La casa no era una construcción, era un destino de ladrillos descascarados, hundida en un jardín desértico donde el verano se pudría sin prisa.
A los nueve años, tenía la certeza de que la aritmética me hería: yo era el vértice de un triángulo deforme. Dos madres y un solo padre.
Mi madre biológica era una mujer en la mitad de sus treinta, rubia, de una belleza herida, que aparecía en la vereda de vez en cuando como un reproche. Era el pasado intentando saltar los portones de madera de Olavarría 2140. La veía poco, como se ve un barco que se hunde en la niebla; era una luz joven, equivocada, que no encajaba en la penumbra de las habitaciones.
La otra, la que me retenía, era la ley. Medio siglo de un rencor acumulado en los huesos y el pelo corto, seco, como un campo quemado. Tenía esa sordera parcial que la obligaba a vivir en un estado de alerta permanente, girando la cabeza con la brusquedad de un ave de rapiña. Me quería con una voracidad de náufrago; su amor no era un refugio, era una celda de muros acolchados donde el aire siempre faltaba.
—Vení acá —me decía, y su voz era el crujido de una madera vieja que se quiebra—. No salgas.
Y el viejo... el viejo era la nada misma. Una figura desdibujada, un hombre que se movía por la casa con la timidez de un intruso. Era un dominado, un ser que había entregado su voluntad en alguna timba olvidada de la juventud. No hablaba. Se sentaba a la mesa y masticaba el silencio, mirando los orificios del mantel mientras la sorda dictaba las sentencias del día.
Esa asimetría me inquietaba. La unidad de él, tan maciza en su cobardía, contrastaba con la dualidad de ellas, ese desdoblamiento de la maternidad que me partía en dos. El ambiente parecía una canción de Woods of Ypres, un invierno eterno donde la esperanza es un error de cálculo. Miraba a mi padre, ese único eje débil sobre el que giraban dos mundos, y comprendía que la vida no era más que una serie de omisiones.
Él estaba ahí, pero no estaba. Ella me escuchaba, pero no oía. Y la madre verdadera, la del sol en el pelo, era el recuerdo de algo que nunca me habían dejado tener.
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