Arturo.
May 18, 2025
Mi padre y yo.
No es fácil encarar esta cuestión. Me cuesta empezar por algún punto de la historia.
Veamos:
Hace unos días, en el hospital, estando mi hermano y yo, cada uno a un lado de la cama en la que mi padre estaba postrado tras haber pasado por una operación —rotura de cadera, prótesis—, se produjo un momento muy extraño. Él, abriendo los brazos, como en modo de abrazo, de acogimiento, nos dijo, más o menos, estas palabras:
«Hijos míos, os quiero mucho. Yo solo quiero que estéis bien».
Siguió durante unos minutos divagando en ese sentido. Mi hermano y yo no dábamos crédito a lo que estaba pasando. Seguimos, pasados los días, un tanto anonadados.
Mi padre ya no razona bien. Su memoria a corto plazo es muy deficiente. Lo habitual es que no reconozca a la gente, no reconozca los lugares ni las situaciones.
Ese momento que he relatado es una perla extraordinaria por ese deterioro cognitivo y porque nunca antes, en toda nuestra vida, nos ha dicho algo ni remotamente parecido.
Cuando niño, mi padre era un padre. El que me había tocado; un hombre autoritario, lejano, nada sentimental. Pocas bromas, pocos juegos; tan solo órdenes, trabajo y broncas por lo que tocara.
No mejoró nada, al contrario, en mi periodo adolescente.
Discusiones y mala relación de autoridad impositiva.
Salir de casa se convirtió en algo necesario y apremiante.
He de decir que, salvo algún pescozón sin importancia, jamás usó su fuerza física contra mí.
Con el tiempo y la distancia todo se fue atemperando. Ya no tenía poder y la relación, aunque no cercana sentimentalmente, se fue haciendo aceptable.
Historias familiares y complicadas aparte, lo llevábamos más o menos bien.
Y llegó el día en que mi madre se fue.
Con la edad que entonces tenía mi padre, lo conveniente era que no viviera solo, así que se vino a mi casa.
Yo, al principio, lo llamaba cantando tontuneramente para hacer que se sintiera cómodo y no un extraño acogido por obligación, piedad o lástima.
Funcionó, aunque de vez en cuando —los años dan para mucho— tuvimos alguna controversia y, con mi padre morrocotudo y con mi talante inapropiado en las discusiones, la cosa era muy desagradable. Tres o cuatro veces en diecisiete años. Tampoco es mucho, me parece.
Él, en este tiempo, siguió haciendo a su aire. Siempre muy suyo, indomable. Pero, en general, ha ido bien.
Ahora, tras lo del hospital, mientras su cabeza anda perdida en un “no” constante, la dificultad es otra: ¿cómo ayudarle?
No pone nada de su parte. No sabemos hacer lo que no hemos aprendido. No somos médicos, fisioterapeutas, psicólogos... Somos solo su familia y, eso, ni siquiera lo sabe.
Intentamos hacerlo lo mejor posible. Aprendemos a base de hacerlo mal. Aunque la intención cuente, el resultado es lo importante.
Me duele verlo así. Me cabreo ante su exagerada impasividad, ante su empeño en no colaborar, y mi paciencia sufre un ataque constante.
No podría, en ningún caso, ser profesional de ese oficio de cuidar gente. Eso, también es verdad, lo sé desde siempre.
Mi padre, Arturo, ha sido lo que su educación y su tiempo le han permitido ser; supongo que limitado y/o llevado por su genético carácter.
Sus culpas y sus inocencias, entiendo, son como las de cualquiera.
Me parece evidente, conclusión: que no somos nadie.
Vicen.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión