Arquitectura y bienestar: La casa Alatorre como reflejo del neoclásico y el higienismo tapatío
Jun 28, 2025

En el corazón del centro histórico de Guadalajara, se alza la Casa Alatorre como un testimonio material del proceso de modernización urbana que transformó la ciudad durante el siglo XIX. Más que una finca elegante, este inmueble encarna las aspiraciones sociales, políticas y sanitarias de una época que, desde el discurso del progreso, apostó por transformar el entorno a través de la arquitectura. Su historia es una puerta de entrada a los ideales higienistas, al neoclasicismo como lenguaje del orden y a las dinámicas de conservación y resignificación del patrimonio urbano en la actualidad.
Construida en 1897, durante el auge del Porfiriato, la Casa Alatorre reúne en su estructura los valores estéticos y funcionales del neoclasicismo, corriente arquitectónica que tuvo sus raíces en el pensamiento ilustrado y en la revaloración de los modelos grecolatinos. En contraposición al barroco y al rococó, el neoclasicismo propuso una arquitectura sobria, racional y simétrica, en sintonía con los principios de funcionalidad, claridad y utilidad. En México, esta corriente llegó con las reformas borbónicas y se consolidó con el proyecto positivista impulsado por Porfirio Díaz, que buscaba modernizar el país siguiendo modelos europeos, particularmente franceses.
Por lo tanto, la arquitectura dejó de ser un simple ejercicio estético y se convirtió en una herramienta de transformación social. La ciudad debía ser higiénica y funcional. Las epidemias de cólera, tifo y viruela que azotaron a Guadalajara durante principios del siglo XIX reforzaron la necesidad de pensar en nuevos modelos de vivienda, infraestructura y servicios urbanos. Así, los espacios públicos comenzaron a ser diseñados con criterios higienistas, en base a la ventilación, amplitud y salubridad; se implementaron sistemas de drenaje, se reglamentó la limpieza de calles y se impulsaron reformas orientadas a garantizar el bienestar colectivo.
La Casa Alatorre se inscribe plenamente en este proyecto. Su construcción fue encargada por Cesáreo Luis Alatorre, un industrial textil que representaba la nueva clase empresarial jalisciense. El diseño estuvo a cargo del ingeniero Francisco Antonio Arróniz Topete, figura relevante del paisaje urbano tapatío y autor de diversas obras como el Seminario Conciliar.

La casa, erigida sobre terrenos que en el siglo XVIII formaron parte del convento de San Agustín y del barrio de Santa María de Gracia, ocupa una sola planta con distribución amplia y ventilada, lo que responde directamente a los ideales higienistas del momento.
La fachada, construida en ladrillo rojo y cantera negra, es uno de sus elementos más distintivos. En ella destacan un pórtico central, pilastras con capiteles eclécticos, un friso decorado con triglifos, una balaustrada con maceteros y molduras que equilibran ornamentación con sobriedad. Estos elementos no sólo obedecen a una estética neoclásica, sino que también comunican una idea de orden, racionalidad y progreso, propios del ideario positivista. En su interior, arcos trilobulados, molduras en zigzag y azulejos decorativos completan un conjunto ecléctico que armoniza la tradición regional con influencias académicas europeas.

Además de su arquitectura, la historia funcional de la Casa Alatorre evidencia cómo estos inmuebles han sido testigos y actores de las transformaciones urbanas. Luego de ser residencia familiar, el edificio fue sede del Patronato del Agua y más tarde de la Dirección de Educación Federal. A partir de la década de 1980, se transformó en restaurante-bar bajo el nombre "La Rinconada", contribuyendo a reactivar social y económicamente un espacio central del casco histórico. En 2023, se convirtió en "Finca Los Altos", con una nueva propuesta culinaria y algunos cambios estéticos que, si bien no alteraron drásticamente su estructura, sí modificaron su color original y parte del patio central.
Estos cambios reflejan una tensión constante entre conservación y uso adaptativo del patrimonio. Si bien la permanencia de elementos clave garantiza cierta continuidad histórica, las intervenciones poco reguladas o sin criterios de restauración pueden diluir el valor original del inmueble. En el caso de la Casa Alatorre, la pérdida de una parte de su superficie original durante las obras de la Plaza Tapatía en los años ochenta —proyecto monumental que arrasó con múltiples fincas valiosas— evidencia las fragilidades de las políticas urbanas frente al patrimonio construido.

Más allá de su historia arquitectónica, la Casa Alatorre también está envuelta en el imaginario simbólico de Guadalajara. En sus inmediaciones se encuentra el llamado “Callejón del Diablo”, espacio asociado a leyendas coloniales que refieren a brujería, inquisición y castigos públicos. Estas narrativas, si bien legendarias, refuerzan el papel del inmueble como nodo de memoria urbana, donde convergen tiempos, relatos y significaciones múltiples.
La permanencia de la Casa Alatorre —a pesar de las modificaciones, pérdidas y resignificaciones— nos invita a reflexionar sobre el papel del patrimonio en la vida urbana contemporánea. ¿Cómo conservar? ¿Cómo intervenir sin borrar la historia? ¿Cómo habitar espacios históricos sin despojarlos de su identidad? Estas preguntas son claves en un contexto donde el desarrollo inmobiliario amenaza constantemente el tejido patrimonial de las ciudades.
La arquitectura, como lenguaje del poder, de la estética y de la funcionalidad, sigue siendo una fuente privilegiada para comprender los procesos sociales. En el caso de Guadalajara, el estudio de fincas como la Casa Alatorre permite entender cómo el proyecto porfirista de modernidad se materializó en calles, plazas y viviendas; cómo la ciudad se transformó al calor del progreso y cómo, en muchos sentidos, sigue dialogando con esos ideales de bienestar, salubridad y racionalidad.
La conservación de este tipo de inmuebles no debe entenderse como un mero gesto nostálgico, sino como una oportunidad para sostener un vínculo crítico con el pasado. Restaurar, investigar y difundir su historia implica no solo preservar su materialidad, sino también activar su valor pedagógico y cultural. Así, la Casa Alatorre no es solo una casa vieja entre muchas, sino un capítulo vivo del libro urbano de Guadalajara: una página que aún tiene mucho que contar.
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