Atardecer

Tenía un terror de chico. Pero de muy chico, a esa edad que recordas solo a través de eventos específicos o anecdotas de tus padres. Mi terror lo recuerdo a través de ambas cosas.

Recuerdo mantener la mirada fija en el horizonte desde la ventana de mi pieza: impotente, desesperado.

Recuerdo sentir lágrimas emergiendo de mis ojos al divisar que, de nuevo, el sol desaparecía.

Desde ahí me volvía inmanejable, según mi madre. Me ahogaba en mi propio llanto, pataleaba, gritaba. No recuerdo las acciones en sí, recuerdo más las emociones. Sentía una desesperación mortal. La desesperación del cambio, del perder algo, del no entender. En mi mente infantil semi-consciente, el sol se iba para siempre cada tarde, dejandome un mundo cambiado que aún no entendía.

Mi madre solo recuerda el llanto y el pataleo: lo cuenta como una anécdota curiosa, pues el ataque me agarraba sin razón y siempre después de mirar por la ventana. Yo sé la razón, pero prefiero callar y fingir que la anecdota me deja tan confundido como a ella. Tampoco explicaba mis razones de chico, pues a esa edad uno llega a sentir que los adultos son los irracionales, los que no entienden. Ellos no entenderían la gravedad de mi situación. El atardecer era para mí un asesinato, una perdida irreversible. Y la luna era el asesino a la vez que el usurpador, vigilandome atentamente desde la inmensidad que abarcaba todo ese mundo desconocido de la noche. 

Mi terror venía de no poder preveer sus intenciones ¿Por qué lo sacaba al sol? ¿Por qué intentaba engañarme con esa luz, queriendo parecerse al sol? ¿Por qué todo tenía que cambiar cuando él llegaba? Aún no sabía que la luna se llamaba luna, entonces para mí era masculino. Era el hombre poderoso, al que había que adaptarse. Al que no podías predecir y, en mi mente, el que me podía castigar.

La luna era mi padre, que volvía todas las noches a casa después de trabajar.