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ARQUEÓLOGO DE MOMENTOS

Sep 10, 2025

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ARQUEÓLOGO DE MOMENTOS
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10 de Septiembre, 2025

Estado: agotado. Migraña moderada. Posible falta de hidratación. Pocas horas de sueño. Dolor plantar.

El cielo está aplomado como si los astros hubieran decidido abovedarnos bajo una cúpula de ceniza.

Desde mi asiento, me veo reflejado a cuatro metros en el espejo central del colectivo. La boina que llevo está a compossé con el cielo. Boina que por alguna razón propios y ajenos me la elogian todo el tiempo. Gran acierto de mi hermano que fue quien me la regaló. Me encanta porque siento que enmarca bien mí rostro, a pesar de su redondez. Además de que me ayuda bastante a amortiguar la fotofobia que estoy teniendo últimamente. Por suerte, con este clima hoy no es problema.

Estación Ezeiza es el destino. El colectivo dobla en una esquina, veo un puesto de tortillas y sonrío al mismo tiempo que recibo el puñetazo de la nostalgia. El puesto se llama "Toro Sentado" recuerdo una cómica discusión entre papá y mamá porque no se ponían de acuerdo en si una vaca tenía la habilidad para sentarse. Mamá siempre tenía alguna historia para contar y hacerte reír.

Deslizándome como ciempiés bajo las piedras, sorteo vendedores ambulantes, puesteros, filas de colectivo y bicicletas. Pero se me escapa el tren. El andén se va poblando de laburantes cansados como yo. Siento una fraternidad en el cansancio obrero colectivo.

Llega el otro tren, relativamente pronto. Asumo pose púgil: hay que bancar el oleaje de gente que ni bien baja del tren, tiene que salir corriendo a la vereda para no perder el colectivo. No los culpo, son laburantes como yo que hacen horas extra no remuneradas. Dado que como yo, viven lejos de su empleo y las horas de viaje hay que llamarlas por lo que son: horas perdidas, como todas aquellas que nos separan del hogar, la familia, los hobbies y los afectos.

El aroma del tren es un popurrí de calor humano, esencias específicas de cada trabajo que realiza cada persona y la lleva cargada entre sus ropas. También el aire está poblado de aromas culinarios típicos: los panes rellenos, la sopa paraguaya, chipá, panchos, sanguches de milanesa y empanadas. Una vez más, no soy quién para juzgar. Las tres capas de perfume que me pongo seguramente sean la sobrecarga sensorial de alguien más.

Llego a Monte Grande y bajo del tren. La puerta cercana a los molinetes está abierta y sin guarda. A pesar de eso, la gente paga pasaje y pasa por dónde corresponde. Un muchacho que iba en bicicleta delante mío, incluso paga el pasaje y gira el molinete antes de dirigirse a pasar por la puerta. Una vez más esta semana, la anarquía no parece una utopía tan lejana.

Bajando las escaleras detrás de los molinetes mientras escucho a los artistas callejeros del túnel, diviso varias huellitas de perros en los escalones. Sensación arqueológica de una nueva felicidad efímera e inusitada: recuerdo una imagen de huellas de gato en ladrillos romanos y huellas de perro en el Ladrillo De Harappa de hace 4500 años y sonrío de nuevo.

Subo el último tramo de las escaleras y salgo del túnel. Bullicio urbano y aroma a humedad. A la salida del túnel, veo un muchacho que usa un tacho de pintura de veinte litros a modo de florero para vender ramos de flores. Te haces presente en mis pensamientos, como todos los días últimamente. Me pregunto cuál será tu flor o flores favoritas. Pánico infantil de preguntarte. Te pienso y sonrío como tonto. Calidez envolvente.

Me formo en la kilométrica fila a esperar el 164 que, para mí sorpresa, llega casi inmediatamente. Lo dejo pasar y me formo en una nueva fila para esperar el próximo ya que el que llegó estaba lleno. Veo pasar un hombre de uniforme de trabajo con bandas reflectivas. Se lo ve contento. Lo veo más de cerca a medida que cruza la calle: lleva dos helados, uno en cada mano y los degusta a medida que camina. Sonrío una vez más. Prácticamente al minuto viene otro colectivo, esta vez menos cargado y soy el cuarto en la fila. Sensación arqueológica otra vez.

Sigo escribiendo mientras danzo la milonga del bondi lleno, ese vaivén de serpentear entre las calles del barrio en hora pico. Finalmente bajo una cuadra antes porque no hay parada en mí cuadra. Un Renault 12 bloquea el tránsito intentando salir en reversa mientras las motos se le cruzan impunemente. Camino a casa por la calle de tierra. Me reciben los perros de mamá y saludo a mí gato. Mí hermana logra inmortalizar en una foto el clímax del día: el astro rey rompe la bóveda de ceniza y colorea todo nuevamente. Bóveda de oro, calidez hogareña.

A pesar del cansancio y el día gris, tuve estos pequeños momentos felices y de calidez. Por eso me siento arqueólogo: muchas veces la alegría o la felicidad, aunque pasajera, están ahí.

Sólo hay que remover un poco el suelo para tocar el cielo. Al menos por un rato.

Pablo Bernabé Céspedes

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