Atardece

Hay una pared alta que se va por allá, con la perspectiva. Sobre ella creció una enredadera verde, tupida, que cubre cualquier atisbo de arquitectura que pudiera tener. En una de esas hojas hay un capullo de bromelias que insiste por brotar. A pesar del smog, del ruido y las ratas. Eso que persiste se entera poco a poco que es dificil que el sol llegue a sus hojas. Pero las estira un poquito más, porque está cerquita y no le queda otra que el esfuerzo. Sabe que cuando logre chupar algo de vitamina D habrá recompensa. O eso se miente. Más abajo, mucho más abajo, en las raices enterradas de esa enredadera una lombriz citadina abre túneles, penetra la tierra con sus abdominales y le da oxígeno. No hay dos sin tres, comenta una gota que logró filtrarse por las grietas del cemento que tapan la tierra. Y la Kenita, mi gata, que trata de cazar una cucaracha, pero no sabe que está en Guayaquil, y que las cucarachas en esta ciudad están superdotadas, se queda en la ventana mirando el atardecer. La gente en la vereda, esos puntitos abajo que no entiende porque tiene un ligero nivel de estrabismo. Cómo aguanta el calor con tanto pelo, me pregunto. Mi psicóloga me dijo que tengo mucha plasticidad, eso de que te podes adaptar a diversos contextos muy diferentes. Mi gata tiene mucho más que yo. Tendría que haberle dicho que así, un poquito así, somos les cordobeses. Porque le metemos onda a la vida, pero iba a pecar de regionalista y eso no. Así no. Además me hago cargo de lo mío. El sol se fue a lo que pensaba esto y las nubes ya tienen un color rojo-negro-azul. Y el viento empezó a traer las gotas de lluvia para adentro por mi ventana y voy a tener que cerrarla para que no se me moje la cama. Sauna. Realidad cotidiana en esta ciudad. Me harté de la plasticidad, debería ser considerada un disvalor.