Observé el azul resplandecer del mar,
cómo el sol, tan lejos de mis manos, podía hacerlo destacar.
Sus olas chocaban con la arena, sumergiendo mis pies en ellas.
El viento, que venía desde la línea donde el cielo y el mar se unían,
no me dejaba más que el dulce poema de la vida.
Reflexioné.
Me acerqué más al agua, hasta que tocó mis rodillas.
Tenía miedo de que algo apareciera,
o de que ese algo me llamara.
Observé, y me metí con el miedo encima,
con la angustia que mis problemas me habían dejado.
Por más que temblara, o pensara en cualquier situación
que pudiera ocurrirme,
tomé el valor de meterme
y dejé que esas olas tan fuertes
chocaran contra mí
y se llevaran esto que me pesa y me consume.
Que mis lágrimas fueran recibidas con amor.
Que mi vida se volviera más ligera.
Que mis sueños dejaran de estar bajo el agua.
Porque sé que, al venir por primera vez,
le dejé todo al mar,
y eso me ayudó a poder enfrentar mi vida.
Pero ahora, ni siquiera sé por qué sigo en pie.
Las nubes que tapan al sol solo me dan oscuridad.
Mi vista no es clara,
ni mi corazón, que vio tanto,
podría ya guiarme.
Vivo con la garganta apretada,
con la mente puesta en ser mejor
y sin poder hacer nada.
Estoy enterrada en la arena.
¿Desde hace cuánto que no disfruto de todo esto…?
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