El Hospital de Clínicas era su mundo. Durante casi un año, Emilia, con sus dieciséis años apenas cumplidos, vivía entre sábanas blancas, sueros que colgaban del techo y una ventana que no se abría. Tenía una enfermedad rara, cruel, que consumía su cuerpo sin tregua. Los médicos no hablaban de cura. Su madre lloraba en silencio. Y ella… ella había dejado de llorar hacía tiempo.
Ya no soñaba con salir. No imaginaba ni siquiera el cielo. Había aceptado —casi con rabia— que el mundo seguía girando allá afuera sin ella. Su único pasatiempo era contar los pasos de los médicos, escuchar los pitidos de las máquinas, mirar el reloj como si en algún momento todo fuera a detenerse.
Hasta que llegó Ana.
Ana era enfermera. No de las que entraban corriendo con la presión del día. Ana se tomaba un momento. Siempre tenía una palabra amable, una sonrisa. Y una tarde, cuando Emilia parecía más apagada que nunca, Ana dejó un pequeño objeto en su mesa: una Biblia.
—No quiero molestarte, pero… a mí me ayudó mucho en mi vida. Tal vez quieras leerla un poco.
Emilia la miró sin decir nada. No creía en nada. Y mucho menos en Dios. Pero esa noche, por aburrimiento, por curiosidad, por el vacío... abrió el libro.
Las primeras páginas fueron incomprensibles. Nombres, guerras, leyes. Nada tenía sentido. Pero algo la hizo seguir. Y en algún momento —no sabía cuándo— algo cambió. Tal vez fue en los Salmos, cuando leyó: "Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo.
Era como si alguien estuviera hablándole directamente. Por primera vez en meses, sintió que no estaba sola.
No fue mágico ni inmediato. Pero cada día, mientras leía, algo en su corazón se encendía. Empezó a hacer preguntas. Ana respondía con paciencia, con ternura. A veces no tenía todas las respuestas, pero se sentaba a su lado y compartía un mate, un silencio, una esperanza.
Emilia comenzó a escribir en un cuaderno. No sobre su enfermedad, sino sobre lo que sentía. Sobre la paz que, sin saber cómo, empezaba a encontrar. Ya no odiaba al mundo. Seguía con miedo, sí, pero también con una nueva certeza: su historia, aunque breve, tenía un propósito.
Una mañana, le pidió a Ana si podía salir al jardín del hospital. Con ayuda, la bajaron en silla de ruedas. El sol la tocó como si fuera la primera vez. Cerró los ojos, sonrió, y susurró:
—Gracias por traerme la luz, Ana. No solo la de afuera… sino la de adentro.
Ana no era una enfermera cualquiera. No había llegado al Hospital de Clínicas por casualidad. En realidad, podría haber trabajado en una clínica privada, donde el ritmo era más tranquilo y el sueldo mejor. Pero había algo que la impulsaba a estar justo ahí: su fe.
Desde joven, Ana había sentido un llamado. No uno de esos que se oyen con los oídos, sino uno profundo, que se siente en el pecho. Creía que su trabajo como enfermera no era solo sanar cuerpos, sino acompañar almas. Por eso, cuando le ofrecieron un puesto en el área de internación pediátrica prolongada, no lo dudó. Sabía que allí, donde la esperanza flaqueaba, era donde más falta hacía.
Fue en el cambio de turno de una tarde gris que vio por primera vez a Emilia. No era distinta de otras adolescentes internadas, pero había algo en su mirada —una mezcla de rabia y vacío— que la conmovió. Ana revisó su ficha: dieciséis años, internada hacía once meses, diagnóstico reservado. No tenía visitas frecuentes, salvo una madre agotada que parecía romperse por dentro cada vez que salía de la habitación.
Durante días, Ana entraba en silencio, tomaba sus signos vitales, ordenaba el gotero, y se iba. Emilia no decía nada. No agradecía. No miraba. Pero Ana seguía entrando igual, cada día, con la misma suavidad.
Hasta que una noche, antes de salir, se animó.
—Perdona si me meto… pero te traje esto. —Y dejó una Biblia pequeña, de tapa bordó, junto a su cama—. A mí me ayudó en los días difíciles. Capaz te sirve. Y si no, la podes usar de pisapapeles —dijo con una sonrisa.
No buscaba convencerla. No era su misión cambiar creencias a la fuerza. Su propósito era sembrar. Sembrar consuelo. Sembrar vida donde solo quedaban sombras. Porque Ana creía, con todo su corazón, que a veces una semilla —aunque parezca pequeña e insignificante— puede abrirse justo en el terreno más seco. Y florecer.
Emilia no dijo nada esa noche. Ni la siguiente. Pero días después, Ana notó que el libro ya no estaba en la mesa. Estaba entre las manos de la chica, abierto por la mitad. Y entonces supo que algo había comenzado.
Al principio, Emilia leía de a ratos. Un párrafo, una línea, a veces apenas unas palabras. No entendía casi nada. Pero el solo hecho de tener la Biblia en las manos le provocaba una extraña calma. No lo admitía en voz alta, ni siquiera para sí misma, pero era como tener compañía en medio del silencio.
Ana lo notó. No preguntaba mucho, solo comentaba al pasar:
—Hay partes que al principio cuestan, ¿sabes? Yo me perdía todo el tiempo. Pero con el tiempo… te empieza a hablar.
Emilia fruncía el ceño, como si no creyera del todo. Pero en el fondo, quería entender. Y empezó a hacer preguntas. Primero con desdén:
—¿Por qué hay tantas guerras en ese libro?
—¿Por qué Dios deja que alguien se enferme así?
Ana no tenía respuestas fáciles, pero tampoco escapaba de las preguntas. Se sentaba al borde de la cama, tranquila, y le hablaba con una honestidad que a Emilia le sorprendía.
—No tengo todas las respuestas. Solo sé que, incluso en el dolor, Dios está. No para evitarlo siempre, pero sí para que no lo vivas sola.
Y ese fue el punto de quiebre.
Porque Emilia, durante tanto tiempo, se había sentido justamente eso: sola. En una habitación que no cambiaba, con un cuerpo que se apagaba y una mente que no encontraba sentido. Pero ahora, había alguien que no la trataba como una paciente, sino como una persona.
Empezaron a hablar más seguido. De la Biblia, sí, pero también de cosas simples: de la infancia, de canciones, de los sueños que una vez tuvo Emilia —como ser fotógrafa, viajar a las montañas, aprender francés. Ana la escuchaba con atención, como si cada palabra fuera un tesoro.
A veces compartían el silencio. Ana le prestaba su mate, o le leía un Salmo cuando los ojos de Emilia estaban muy cansados. En una de esas tardes, cuando la enfermera leyó “Dios está cerca de los quebrantados de corazón”, Emilia sintió que algo se rompía y algo se sanaba al mismo tiempo. Lloró por primera vez en mucho tiempo. No por miedo, sino por alivio.
Ya no se trataba solo de la Biblia. Era la presencia. Era la compañía. Era la fe que empezaba a despertarse en medio de la sombra.
Ana le dijo una vez:
—¿Sabés? A veces no estamos acá para sanar el cuerpo, sino para sanar algo más profundo. Y vos, Emi, tenés una luz que yo veo… aunque vos todavía no la veas.
Emilia bajó la vista, conmovida. Tal vez todavía no veía la luz, pero por primera vez en mucho tiempo… quería buscarla.
El cambio en Emilia no fue inmediato ni milagroso. Fue lento, como el sol que se asoma tras muchas noches oscuras. Pero era real. Algo dentro de ella comenzaba a moverse, a respirar distinto.
Antes, se despertaba cada mañana deseando dormirse para siempre. Ahora, abría los ojos con una pequeña chispa de expectativa: ¿qué leería hoy?, ¿vendría Ana temprano?, ¿cuál sería la próxima historia en esas páginas antiguas que parecían hablarle directo al corazón?
Empezó a escribir más seguido en su cuaderno. Ya no eran frases de enojo o desesperanza. Eran reflexiones, preguntas sinceras, incluso pequeñas oraciones. No eran perfectas ni sabias, pero eran suyas. Palabras como:
"Dios, no sé si estás ahí, pero si me estás leyendo, gracias por mandarme a Ana."
"Hoy leí que Jesús lloró. Nunca imaginé a Dios llorando. Me hizo sentir que tal vez entiende mi dolor."
"Ya no tengo tanto miedo de morirme. Pero tengo muchas ganas de vivir."
Ese último pensamiento la sacudió.
Porque antes, la muerte era una certeza inevitable. Ahora, aunque su cuerpo seguía débil y los médicos no le prometían milagros, Emilia sentía que la vida —la verdadera, la que ocurre adentro— estaba más viva que nunca.
Empezó a conectar con otras enfermeras, con pacientes. Saludaba. A veces les sonreía. Una tarde, le pidió a Ana que le trajera otra Biblia. “Para regalársela a una nena nueva que llegó ayer”, dijo. Ana se emocionó en silencio.
Cada noche, antes de dormir, Emilia cerraba los ojos y repetía un versículo que ya se sabía de memoria.
"El Señor es mi pastor, nada me faltará."
Y por primera vez… lo creía.
Emilia no sabía si sanaría. Pero ya no lo necesitaba para estar en paz. Porque algo dentro de ella se había curado: el alma herida, el corazón en guerra, la niña que se sentía olvidada.
Ahora, aunque aún dolía, ya no dolía sola. Había encontrado propósito en medio del hospital. Había encontrado a Ana. Y había encontrado a Dios
Era una noche silenciosa, de esas que huelen a despedida, aunque nadie lo diga en voz alta. Emilia llevaba varios días más débil, con fiebre persistente y dolores que ya ni los calmantes lograban acallar del todo. Los médicos hablaban en voz baja, y su mamá pasaba más tiempo sentada a su lado, acariciándole la mano sin palabras.
Pero esa noche, Ana volvió al turno. Emilia la reconoció apenas entró, y sus labios se curvaron en una sonrisa tenue.
—Viniste… —susurró con esfuerzo.
—Claro que sí. No podía no venir —respondió Ana, sentándose a su lado.
Se quedaron en silencio unos minutos. Ana le tomó la mano, cálida, segura, y la sostuvo como tantas otras veces. Pero algo era distinto. En el aire flotaba una urgencia serena, como si todo hubiera conducido a ese instante.
—Ana… —dijo Emilia, apenas audible—. ¿Vos creés que… Dios me puede amar? Así, como estoy. Con todo esto.
Ana se inclinó, sus ojos brillando.
—Yo no lo creo, Emi… yo lo sé. Te ama con locura. Desde antes de que nacieras. Incluso en tu enojo, en tus preguntas. Él nunca se fue.
Los ojos de Emilia se llenaron de lágrimas. La garganta le temblaba.
—Yo… yo quiero creer. Quiero… aceptar a Jesús. No sé cómo se hace, pero quiero hacerlo.
Ana apretó su mano con fuerza, con ternura. Se inclinó un poco más, apoyando su frente sobre la de ella.
—No hace falta que sepas todo. Solo que lo digas con el corazón. Yo te puedo guiar, si querés.
Emilia asintió con la cabeza, apenas. Las lágrimas le corrían por las sienes.
Y en ese cuarto blanco, en medio de monitores y cables, Ana oró con ella. Palabras simples, sinceras. No hubo luces ni sonidos del cielo, pero Emilia sintió algo. Una paz que no conocía. Un calor en el pecho que no venía de la fiebre. Una certeza.
Cuando terminaron, Emilia susurró:
—No tengo miedo. Pase lo que pase, no tengo miedo.
Ana lloraba en silencio. Porque lo que vio no fue resignación… fue fe. Pura. Desnuda. Verdadera.
Esa noche, Emilia durmió en paz. Por primera vez en mucho tiempo. No sabía cuánto le quedaba, pero sí sabía quién la esperaba más allá de ese túnel oscuro que tanto había temido.
Había encontrado la Luz. Y ya no estaba sola.
...los médicos eran prudentes. Sabían que el final podía estar cerca, pero no lo decían en voz alta. No hacía falta. Emilia también lo sabía.
Esa noche, Ana se quedó más tiempo del habitual. Se sentó junto a la cama y tomó su mano con ternura. No dijo nada. Solo estaba ahí, como había aprendido que a veces era suficiente.
Emilia respiraba con dificultad, pero sus ojos seguían vivos. Se despertó y buscó la mirada de Ana y, con voz apenas audible, susurró:
—No tengo miedo.
Ana le acarició el pelo, conteniendo las lágrimas.
—Lo sé, Emi. Lo sé.
—¿Te acordás lo que me dijiste… de que a veces no estamos acá para sanar el cuerpo?
Ana asintió, con un nudo en la garganta.
—Creo que… ya me sané. Por dentro.
El silencio que siguió no fue de tristeza, sino de una paz tan profunda que parecía envolver la habitación entera. Afuera, la ciudad seguía su ritmo, indiferente. Pero allí, en ese cuarto, el tiempo se detenía.
Emilia cerró los ojos y murmuró una última frase:
—Gracias… por no dejarme sola.
Y entonces, con una calma casi sagrada, su respiración se fue apagando. Como una vela que no se extingue con violencia, sino que se entrega a la noche después de haber iluminado lo suficiente.
Ana no soltó su mano. No lloró de inmediato. Solo se quedó allí, sintiendo el peso sutil de lo eterno.
Emilia no se fue en la oscuridad. Se fue en la luz que había aprendido a ver. En la fe que había nacido en medio del dolor. En la compañía que la sostuvo cuando más lo necesitaba.
Y Ana, mientras se despedía en silencio, supo que esa semilla que había sembrado no solo había florecido. Había dado fruto.
Porque a veces, los milagros no llegan en forma de curas. A veces, llegan en forma de esperanza
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