Mi caída fue apenas un temblor,
un gesto diminuto
en la arquitectura invisible del día.
Nada anunció el desorden;
ni el cielo se inmutó
ni el aire dejó espacio
para sospechar la grieta.
Pero yo sentí el desprendimiento
como se siente un secreto
cuando deja de pertenecer.
Un deslizamiento suave,
casi pudoroso,
que me arrancó del mundo
con la exactitud de una mano
que no se ve,
pero que conoce los bordes.
Desde un punto improbable
—ese intervalo donde la materia duda—
me observé borrar.
No partir: borrar.
Como si mi figura,
ya cansada de sostenerse,
decidiera hundirse
en la primera sombra disponible.
Ahí entendí
que lo inesperado no es el final,
sino el hueco que se esparce después.
Un vacío que no pregunta,
que no explica,
que simplemente toma la forma
de lo que ya no está
y se acomoda en los vivos
con una precisión inquietante.
Lo que dejé atrás
fue una ausencia que respiraba sola.
No tenía nombre,
pero insistía.
Una especie de silencio dispuesto,
como si hubiera estado aguardando
mi caída desde mucho antes
de que yo supiera caer.
Y mientras mi eco
se adhería al mundo con paciencia,
supe, con esa lucidez que llega tarde,
que la muerte no advierte:
desplaza.
Reacomoda todo
sin levantar la voz,
sin trastocar el ruido de la calle,
sin detener el paso de nadie.
Así me fui,
sin dramatismo ni epopeya,
convertida en una brizna sin peso,
retornando a un origen
que nunca aprendí a nombrar
pero que reconocí al tocarlo,
como si siempre hubiera sido
mi casa secreta.
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