé un rato por teléfono con él para ponernos al día, aunque no me interesaban demasiado los chismes familiares, escucharlo calmaba la soledad, esa que disfrutaba pero que temía un poco, como quien sabe que es ahí donde habitan algunos fantasmas que es mejor no dejar aparecer. Creo que habían pasado unos cuarenta minutos cuando nos despedimos y me propuse al fin comer algo, o inventar algo con lo que había en la heladera, o intentar, la cocina nunca había sido mi fuerte. Hice lo que pude con lo que tenía, como siempre. Me bañé y me acosté nuevamente, como si ese día casi no hubiera existido en el calendario, como si un agujero de gusano pusiera el tiempo en pausa. Un gusano, así lo recordaba. Tomar el arma. Apoyarla en la frente. Disparar. ¿Cómo se intenta una dormir cuando lo que allí habita asusta más que la realidad? ¿Cómo se desprende una de los pensamientos que sabemos que nos cortan cada vez que aparecen, que lastiman, que hieren? Cada vez que recordamos, reescribimos el dolor de ese recuerdo, vemos, olemos, sentimos lo que creemos que fue. El campo, los galpones. El gusano. El señor. Tomar el arma. Apoyarla en la frente. Disparar. Un recuerdo que nunca había sido palabra, nunca había sido dicho en voz alta, pero que estaba tan escrito, tatuado en la retina de lo inconsciente. Y ahí estaba yo, tratando de dormir, de apagar el cerebro de forma instantánea, de no pensar. Sobrevivir a mis pensamientos. Esa noche, como todas las noches, intentaba no recordar, no pensar demasiado para poder dormir, para ser productiva al día siguiente, para servir. Siempre nos vemos en espejos ajenos, y, al final, el pensamiento más autónomo, más propio, más yoico que tenía era ese, que siempre aparecía, como la salida. Tomar el arma. Apoyarla en la frente. Disparar.

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