Otra de tantas madrugadas con un frío aullante.
Aquel monstruo está debajo de mi cama, escucho sus gruñidos de hambruna una vez más.
No es el primer día ni será el último.
Me acecha para comerse mis sueños y así moldear pesadillas, alimentándose de mi tormento.
Los quejidos se transforman en suspiros de agonía, estirando el brazo por el suelo, tomando de mi pierna, obligándome a moverme como si fuera su marioneta.
No hay quien pueda auxiliarme.
Todo ser cercano a mí ha perdido el rostro, cada segundo transcurre en total soledad.
Y aún así me pongo de pie, resignado a desobedecer, para arrastrarlos hacia la cocina, siguiendo órdenes como un desgraciado eslabón.
Presenciando la misma imagen de siempre.
Un paraíso para cualquier demonio, el horror para un hombre lamentado; botes de pintura roja desperdigados por el suelo, manchando paredes, muebles, ventanas congeladas y cortinas en llamas.
Siento un hormigueo en la nuca, mi cabeza se tuerce hacia un costado.
Es la misma sombra, la que me visita noche tras noche; me observa en un rincón, desolada, murmurando sin labios.
Profundos huecos que posee en lugar de ojos, que contienen pequeñas galaxias, con una invisible pero notable mueca de tristeza y esa mirada tan inquietante, tan ansiosa de mí.
“¿Vivir en este lugar no es suficiente castigo?”
Levanto uno de los asientos que se encuentran desparramados por el suelo, me siento.
Aparezco en la sala de estar.
El monstruo está a un costado del sofá, mordisqueando huesos mientras me observa de reojo con mezquindad, engullendo un cadáver tan parecido a mí.
El techo se desvanece.
Veo arriba, solo el cielo, luciendo tan carente de compañía, tan abandonado, pero tan aferrado al objetivo de continuar viviendo.
Un cielo carmesí, un cielo sin la presencia de la luna y con la ausencia de estrellas.
Las paredes se derrumban, los escombros se convierten en lápidas.
Ellas se congregan a mi alrededor.
Mi hogar se ha convertido en un cementerio, con un aroma de nostalgia y una fuerte tormenta de lágrimas.
Cientos de muertos entre las fauces de la oscuridad.
Me apuntan con aquellas demacradas manos, me juzgan con sus silenciosas voces.
La risa del monstruo resuena.
Él se acerca desde la niebla, derribando las tumbas, creando ruinas tras ellas, dañando la tierra, dejando perpetuas cicatrices en ella.
Se pone por delante de mí, acariciándome el rostro, tan delicado ante sus enormes garras.
La sombra continúa reservándose a permanecer a un lado, estirando su brazo, ofreciéndome la mano.
“¿Es este el momento? ¿Por fin cesará este ciclo de pesadillas?” espero por una respuesta que jamás llegará.
No quiero despertar en más charcos de sangre, no quiero observar más los muertos ojos de mis allegados.
Siento un cosquilleo incesante en mí.
La tormenta empeora, escapa de mis ojos, harta de estar confinada.
El monstruo comienza a beber de mis pupilas, intento alcanzar el brazo de la sombra.
Ambos quieren poseerme, ¿Pero acaso poseo libertad?
Ese derecho jamás regresará, de no ser así, estas cadenas no estarían rodeando mi cuerpo hasta el día de hoy.
Esas frías cadenas que me cobijan, aquellas que han tachado mi destino.
Ambas criaturas desaparecen, las cadenas se ajustan hasta estrujarme.
Vuelvo a caer sumido en pensamientos vacíos, desfalleciendo en un silente abismo de crueldad, para seguir despertando en la misma habitación.
"De nuevo los gruñidos de hambruna..."
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